Antonio González de Cosío

Bloggerfucker


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la oportunidad! Aprende a escribir, aprende de tus compañeros, que tienen una gran experiencia en lo que hacen, llevan años trabajando en la moda.

      Claudine miraba al suelo y agitó la cabeza varias veces, asintiendo. Levantó la mirada y, con esos ojos que parecían un manchón de acuarela, la vio fijamente. Suspiró y se puso de pie con decisión.

      —Voy a intentarlo.

      —No: vas a hacerlo. Vas a demostrarme que tuve razón al contratarte. Vas a hacer tu trabajo. No hay de otra.

      —Y si lo hago —dijo de pie antes de salir de la oficina de Helena—, ¿me darías una oficina?

      —No, cariño: si lo haces, probablemente conserves tu trabajo.

      2

      Vieja cabrona

      Anciana ridícula. ¿Quién se habrá creído que es? Sabrá mucho de moda pero a su edad ya tendría que estar en un asilo y dejar que las nuevas generaciones hagamos lo que tenemos que hacer. Pero no, ya no quiero llorar otra vez, se dijo Claudine, tomando una gran bocanada de aire. No voy a darle el gusto a esta panda de mugrosos que no me quitan la vista de encima y esperan que me quiebre para reírse de mí otra vez. Pero ya me reiré yo de ellos cuando se larguen en su camioncito que huele a sobaco. ¡Qué puto asco! Bajó la mirada y vio sus uñas a medio pintar. Suspiró. ¡No puedo ir a la cena de Dior con sandalias y estas uñas!, se dijo.

      De hecho, Claudine solía decirse muchas cosas. No conocía a nadie que la escuchara mejor. Y volvió al ataque: ¿Qué pretendía, que me pintara las uñas en el baño hediondo? Qué. Puto. Asco. Para pescar un hongo o hasta algo venéreo. No me quito los zapatos ahí ni aunque me paguen. Y luego, tanta pinche intensidad con su librito meado de Chanel. “¡Mi li firmí Liguirfild!” A quién le importa esa momia absurda. ¡Siempre hizo los mismos trajecitos de tweed de hueva! Sólo le gusta a las viejitas como Helena. Qué ganas tengo de que estos viejos que creen saberlo todo se retiren de una puta vez y dejen que las cosas progresen ya. Son un freno a lo cool.

      A veces, pequeñas partes de su charla cerebral consigo misma se le escapaban por la boca y los compañeros que estaban alrededor de ella se reían al escucharla. “La Virgen le habla”, dijo Gerardo, el editor de moda, y provocó una atronadora carcajada a su alrededor. Su escritorio se hallaba en medio del de dos becarios de quienes no sabía ni sus nombres. Frente a ella estaba Gerardo, con quien se llevaba peor que con nadie más, porque parecía que el chico disfrutaba poniendo en evidencia su ignorancia acerca de la industria. “A nadie le importa la moda de museo, lo importante es el presente”, le espetaba cada vez que ella no conocía a un diseñador del que estaban hablando. Al lado de Gerardo estaba Carmen, quien Claudine sentía que la espiaba todo el tiempo para luego ir a contarle a Helena lo que hacía. A la gente de alrededor ni la veía ni la oía, por ende, no sabía qué demonios hacía en la revista. Pero era distraída para lo que le convenía, para lo que sentía que no le era útil en la vida. Para otras cosas, era una mujer multitask: podía tener una intensa charla consigo misma y al mismo tiempo ser eficientísima en las redes sociales.

      Tomó su celular y abrió su Instagram. En ese momento, la bronca con Helena ya no existía: ahora sus ojos viajaban ávidos por sus redes. De pronto, algo que vio la hizo enfocarse, como sucedía pocas veces, en una sola cosa: la foto que se había tomado la noche anterior con David Beckham durante el lanzamiento de su nueva línea de perfumes tenía casi ochocientos mil likes. Se acercó a la pantalla para mirar bien: no eran ocho mil, ni ochenta mil. Eran ochocientos mil. Comenzó a hurgar un poco y se dio cuenta de que el mismo Beckham había reposteado la foto en su Instagram: “Having a tremendous night in Mexico with the #editorinchef of @couturemagazine, the gorgeous @claudiacole #mexico #bekhamfragrances #hotmexicanwomen”.

      —¡No! ¿En serio? —dijo con un inconmensurable alargamiento de la última “o”. Sí: Claudine se había sacado el jackpot de los influencers: que una celebridad real le diera like y, además, reposteara su foto. Y eso que al principio no había querido fotografiarse con él: “Ya está muy ruco”, le decía a su amiga Lucía. Pero después de unos shots de tequila reposado, se animó y le pidió una foto al futbolista, quien aceptó encantado haciendo honor a su fama de ser débil ante cualquier buenorra. Se maquilló a gran velocidad y le marcó a Lucía: esto había que celebrarlo.

      —¿Dónde estás, wey? —dijo con ese alargamiento infinito de la “e” que tan despreciable le parecía a su jefa—. ¿Ya viste cuántos likes tiene mi foto de anoche? Vamos a comer al Nobu para brindar. Mira, al final tenías razón de que debía tomarme la foto con el abuelito cachondo —aceptó entre risas—. Te veo en veinte.

      Sacó de su cajón unas medias impresas de Off-White que se embutió para tapar el inacabado pedicure y salió de ahí taconeando, dejando detrás de sí la estela de su perfume, las miradas de odio de sus compañeros y a una Helena que, atónita, no podía creer que la chica se largara en horas de trabajo sin decir a dónde iba.

      Helena salió de su oficina y se dirigió al escritorio de Carmen con una orden clara:

      —Por favor, prepara la carta de despido para Claudia.

      —¿Con tres meses de aviso? —preguntó Carmen, muy oficial.

      —Ni muerta le doy tres meses. Se larga el lunes mismo.

      —Pero es viernes…

      —¿Y? —respondió Helena lanzando a Claudia una de esas miradas que podían derribar muros.

      —El lunes estará fuera —le respondió.

      Esa tarde Helena no salió a comer. Además de sentir el estómago revuelto por el día que llevaba, le quedaban varios pendientes que resolver antes de la reunión con su jefe. Y encima, tenía que hacer un trabajo largo de investigación para su curso de social media. Le esperaba un fin de semana de reclusión, sin duda. Cuando faltaban diez minutos para las cinco, tiró a la basura el sándwich medio mordido que tenía al frente y tomó su cosmetiquera para ir a retocarse al baño antes de su cita. Le encantaba que el jefe la viera espléndida. Este gesto coqueto de Helena la hizo víctima de un montón de chismes: se decía que ella negociaba sus bonos, sus viajes y sus presupuestos en la cama del jefe. Y esto era completamente falso. Helena se metía a la cama con su jefe, sí, pero la única negociación que tenían en ese momento era quién estaría arriba: a ambos les encantaba dominar.

      Helena sabía que tirarse a Adolfo era un lujo sin el cual la oficina no le resultaría igual. Su relación databa de unos tres años, y a pesar de que al principio Adolfo parecía querer algo más serio con ella, Helena tenía clarísimo que tener un novio veinticinco años menor que ella era el camino directo al fracaso. “Se lo dije tantas veces a Demi, pero nunca me hizo caso”, pensó cuando supo que su amiga se divorciaba de Ashton Kutcher. En fin. Por eso quiso ser cauta al relacionarse con su joven jefe y pronto establecieron un pacto mundano y adulto: ambos se gustaban, adoraban este juego de poder laboral e íntimo, así que podían tener sexo o incluso hacer algún viaje corto sin ninguna clase de compromiso personal y mucho menos profesional. Sí, sí. Claro. Pero la verdad era que tanto uno como el otro tenían influencia mutua, y cada uno podía lograr sus fines en el trabajo sin necesidad de un intercambio explícitamente sexual: una sonrisa, un discreto toque prohibido o algún regalito caro movían montañas si de salirse con la suya se trataba.

      Adolfo Narváez, que había empezado su carrera editorial desde muy abajo, entendía a la perfección los tejemanejes de la industria. Siendo un tipo guapo, atractivo y poderoso, decidió no casarse, porque ¿para qué tomar un desayuno continental si en la editorial tenía todo un buffet?, les decía a todos sus amigos. Y con su buen apetito, jamás se quedaba sin probar nada: a pesar de que las mujeres eran su delirio, no era tan ñoño como para dejar pasar de largo a algún chico que le hiciera “tilín”. Siempre fanfarroneaba con los camaradas diciéndoles: “Créanme: las mejores mamadas las dan los chicos”, mientras su grupete de amigos se reía, lo llamaba cerdo o bien hacía alguna mueca de fingido asco. No: nadie sabía a ciencia cierta quiénes habían escalado posiciones gracias a ensabanarse con el jefe; lo que todo mundo tenía claro era que, ya fuera por placer o estrategia profesional, nadie había quedado decepcionado.