de darle.
—¿Quieres mi regalo, darling? Esta marca me saca granos. Bueno, nos vemos prontito —dijo con los labios en punta y mandando besos al aire—. Pero qué gente más fea —soltó Claudine cuando se marchaba a toda prisa y se llevaba de corbata a un mesero que pasaba por ahí—. Quita, pendejo —le espetó sin siquiera voltear a verlo.
El mesero, mientras se recomponía, la miró y repitió: “Sí, qué gente más fea”.
A Carmen siempre le había fascinado la arquitectura del edificio de AO. Desde el primer día que entró a trabajar a la editorial se sintió afortunada por trabajar en un sitio tan bonito. Ubicado en una alejada zona boscosa de la ciudad, era luminoso y hasta etéreo, gracias a sus paredes acristaladas y sus paredes azul pálido. Tenía incluso un aire celestial, aunque lo que sucedía día tras día en ese sitio podía ser cualquier cosa, menos divino. Uno de sus pasatiempos favoritos era mirar, cuando nadie la veía, las oficinas privadas de los grandes jefes. Ahí, metidos en esas peceras gigantescas, a veces olvidaban que estaban expuestos y ofrecían gratuitamente el mejor reality show del mundo: personas que lloraban, hablaban solas, comían a escondidas, se sacaban los mocos y hasta jugaban con su genitalia cuando creían que nadie los veía. Como los escritorios eran idénticos para todos, Carmen pensaba que aquello de las oficinas privadas era una tontería, porque, a fin de cuentas, todo estaba a la vista. La privacidad era bastante relativa.
Entre los elevadores y la redacción de Couture estaban las oficinas de unas seis o siete revistas, un recorrido relativamente largo. Por eso, cuando Claudine llegaba, tenía que anunciarlo a todo pulmón.
—¡Carmen, mi café!
Carmen salió de su ensimismamiento para sentir un escalofrío que le bajaba por la espalda. Ya llegó esta mujer, se dijo. No entendía por qué gritaba desde el momento en que ponía un pie fuera del elevador. Sus taconeos se fueron haciendo más recios y sintió un vacío en el estómago que comenzaba a preocuparla. Ya había tenido una úlcera antes, causada quizá por Helena, nunca lo supo bien a bien.
—Mándala a la mierda de una buena vez —dijo Eduardo, aproximándose a ella.
—No puedo, es mi jefa ahora.
—Es tan imbécil… no se da cuenta de que meterse a la cama con el maestro de ceremonias no la hace dueña del circo.
—Si por lo menos hubiera aprendido un poco de Helena, pero parece que quiere borrar todo vestigio de ella. Eso de usar parte del presupuesto editorial para redecorar la oficina es de las cosas más descabelladas que he visto desde que trabajo aquí.
—Y las que te quedan, Carmelita. Bueno, me largo, que ahí viene la perra esa —dijo Eduardo corriendo a su escritorio.
Sí, Claudine quiso borrar el paso de Helena por Couture. En el momento en que tomó posesión de la oficina de Helena, dijo en voz alta y clara: “¡Mi oficina, por fin!”, y de inmediato mandó bajar de la pared posterior al escritorio una enorme foto enmarcada del New Look 1947 de Dior. Para el equipo fue un sacrilegio, porque esa foto era parte de la personalidad de la redacción. Pero a Claudine le importó un pepino. Al día siguiente, mandó pintar las paredes de verde menta y trajo de su casa un cuadro de Lichtenstein, por supuesto, original. Adolfo pasó al día siguiente y cuando le dijo: “Cómo me gusta tu Lichte”, casi lo abofetea, porque pensó que le había hecho una broma en tono sexual. Cuando le aclaró que se refería al cuadro, Claudine se sonrojó, cosa que escasamente hacía. No: no sabía quién era el autor y muy probablemente su madre lo había comprado porque hacía juego con el tapiz de la sala.
Sin saludar a nadie, Claudine entró a su oficina y desde ahí, pegó otro grito:
—¡Eduardo!
Como si estuviera caminando al cadalso, Eduardo acudió a su llamado. Le dio los buenos días, aunque ya sabía de antemano que ella nunca le devolvía los saludos.
—Anoche estuve revisando la historia de moda que hiciste en Nueva York. Y no me gusta —dijo sin siquiera verlo.
—¿Qué es lo que no te gustó, Claudine? —preguntó Eduardo haciendo acopio de templanza.
—No sé. Nada. En general no me gustó.
—Me ayudaría mucho que fueras más específica…
—La modelo se ve rara.
—Pero fuiste tú quien insistió en contratarla. ¿No era la hija de una amiga tuya de Nueva York?
—Ah, sí. Dominica. Pues no sirve.
—No, no sirve, te lo dije desde que te empeñaste en usarla. Fue una pesadilla trabajar con ella, pero hicimos nuestro mejor esfuerzo y creo que la sesión se salva…
—A ver, alto ahí: no quiero sesiones salvadas ni planes B. Quiero maravillas que demuestren que ésta es una nueva era de la revista. Se acabó lo “medianito”.
Eduardo la vio con un odio que podía fulminarla. Pensaba que sólo era una puta mediocre y vulgar que se largaría de ese puesto en cuanto el jefe se diera cuenta de que hasta en la cama era una pendeja. Pero ni hablar: mientras eso sucedía, tenía que lidiar con esa pendeja le gustara o no.
—Te entiendo, Claudine, pero si quieres excelencia, debes escuchar a quien sabe un poco más de este negocio. El micromanagement puede ser peligroso, y aquí está la prueba. Te has metido en el trabajo de todos y, cuando las cosas no salen bien, nos culpas a nosotros. Dirige, da tu punto de vista. Di lo que quieres, pero no obstaculices nuestro trabajo. No si quieres hacer una revista bien hecha.
Con la cara roja como suela de Louboutin, le preguntó:
—¿Estás diciendo que no sé lo que hago?
—Sí, exacto, eso digo. ¿O me equivoco? Pero no tienes por qué saberlo. Eres nueva en el puesto y no tienes experiencia, pero eso no es malo: aprenderás porque eres muy lista, ya lo verás. Pero por ahora, deberías dejarnos tomar la última palabra, por tu propio bien. Y, sobre esta historia de Nueva York, ¿reshooteamos o… hacemos plan B? Piénsalo y me dices. Voy a mi lugar —dijo Eduardo, enseñando su dentadura, triunfante, y dejando tras de sí a una Claudine furiosa que no tuvo más remedio que descargar su rabia pidiendo a gritos su café, que Carmen trajo de inmediato.
¡Putísima, está ardiendo! ¡Pinche café! Lo hacen a propósito estos infelices. ¡Los voy a correr a todos! Pero, si los corro, ¿quién va a hacer la revista? No soy buena contratando gente. ¿Cómo se hará para reconocer el talento? Aquella chica que se vestía precioso que contraté para las redes sociales nos salió ladrona. A ella sí que la echaron con policías y todo porque se llevó los zapatos de Vuitton que iban a usar para unas fotos. Claro, dijo que fue un error, pero cero le creo. Ni modo: tengo que quedarme con esta caja de serpientes hasta que esté más fuerte en el puesto. Eso sí: por cabrones, voy a adjudicarme todo su trabajo. Ya me cansé de ser la buena del cuento.
—Claudine, te necesitan arriba para una reunión de emergencia con Adolfo y el equipo de ventas —dijo Carmen entrando a su oficina y bajándola de golpe a la tierra.
—¿Es muy importante que vaya? —dijo conteniendo un bostezo.
—Mucho. Adolfo pidió que subieras de inmediato.
De mala gana, Claudine obedeció. Cuando llegó a la sala de juntas, Anita, la directora del equipo de ventas y uno de sus ejecutivos, rumiaban algo que, dadas sus expresiones, no debía ser nada bueno. El ambiente estaba tenso, pero Claudine no se daba por enterada. Mandó un saludo al aire que fue contestado con monosílabos sin entusiasmo. Tomó asiento en la cabecera porque ¿dónde más podía sentarse ella?, y siguió dándole a la pantalla de su teléfono. Arrugó la nariz al percibir un aroma raro y miró a su alrededor tratando de averiguar de dónde podía venir.
—Como que se les fue la mano con el Pinol cuando limpiaron aquí, ¿no?
—No, Claudine, es mi perfume —dijo Anita, entre molesta y avergonzada.
Salvando la situación, Adolfo entró a la sala como un torbellino rechinando los dientes. Claudine,