Sarah Morgan

Luz de luna en Manhattan


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      —No. Lo digo en serio. Puedo hacerlo.

      —Si no quiere que te acompañe, ¿qué puedo hacer? Tiene que haber algo.

      Hubo una pausa.

      —¿Es una oferta sincera?

      —Por supuesto —Ethan miró la hora y decidió que no merecía la pena volver a dormir—. ¿Qué necesitas que haga?

      —Que te encargues de Madi unos días. Quizá más de unos días. Puede que pase una semana o más hasta que estemos en casa.

      —¿Madi? —Ethan tardó un momento en comprender a quién se refería. Su hermana solo tenía una hija—. ¿Te refieres a la perra?

      —Supongo que es una perra, aunque nosotros la consideramos más como a un miembro de la familia. Tiene características increíblemente humanas.

      —¿Quieres que cuide de la perra? —Ethan se metió los dedos en el pelo—. No. No puedo, Debra.

      —Has dicho que ayudarías. Que harías lo que fuera.

      —Lo que sea menos eso.

      —¿Estabas dispuesto a volar a California pero no te llevarás a mi perra? Esto es mucho más fácil.

      —Para mí no. Estoy fuera de casa veinticuatro horas de cada veinticuatro.

      —Razón de más para tener a Madi un par de semanas. Te dará una razón para ir a tu casa.

      Ethan tenía la sospecha de que la perra le daría más cosas, ninguna de las cuales sería bienvenida.

      —Hay una razón para que no tenga perro. Y es que no estoy en posición de darle a un animal el cariño y la atención que se merece.

      —Esto es una emergencia. De otro modo, no te lo pediría. No sé cuánto tiempo estaré en la Costa Oeste. Karen me necesita —a Debra le tembló la voz—. Por favor. Te prometo que Madi no te causará problemas.

      Fue el temblor de voz lo que lo convenció.

      Ethan no recordaba haber visto llorar nunca a su hermana. Ni siquiera la vez en que le había metido una rana en la mochila.

      Notó que empezaba a ceder. ¡Maldición!

      —¿Por qué no le buscas una guardería de perros? ¿O un hotel para perros o como quiera que se llamen esos sitios?

      ¿Qué hacía la gente con sus mascotas? Ethan nunca se había parado a pensar en eso.

      —Lo intentamos una noche, cuando a Mark le dieron aquel premio y tuvimos que ir a Chicago. Nos fuimos a pasar el fin de semana y la dejamos en una guardería canina, pero Madi casi se arrancó la piel de lo estresada que estaba. Ahora solo vamos a sitios donde podamos llevarla. Estará mucho más feliz con compañía humana.

      Si la compañía humana era él, no.

      —Yo no soy buena compañía después de un día en Urgencias. Creo que tengo eso que llaman fatiga de compasión.

      —No necesita compasión, solo necesita comida, paseos y algo de compañía. Quiero que su rutina siga siendo lo más normal posible, así que seguiré usando la misma empresa de paseadores de perros de siempre.

      —¿Paseadores de perros?

      —Utilizo una empresa que se llama Rangers Ladradores. Cubren todo el lado este de Manhattan, así que no tendrán problemas en recogerla en tu apartamento en vez de en el mío. Y es una chica encantadora.

      —¿Quién es una chica encantadora?

      —Harriet. Mi paseadora de perros. Aunque no sé si «chica» es la palabra correcta. Debe de tener casi treinta años.

      A Ethan le daba igual los años que tuviera.

      —O sea que pasea al perro una hora al día.

      —Dos. Irá dos veces.

      —Dos horas al día. ¿Y qué pasa con el perro las otras veintidós horas?

      —¿Quieres dejar de llamarla «el perro»? La vas a ofender.

      —Razón de más para no dejarla con el insensible de tu hermano. Si es tan susceptible, no debes dejarla con una persona tan insensible como yo.

      —Tú eres un doctor. No eres insensible.

      —Hay una autoridad en la materia que dice que soy insensible.

      —Si lo dices por tu exmujer…

      —Se llama Alison, nos llevamos muy bien y su comentario estaba plenamente justificado. Soy insensible. Y no sé nada de perros.

      —No es complicado, Ethan. Les das de comer y los paseas. Si quieres, puedes hablar un poco con ella, te lo agradecerá.

      —¿Y qué hará el resto del tiempo?

      —Dormirá feliz en su jaula.

      Ethan miró a su alrededor. En el apartamento no se había movido nada desde que el servicio de limpieza pasara por allí dos días antes. En gran parte, porque él no había estado mucho allí. Un modo de asegurar que no desordenabas tu casa era no estar nunca en ella.

      —¿Seguro que solo hará eso? —preguntó.

      —Sí. Y, si lo haces, evitarás que se preocupe Karen. Madi es su perra —atacó Debra, que sin duda captaba su debilidad—. Toda la familia te da las gracias.

      Ethan sabía que estaba derrotado Y la verdad era que estaba demasiado preocupado por su sobrina para pensar mucho en los detalles de cuidar de un perro.

      —Llámame en cuanto llegues. Y, si no te convence lo que le han dicho en el hospital, dímelo y haré unas llamadas. Conozco a algunas personas allí.

      —Tú conoces a todo el mundo.

      —Nos conocemos en los congresos. Este mundillo es increíblemente pequeño. ¿A qué hora traerás a esa perra?

      —De camino al aeropuerto. La sacaré a pasear antes de llevártela y organizaré que Harriet vaya a buscarla luego. ¿Cuándo te viene bien?

      «Nunca me viene bien».

      —¿Esta noche? Intentaré salir pronto.

      —Bien. Le daré mi llave de tu apartamento por si llegas tarde y así puede entrar y recoger a Madi. Practica a llamarla por su nombre, Ethan. Madi. No «el perro». Madi.

      —Tengo que dejarte. Tengo dos horas para dejar mi casa a prueba de perros, perdón, a prueba de Madi.

      —No es necesario. Es muy civilizada.

      —Es una perra.

      —Te va a encantar.

      Ethan lo dudaba. Sabía que la vida casi nunca era así de sencilla.

      Capítulo 4

      —¿Glenys? —Harriet se detuvo en el umbral del apartamento, con la llave en la mano y unas cuantas bolsas a sus pies. Le molestaba el tobillo, pero no tanto como unos días atrás. Confiaba en que eso fuera buena señal—. Soy yo, Harriet. ¿Estás ahí? No has contestado al timbre y no quiero asustarte.

      —¿Harriet? —Glenys Sullivan apareció en la puerta de la cocina, agarrando con fuerza un andador—. Harvey y yo estábamos preocupados por ti, querida. Llegas tarde.

      —Hoy me muevo un poco más despacio —contestó Harriet.

      Cerró la puerta. Ella también estaba preocupada por Glenys. Desde la muerte de su esposo, diez meses atrás, había perdido eso y Harriet sabía que no estaba bien. En consecuencia, había optado por entrar a verla siempre que pasaba por allí. Y si en ocasiones «pasar por allí» implicaba dar un rodeo, pues también lo hacía. Una vez organizados los paseos, no solía ver mucho a sus clientes, así que disfrutaba de la visita.

      —Hace