George Eliot

Silas Marner


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incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.

      —¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.

      —Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.

      Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:

      —Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.

      —Pedidle prestado al viejo Kimble.

      —Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.

      —Bueno, entonces vended a Relámpago.

      —Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.

      —Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.

      —Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.

      —¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...

      —Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.

      —¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.

      —Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.

      Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:

      —Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.

      Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.

      Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.

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