Sarah Morgan

Luz de luna en Manhattan


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estas cosas.

      Tampoco solía buscar citas en Internet, razón por la cual se había obligado a probar.

      Aquella era su tercera cita, y las otras dos habían sido casi igual de malas.

      El primero le había recordado a su padre. Hablaba alto, tenía opiniones muy marcadas y estaba enamorado del sonido de su voz. Harriet, abrumada, había guardado silencio, pero eso no había importado porque estaba claro que a él no le interesaban sus opiniones. El segundo hombre la había llevado a un restaurante caro y había desaparecido después del postre, dejándola con una cuenta lo bastante elevada para conseguir que ella lo recordara siempre. Y en cuanto al tercero… Bueno, estaba sentado en la mesa al lado de la ventana, esperando que ella volviera del baño para que pudieran enamorarse y vivir felices para siempre. Y en su caso, ese «siempre» probablemente no duraría mucho porque, a pesar de su afirmación de que estaba en la plenitud de la vida, era evidente que había dejado ya atrás la edad de la jubilación.

      Si Harriet no hubiera tenido la impresión de que él la seguiría, habría dado por finalizada la cita y salido por la puerta principal. Pero había algo en él que la ponía nerviosa. Y, en cualquier caso, salir por la ventana de un baño de mujeres era claramente algo que ella nunca debería hacer.

      Para Los Retos de Harriet había sido una velada muy exitosa.

      En términos de amor, no tanto.

      En aquel momento, morir rodeada de perros y gatos le parecía la mejor opción.

      —Vete —Nat abrió más la ventana y se le iluminó la cara—. ¡Está nevando! Vamos a tener unas navidades blancas.

      ¿Nevando?

      Harriet miró el lento remolino de copos de nieve.

      —Falta un mes para Navidad.

      —Pero intuyo que van a ser unas navidades blancas. No hay nada más mágico que Nueva York nevada. Me encanta la Navidad. ¿A ti no?

      Harriet abrió la boca y volvió a cerrarla. Normalmente habría dicho que sí. Adoraba las navidades en familia, aunque la suya se limitara a los tres hermanos. Pero ese año había decidido que pasaría la Navidad sin ellos. Y ese iba a ser el mayor reto de todos. Tenía casi un mes para ir practicando para el desafío mayor.

      —Tengo que irme ya.

      —Sí. No quiero que encuentren tu cuerpo congelado en la acera. Y no caigas en el contenedor de basura.

      —Eso sería mejor que todo lo demás que ha pasado esta velada —Harriet miró hacia abajo. No estaba lejos y, además, ¿acaso se podía caer más? Tenía la impresión de que ya había tocado fondo—. Quizá debería volver y explicarle que no es lo que yo esperaba. Así podría salir por la puerta principal y no arriesgarme a torcerme un tobillo o a que se me peguen envoltorios de comida en el abrigo nuevo.

      —No —Nat negó con la cabeza—. Ni se te ocurra. Ese hombre da repelús. Ya te he dicho que eres la tercera mujer a la que trae aquí esta semana. Y no me gusta cómo te mira. Como si fueras a ser su postre.

      Harriet había pensado lo mismo.

      Su instinto le había gritado eso, pero la Harriet empeñada en los retos estaba aprendiendo a no hacer caso de su instinto.

      —Parece una grosería —dijo.

      —Esto es Nueva York. Tienes que ser lista. Yo lo distraeré hasta que estés a una distancia segura —Nat miró hacia la puerta, como si temiera que el hombre entrara en cualquier momento—. No me puedo creer que te haya llamado rellenita. ¿Te puedo preguntar por qué decidiste salir con él? ¿Qué fue lo que te atrajo? Eres la tercera mujer guapísima que ha traído esta semana. ¿Tiene alguna cualidad especial? ¿Qué te hizo elegirlo a él?

      —No lo elegí a él. Elegí al hombre del perfil que puso en la web de citas. Sospecho que puede tener problemas con la realidad —Harriet recordó el momento en el que se había sentado enfrente de ella. Era tan obvio que no se trataba de la persona del perfil, que ella había sonreído amablemente y le había dicho que esperaba a alguien.

      En lugar de disculparse y marcharse, él se había sentado.

      —Tú debes de ser Harriet, ¿no? Amante de los perros y de los gatos. Me encanta una mujer cariñosa que sabe desenvolverse en la cocina. Nos va a ir muy bien juntos.

      En aquel momento, Harriet había sabido con seguridad que no estaba hecha para las citas por Internet.

      ¿Por qué había usado su nombre auténtico? Fliss habría inventado algo. Probablemente algo escandaloso.

      Nat parecía fascinada.

      —¿Qué decía su perfil? —preguntó.

      —Que tiene treinta años —Harriet pensó en el pelo canoso y la frente arrugada. En los dientes amarillentos y el pelo gris de la mandíbula. Pero lo peor de todo había sido que la había mirado con lascivia.

      —¿Treinta? Seguro que duplica esa edad. O puede que sea como los perros, que cada año equivale a siete nuestros. En ese caso, tendría… —Nat arrugó la nariz—. Doscientos diez años humanos. Es muy viejo.

      —Tiene sesenta y ocho —repuso Harriet—. Me ha dicho que se siente de treinta por dentro. Y su perfil dice que trabaja en inversiones, pero, cuando le he preguntado, ha confesado que invierte su pensión.

      Nat se echó a reír y Harriet movió la cabeza.

      Estaba nerviosa y se sentía estúpida.

      —Después de tres citas, he perdido mi sentido del humor. Se acabó. Yo he terminado.

      Solo quería divertirse y un poco de compañía humana. ¿Acaso era mucho pedir?

      —Decidiste darle una oportunidad al amor. Eso no tiene nada de malo. Pero alguien como tú no debería tener problemas para conocer gente. ¿En qué trabajas? ¿No conoces a gente en el trabajo?

      —Paseo perros. Me paso el día con atractivos animales de cuatro patas. Siempre son lo que crees que son. Aunque, bien mirado, paseo a un terrier que cree que es un rottweiler. Eso crea algunos problemas —repuso Harriet.

      Quizá debería ceñirse a los perros.

      Se había demostrado a sí misma que podía concertar citas por Internet de ser necesario. Había tachado eso de su lista. Era una victoria, ¿no?

      Nat abrió más la ventana.

      —Denúncialo en la página de citas para que no ponga a más mujeres crédulas en la posición de tener que saltar por la ventana. Y míralo por el lado bueno. Al menos no te ha robado los ahorros de tu vida —dijo. Miró la calle—. Todo despejado.

      —Encantada de conocerte, Nat. Y gracias por todo.

      —Si una mujer no pudiera ayudar a otra en apuros, ¿dónde estaríamos? Vuelve pronto.

      Harriet sintió una punzada interior.

      Amistad. Esa era una palabra que sí le gustaba.

      Con ciertos remordimientos porque sabía que jamás volvería a acercarse a aquel restaurante y Natalie le caía bien, contuvo el aliento y se dejó caer a la acera.

      Sintió que se torcía el tobillo y un dolor intenso le subió por la pierna.

      —¿Estás bien? —preguntó Nat. Le tiró los zapatos y el bolso y Harriet hizo una mueca de dolor cuando le cayeron en el regazo. Lo único que iba a sacar de aquella cita eran golpes.

      —Mejor que nunca —contestó.

      Pensó que la victoria era a la vez dolorosa e indigna.

      La ventana se cerró encima de ella y Harriet fue inmediatamente consciente de dos cosas. La primera, que apoyar el peso en aquel tobillo suponía una agonía y la segunda, que si no quería cojear descalza hasta su casa, tendría que ponerse los zapatos de tacón de aguja que había tomado prestados del montón que Fliss se había dejado en casa.