más cortés; pero su salida del país dio algo que hablar. Tuvo un duelo (y muy galante conducta fue la suya al prescindir para el caso de su alto rango), siendo su adversario un noble muy conocido en la buena sociedad de aquel tiempo, no sólo por sus propios méritos, sino también como esposo de una dama hermosísima. Resultado de aquel duelo fue una grave herida que recibió el príncipe Rodolfo, y apenas curado de ella lo sacó ocultamente del país el embajador de Ruritania, a quien dio no poco que hacer aquella aventura de su Príncipe. El noble salió ileso, pero en la mañana misma del duelo, que fue por demás húmeda y fría, contrajo una dolencia que acabó con él a los seis meses de la partida de Rodolfo. Dos meses después dio a luz su esposa un niño que heredó el título y la fortuna de Burlesdón. Fue esta dama la condesa Amelia, cuyo retrato quería retirar mi cuñada del lugar que ocupaba en la casa de mi hermano; y su esposo fue Jaime, cuarto conde de Burlesdón y vigésimo-segundo barón Raséndil, inscrito bajo ambos títulos en la «Guía Oficial de los Pares de Inglaterra,» y caballero de la Orden de la Jarretiera. Cuanto a Rodolfo, regresó a Ruritania, se casó y subió al trono, que sus sucesores han ocupado hasta el momento en que escribo, con excepción de un breve intervalo. Y diré, para terminar, que si el lector visita la galería de retratos de Burlesdón, verá entre los cincuenta pertenecientes a los últimos cien años, cinco o seis, el del quinto Conde inclusive, que se distinguen por la nariz larga, recta y aguzada y el abundante cabello de color rojo obscuro. Estos cinco o seis tienen también ojos azules, siendo así que entre los Raséndil predominan los ojos negros.
Esta es la explicación, y me alegro de haber salido de ella; las manchas de honrada familia son asunto delicado, pero lo cierto es que la transmisión por herencia, de que tanto se habla, es la chismosa mayor y más temible que existe; para ella no hay discreción ni secreto que valga, y a lo mejor inscribe las notas más escandalosas en la «Guía de los Pares.»
Observará el lector que mi cuñada, dando muestras de escasísima lógica, se empeñaba en considerar mi rojiza cabellera casi como una ofensa y en hacerme responsable de ella, apresurándose a suponer en mí, sin otro fundamento que esos rasgos externos, cualidades que por ningún concepto poseo, y mostrando como prueba de tan injusta deducción, lo que ella daba en llamar la vida inútil y sin objeto determinado que he llevado hasta la fecha. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que esa vida me ha proporcionado no escaso placer y abundantes enseñanzas. He estudiado en una universidad alemana y hablo el alemán con tanta facilidad y perfección como el inglés; lo mismo digo del francés, mascullo el italiano y sé jurar en español. No tiro mal la espada, manejo la pistola perfectamente y soy jinete consumado. Tengo completo dominio sobre mí mismo, no obstante el color engañador de mis cabellos; y si el lector insiste en que a pesar de todo lo dicho me hubiera valido más dedicarme a algún trabajo útil, sólo añadiré que mis padres me habían dejado en herencia diez mil pesos de renta y un carácter aventurero.
—La diferencia entre tu hermano y tú—prosiguió mi cuñada, que también gusta de sermonear un poco de cuando en cuando,—está en que él reconoce los deberes de su posición y tú no ves más que las ventajas de la tuya. Ahí tienes a Sir Jacobo Borrodale ofreciéndote precisamente la oportunidad que necesitas y que más te conviene.
—¡Gracias mil!—murmuré.
Tiene prometida una embajada para dentro de seis meses, y Roberto está seguro de que te ofrecerá el puesto de agregado. Acéptalo, Rodolfo, aunque sólo sea por complacerme.
Puesta la cuestión en este terreno y con mi cuñadita frunciendo las cejas y dirigiéndome una de sus más irresistibles miradas, no le quedaba a un tunante como yo más remedio que ceder, compungido y pesaroso. Además, pensé que el puesto ofrecido no dejaría de proporcionarme grata oportunidad de divertirme y pasarlo divinamente, y por lo tanto repliqué:
—Mi querida hermana, si dentro de seis meses no se presenta algún obstáculo imprevisto y Sir Jacobo no se opone, que me cuelguen si no me agrego a su embajada.
—¡Qué bueno eres, Rodolfo! ¡Cuánto me alegro!
—¿Y adónde va destinado el futuro embajador?
—Todavía no lo sabe, pero sí está seguro de que será un puesto de primer orden.
—Hermana mía—dije,—por complacerte iré aunque sea a una legación de tres al cuarto. No me gusta hacer las cosas a medias.
Es decir, que mi promesa estaba hecha; pero seis meses son seis meses, una eternidad, y como había que pasarlos de alguna manera, me eché a pensar en seguida diversos planes que me permitieran esperar agradablemente el principio de mis tareas diplomáticas; esto suponiendo que los agregados de embajada se ocupen en algo, cosa que no he podido averiguar, porque, como se verá más adelante, nunca llegué a ser attaché de Sir Jacobo ni de nadie. Y lo primero que se me ocurrió, casi repentinamente, fue hacer un viajecillo a Ruritania. Parecerá extraño que yo no hubiera visitado nunca aquel país; pero mi padre (a pesar de cierta mal disimulada simpatía por los Elsberg, que le llevó a darme a mí, su hijo segundo, el famoso nombre de Rodolfo, favorito entre los de aquella regia familia), se había mostrado siempre opuesto a dicho viaje; y muerto él, mi hermano y Rosa habían aceptado la tradición de nuestra familia, que tácitamente cerraba a los Raséndil las puertas de Ruritania. Pero desde el momento en que pensé visitar aquel país, se despertó vivamente mi curiosidad y el deseo de verlo. Después de todo, las narices largas y el pelo rojo no eran patrimonio exclusivo de los Elsberg, y la vieja historia que he reseñado, a duras penas podía considerarse como razón suficiente para impedirme visitar un importante reino que había desempeñado papel nada menospreciable en la historia de Europa y que podía volver a hacerlo bajo la dirección de un monarca joven y animoso, como se decía que lo era el nuevo Rey. Mi resolución acabó de afirmarse al leer en los periódicos que Rodolfo V iba a ser coronado solemnemente en Estrelsau tres semanas después y que la ceremonia prometía ser magnífica. Decidí presenciarla y comencé mis preparativos de viaje sin perder momento. Pero como nunca había acostumbrado enterar a mis parientes del itinerario de mis excursiones, y además en aquel caso esperaba resuelta oposición por su parte, me limité a decir que salía para el Tirol, objeto favorito de mis viajes, y me gané la aprobación de Rosa diciéndole que iba a estudiar los problemas sociales y políticos del interesante pueblo tirolés.
—Mi viaje puede dar también un resultado que no sospechas—añadí con gran misterio.
—¿Qué quieres decir?—preguntó Rosa.
—Nada, sino que existe cierto vacío que pudiera llenarse con una obra concienzuda sobre...
—¿Piensas escribir un libro?—exclamó mi cuñada palmoteando.—¡Magnífico proyecto! ¿Verdad, Roberto?
—En nuestros días es la mejor manera de comenzar una carrera política—asintió mi hermano, que había compuesto ya, no uno, sino varios libros. «Teorías antiguas y hechos modernos,» «El resultado final» y algunas otras obras originales de Burlesdón gozan muy justo renombre.
—Tiene mucha razón Roberto—declaré.
—Prométeme que lo harás—dijo Rosa muy entusiasmada con mi plan.
—Nada de promesas, pero si reúno suficientes materiales lo haré.
—No se puede pedir más—dijo Roberto.
—¡Qué materiales ni qué calabazas!—exclamó Rosa, haciendo un gracioso mohín.
Pero no cedí, y tuvo que contentarse con aquella promesa condicional. Por mi parte, hubiera apostado cualquier cosa a que mi excursión veraniega no daría por resultado ni una sola página. Y la mejor prueba de que me equivocaba de medio a medio, es que estoy escribiendo el prometido libro, aunque confieso que ni me puede servir a mí para lanzarme a la política, ni tiene nada que ver con el Tirol.
Y bien puedo añadir que tampoco merecería la aprobación de la Condesa mi cuñada, suponiendo que yo lo sometiese a su severa censura; cosa que me guardaré muy bien de hacer.
II