Antonio González de Cosío

Bloggerfucker


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además —dijo Lorna entre risas— el día que vaya a recoger mi cheque les voy a llevar un frasco con arañas de las gordas para soltarlas en la redacción.

      —No, cariño, no hagas eso —respondió Helena, y tras callar unos segundos continuó—: Mándalas por mensajería. Es más elegante.

      Y siguieron riendo hasta que la comida llegó.

      Al abrir el único ojo que no cubrían las sábanas de seda impregnadas del perfume de vainilla de Aerin Lauder que usaba Helena para dormir, una punzada en la cabeza la hizo cerrarlo de nuevo. Repitió la operación, pero esta vez con más cautela para que la luz del día no volviera a taladrarla. Se incorporó un poco y miró bajo las sábanas: sí, se había puesto el pijama. Se pasó una mano por la cara y, sí, también se había desmaquillado. Qué sueño más bizarro había tenido. No recordaba haber soñado algo así de raro desde que le recetaron Wellbutrin. ¿Lorna se habrá ido a su casa?, se preguntó mientras sentía la necesidad de cafeína. Intentó ponerse de pie, pero al perder el equilibrio, decidió volver a la cama un momento más y quedarse quietecita. Tenía años de no emborracharse de esa manera. Cuando se sintió con más fuerzas, se incorporó poco a poco con fin de ir a la cocina y hacerse un expreso. Triple.

      —¡Lorna! —gritó.

      Pero el propio sonido de su voz latigueó una vez más su cabeza y decidió hacer una rápida búsqueda de su amiga… en silencio. Le preocupaba que la muy inconsciente se hubiera marchado en aquel estado, aunque no sería la primera vez que lo hiciera. Se asomó a la sala y nada. Tampoco en la cocina. Ni en el comedor. Entró al baño para lavarse la cara y por el espejo distinguió un bulto dentro de la bañera.

      —¡Cariño, despierta! ¿Estás bien? —dijo, sacudiéndola preocupada. Lorna abrió los ojos y se llevó rápidamente la mano a la cara para tapar la luz. Gruñó.

      —¡Ay! ¿Qué estoy haciendo aquí?

      —Dándote un baño de burbujas, estúpida. ¿Qué vas a estar haciendo? Te viniste a dormir la borrachera al baño. Ven, sal de ahí, que está frío.

      Lorna se incorporó. No se acordaba de nada. Salió de la tina y se sentó en la taza.

      —Vamos, componte un poco y ven por un café —le dijo Helena.

      —Creo que vine a vomitar, pero para no caerme me metí primero en la tina y de ahí saqué la cabeza para…

      —No me des detalles. Amaneciste en la tina, punto. Una mala decisión que el alcohol te hizo tomar.

      —Nos hizo, nena, nos hizo. Que tú no estuviste bebiendo tecito de manzanilla.

      —Pues hasta donde yo sé, me desperté en mi cama, con el pijama puesto y desmaquillada.

      —Eso no cuenta: hasta anestesiada te pondrías crema de noche. Eres la borracha que hace menos borrachadas. Hasta para eso eres control freak.

      —Calla y ven a la cocina. Necesitamos un café y mi smoothie para curar la resaca.

      Helena había vivido en Los Ángeles en los años ochenta, cuando la cultura de la healthy life se puso de moda. Entonces, pasó a formar parte de las huestes de santa Jane Fonda y su disciplina aeróbica. Resultó ser tan buena alumna que la Fonda la recomendó para hacer un papel como extra en la película Perfect, recomendación que aceptó encantada porque moría por conocer a Travolta. Cuando algún curioso la descubría en la película y se lo hacía saber, Helena sólo respondía: “Fue una experiencia muy interesante: Travolta era delicioso y Jamie Lee Curtis insoportable, pero me enseñó a hacer unos smoothies divinos”. De modo que, si Helena le ofrecía a alguien uno, significaba que en verdad lo consideraba su amigo. Con Lorna siempre compartían el sana-crudas, aunque a Helena la palabrita cruda le sacaba ronchas. Prefería resaca.

      Lorna entró aún tambaleante a la cocina mientras Helena ponía una serie de ingredientes en el extractor de jugos. Se detuvo un momento tratando de hacer memoria: ¿llevaba chía o jengibre? Siempre lo olvidaba. Buscó su teléfono: ahí tenía la receta. De pronto, recordó algo que la abofeteó. Desesperada, salió hasta la sala para buscar el teléfono. Que sea una pesadilla, Dios, se repetía en voz baja. Al encontrarlo, suspiró aliviada: el teléfono seguía apagado y sin batería.

      —¿Qué haces? Estoy demasiado cruda para verte como una ardilla con speed. Haz ya el puto batido ese y siéntate un momento, que me mareas. Pero antes prepárame un café, por lo que más quieras.

      —Ya te lo hago. ¡Qué alivio! Es que por un momento creí que habíamos hecho una locura. Pero seguro lo soñé.

      —¿Qué locura? Me encantan esos sueños…

      —Soñé que me habías tomado fotos haciendo un strip-tease y se las habíamos mandado a Adolfo. Pero nada, mi teléfono sigue muerto.

      —Sí, por eso las hicimos con el mío —dijo Lorna, sacándolo de su bolsillo.

      —¿Cómo?

      Helena le arrebató el teléfono de la mano y, aterrorizada, no sólo descubrió toda la sesión de fotos de su strip-tease, sino también que, en efecto, se las habían mandado a Adolfo.

      —¡Lorna, maldita sea! ¿Cómo hiciste tamaña estupidez? —dijo extendiéndole el teléfono.

      —No, no las mandamos. Era puro blofeo…

      Lorna tomó su teléfono y checó su WhatsApp. Trató de no ser demasiado expresiva cuando descubrió que no sólo había mandado las fotos, sino hasta un videíto de saludo personalizado para el destinatario. Ahora sí me va a arrancar las tetas a mordiscos, pensó. Se propuso seriamente dejar de beber de aquella manera o, por lo menos, hacerlo lejos del teléfono. Le daba por llamar desde a su madre hasta sus ex, y lo único que conseguía es que no le dirigieran la palabra cuando se la topaban en la calle.

      —Sip. Sí las mandamos —dijo Lorna resignada.

      —Joder, joder… Que la primera noticia mía que tenga después de irme de la editorial sea ésta… ¡Joder!

      —Pues debe estar feliz: te despide y encima le mandas fotos cachondas —dijo con una risotada que tuvo como castigo una punzada en la cabeza.

      —Mierda.

      —Mira, creo que es mejor que piense que te la estás pasando bomba a que estás tirada en la cama llorando, ¿no?

      A Helena esa idea no le disgustó del todo. Echó a andar el extractor y terminar el famoso smoothie: decidió finalmente ponerle jengibre. Lo sirvió en sendas copas y le extendió el suyo a Lorna, quien se lo llevó directo a la boca para darle un gran sorbo. Siempre le caía de maravilla.

      —Menos mal que no soy tan ducha con las redes sociales. Imagínate que hubiera subido esas fotos a tu Instagram: ahora serías la milf más fashion del mundo.

      —De entrada no puedo ser milf porque no soy madre, déjate de cosas.

      —Es un decir, nena. No te vayas a hacer la adolescente a estas alturas. Pero ya te digo que con esas fotos te hubieran aumentado un montón los seguidores en Instagram.

      —Imagínate que me hubieran visto miles de personas. Qué vergüenza. Por más que lo estudio, que lo hago consciente, no logro entender este gusto por la sobreexposición.

      —Sí, estoy contigo. Es como el erotismo y el porno —dijo Lorna—. Cuando eliminas el misterio todo se vuelve obvio, soez. Enseñar tus zapatos a todo el mundo es vulgar. Me parece más excitante llegar a una fiesta y que el hombre más guapo recorra tus piernas para admirarlos. Que te los elogie un grupo pequeño de personas a las que tengas enfrente, a las que sientas. Esto no lo tienen las redes por ninguna parte.

      Helena se quedó pensando. En efecto, las redes carecen de ese toque humano, que cada vez nos hace más falta como sociedad. La gente ya no vive un momento: lo documenta. Estaba de acuerdo con Lorna en que era mucho más excitante que un grupo pequeño te admirara, porque causas una impresión más indeleble. Siempre había creído que lo masivo se diluye y que