a dejar ir. Y worst case scenario, si tu revista no funciona más, te darán otro proyecto. Que tienes veinticuatro años en la compañía, chingaos.
Veinticuatro años. Dios. De hecho, eran casi veinticinco. Helena recordó cómo los primeros veinte se habían ido como agua. Con problemas, sí, pero con un alto nivel de satisfacción. Pero los últimos se habían convertido en un verdadero lastre, un infierno en el que había caído después de disfrutar tanta gloria. Su sueño se había ido deteriorando y, encima, sus superiores le querían hacer creer que era una mujer privilegiada por conservar su empleo. Y ante cualquier queja suya o de nadie, decían siempre: “Seamos agradecidos. Hay mucha gente que quiere trabajar, mucha gente que cobraría menos”. Y con esto, no había más remedio que aguantar abusos, injusticias laborales y una absoluta prostitución de la objetividad periodística: en las revistas se publicaba sólo a quien pagaba, no a quien le interesara al lector.
Lorna y Helena pidieron la cuenta y decidieron ir de compras para despejarse y pensar. Aunque sonara paradójico, esta actividad las había ayudado en innumerables ocasiones como desbloqueante creativo. Así, un par de horas más tarde, con algunas shopping bags y un apetito feroz, llegaron al María Castaña, su restaurante español favorito, a pedir su fascinación: fideuá y una buena botella de Rioja, que quedó vacía justo antes de que el plato principal hiciera su llegada a la mesa. Eran bien conocidas en el restaurante como “las señoras que jamás se empedan”. Y sí, ambas tenían buena resistencia al alcohol y, en buena compañía, podría fluir en abundancia sin que ninguna perdiera jamás el estilo. Faltaría más.
Ya para el postre y con la tercera botella de vino casi vacía, estaban en su elemento. El gerente siempre les daba el mismo apartado al fondo que ellas llamaban “su oficina”, porque ahí es donde gustaban reunirse para juntas de trabajo menos formales. La tarde se convirtió en noche y ellas tomaban notas y más notas. Discutían y bebían. Pidieron la cena y luego una botella más de vino. Para entonces, cualquier persona estaría tirada en el piso con una congestión alcohólica, pero ellas se sentían de lo mejor: Lorna más clara y expresiva, y Helena más relajada y receptiva. Para ese momento hasta la obvia decoración de abanicos y pinturas con escenas taurinas no les parecía tan terrible como cada vez que entraban. El lugar tenía un estilo tremendamente anticuado de biombos de madera y sillas tapizadas en terciopelo rojo, además de las paredes revestidas con símbolos ibéricos. Pero era el mejor restaurante español de la ciudad y adoraban su comida. Sobra decir que después de un par de copas, hasta se sentían en casa.
—Couture es un trademark. Las encuestas dicen que cuando le preguntas a la gente de este país si conoce una revista de moda, noventa por ciento inmediatamente menciona la tuya. Ni Vogue ni la mía ni ninguna otra. Eso es algo que tienes a tu favor —dijo Lorna.
—Sí, pero se volverá más rentable cuando deje de ser sólo una revista. Tiene que ser un referente, visual, auditivo… sensorial. Tenemos que volvernos un state of mind, no un lifestyle, que eso ya está muy pasado de moda. Crear necesidad en nuestros seguidores, no darles lo que quieren, sino lo que creen que quieren…
—Y lo que van a querer —dijo Lorna.
—Muy importante. Fiestas. ¡Y concursos!
—Helena, no chingues. Eso lo hace todo el mundo y los concursos son una mierda soberana. Todo se amaña, todo se vende y no aportan nada a nadie. Tenemos que pensar más allá… ¿Qué es lo que todo mundo quiere hoy? Pues entonces, hay que darles justo lo contrario.
Helena la miró con una chispa en la mirada y llevó a lo alto su copa para brindar con su amiga por esa buena idea. A lo tonto, llevaban ya varias hojas llenas. Lorna, que era más de mente computarizada, tenía ya un esquema prácticamente terminado. Eran las tres de la madrugada del domingo y el gerente del restaurante, como lo hacía siempre, preguntó a Helena si su chofer la esperaba.
—Hoy manejé yo —dijo.
—Les pido un taxi entonces, señoras, el coche lo guardamos aquí.
—Gracias, Joaquín. Será lo mejor.
Fueron las últimas clientas en abandonar el restaurante. Ya en el taxi, Lorna cayó dormida de inmediato y Helena miraba a través de la ventanilla del coche la ciudad iluminada. Pensamientos arbitrarios iban de un lado a otro de su cabeza, en parte por el alcohol o quizá por la adrenalina de haber trabajado una idea que no estaba segura de si le gustaría a su jefe. Pensaba en esa nueva bolsa de Céline en color verde esmeralda que querría comprar ahora que fuera a los desfiles en París… pero también pensaba que quizá no tendría trabajo y que no habría París, ni mucho menos Céline. Observaba a las criaturas de la noche: jóvenes que salían de un bar, prostitutas buscando clientes y personas sencillas que estarían saliendo de trabajar y esperaban un taxi parados en la esquina. El perverso pensamiento de que ellos no tenían sus problemas la asaltó, pero automáticamente se sintió estúpida, porque era muy probable que tuvieran otros, incluso más vitales que el suyo. Basta. Decidió cerrar los ojos un momento y dar permiso al vino que le quitara un poco de conciencia. Así le daría una tregua a su fatalista cabeza.
—¿Me veo muy apaleada, Víctor?
—No, señora, se ve usted muy bien. Como siempre.
No sabía si creer a su siempre cariñoso chofer o a su estado de ánimo. El resto del domingo, Lorna y ella trabajaron maquetando la propuesta, montando imágenes en PowerPoint y tratando de mantenerse vivas y en pie a pesar de la resaca del sábado. Y aunque estaba complacida con la propuesta que habían creado, no pudo pegar ojo en toda la noche y se había levantado con zozobra. Aun así, tomó valor, se maquilló a la perfección y se enfundó en aquel traje de Dior rojo que le quedaba tan bien. Necesitaba proyectar poder, fuerza. Llegó a la editorial y antes de bajarse del coche, vio que frente a ella pasaba Claudine. Decidió esperar un momento en el coche, porque no le apetecía nada cruzarse con ella y tener que hacerle plática, máxime cuando ese día iba a despedirla. Una vez que la perdió de vista, Helena se bajó y fue hasta su oficina.
—Buenos días, Carmen. ¿Sabes si Adolfo ya llegó? —preguntó Helena nada más llegar.
—Lo acabo de ver, yo creo que casi se cruzan en el elevador.
—Muy bien. Dejo mis cosas en la oficina y subo a la sala de juntas. ¿Cómo me veo?
—Perfecta, impecable. Como siempre, se rendirán a tus pies —dijo Carmen, orgullosa de su jefa.
—Gracias, cariño. Si no fuera por ustedes… ¿Dónde está Claudia? —dijo al ver su lugar vacío.
—No ha llegado.
—Pero si la vi pasar delante de mí frente a la editorial…
—Debe de estar en el baño. O se habrá ido a desayunar a la cafetería. Cualquier cosa que la mantenga fuera de su escritorio es buena —dijo Carmen.
Helena suspiró. Tomó su iPad y se dirigió a la sala de juntas. En el camino, examinó su imagen reflejada en una puerta de cristal. No era inseguridad preguntar a los demás o al espejo cómo se veía: le costaba trabajo creerles porque se sentía devastada. Los últimos meses, entre el famoso curso, las vicisitudes de la editorial y un inesperado sentimiento de soledad física —sí, le hacía falta sexo, para qué negarlo—, habían sido bastante desgastantes. Y el fin de semana fue la cereza del pastel. Ahora sí, después del Fashion Week, me voy a tomar unas vacaciones a la playa aunque la deteste. Quiero dormir todo el día y sólo despertar para comer.
Entró a la sala de juntas y ya estaba ahí Adolfo con Anita, la directora de ventas, sentados juntos en las sillas frente a la entrada. Aquel sitio era un espacio alargado con una mesa rectangular al centro, austero y descuidado. La mesita del proyector estaba un poco caída hacia la derecha, por lo que cuando un grupo estaba viendo una presentación parecía sufrir de tortícolis colectiva. Por un lado del salón, las ventanas daban a la calle y las persianas desvencijadas dejaban pasar el sol todo el tiempo; y por el otro lado, las ventanas que daban al pasillo de la editorial estaban cubiertas con unas cortinas que antaño fueron beiges y que ahora sólo eran pardas.
—Buenos días —dijo Helena. Y no hubo necesidad