George Eliot

Silas Marner


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los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.

      No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.

      En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.

      Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.

      Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.

      Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.

      Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.

      Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?

      Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.

      El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.

      Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.

      Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.

      Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.

      Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.

      Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.

      Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.

      Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.

      Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.

      Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally