Sally Green

Los reinos en llamas


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incluso pollos y cabras, pero se había instalado en agradables y extensos pastizales. Siete días de lluvia y miles de botas pisoteando el suelo lo habían cambiado todo. Ya no quedaban rastros de hierba, sólo se veía el fango espeso intercalado con charcos de agua marrón, sobre los cuales nubes de diminutas moscas colgaban como humo a la luz de la mañana.

      —Mosquitos —se quejó Tanya, golpeándose el cuello—. Ayer me picaron todo el brazo.

      Davyon eligió una ruta por el campamento que estuviera lo más seca posible, pero mientras se movían entre las tiendas percibieron algo más suspendido en el aire, además de los mosquitos: un olor —no, un hedor— de restos humanos y animales.

      Catherine cubrió su rostro con la mano.

      —Este aroma es bastante abrumador.

      —He estado en granjas con aromas más dulces —dijo Tanya.

      Un poco más adelante, algunas de las tiendas estaban completamente anegadas. Los soldados caminaban con barro hasta los tobillos y nubes de mosquitos a su alrededor.

      —¿Por qué no han trasladado sus tiendas? —preguntó Catherine a Davyon.

      —Son los hombres del rey. Necesitan estar cerca del rey.

      —Necesitan estar secos.

      —No esperábamos que las lluvias duraran tanto, pero los hombres son resistentes. Es sólo agua, y como Su Alteza dijo, las lluvias parecen haber terminado.

      Catherine salpicó de fango al pasar a un grupo de soldados en una pequeña isla de tierra relativamente seca. Los hombres saludaron y sonrieron.

      —¿Cómo se las arreglan con la lluvia? —preguntó.

      —Podemos con cualquier cosa, Su Alteza.

      —Ya puedo sentir que mis botas están empapadas y sólo he estado aquí un momento. ¿No tienen los pies mojados?

      —Sólo un poco, Su Alteza —admitió uno.

      Pero otro hombre más osado agregó:

      —Empapados, y así llevo varios días. Mis botas están podridas, los pies de Josh se han vuelto negros y Aryn tiene fiebre roja, por lo cual es posible que no lo volvamos a ver.

      Catherine se volvió hacia Davyon.

      —¿Fiebre roja?

      Davyon hizo una mueca.

      —Es una enfermedad. Los médicos están haciendo lo que pueden.

      Catherine agradeció a los hombres por su honestidad y partió de nuevo. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de los soldados, le susurró a Davyon:

      —¿Hay hombres muriendo de fiebre? General, esto no es lo que esperaba de usted. ¿Cuántos han enfermado?

      Davyon rara vez mostraba sus emociones y su voz ahora reflejaba más cansancio que irritación.

      —Un hombre de cada diez muestra síntomas. No quería molestarla con eso.

      Catherine estuvo a punto de maldecir.

      —¡Son mis hombres, mis soldados! —dijo—. Yo quiero saber cómo están. Usted debería haberme informado. Debería haber trasladado el campamento. Hágalo hoy, general. No podemos asumir que las lluvias no volverán. E, incluso si así fuera, este lugar ya es un lodazal, lleno de moscas y suciedad.

      Davyon se inclinó.

      —En cuanto Su Alteza regrese sana y salva al complejo real comenzaré el proceso…

      —Comenzará el proceso ahora. Tengo diez guardias conmigo, Davyon, no necesito que usted también venga. Y me parece que ahora tengo más probabilidad de morir ahogada o de fiebre que por la flecha de un asesino.

      Los labios de Davyon permanecieron apretados cuando volvió a inclinarse y se marchó sin decir palabra. Catherine continuó su recorrido, deteniéndose eventualmente para hablar tanto con sus hombres cabezas blancas como con los cabezas azules de Tzsayn. La mayoría parecía feliz de verla y todos preguntaron por su rey.

      —Sabíamos que lograría escapar de Brigant. Si alguien podía hacerlo, era él.

      Catherine sonrió y dijo lo orgullosa que estaba Tzsayn de sus hombres por su lealtad y coraje. Era evidente que ninguno sabía que Tzsayn estaba enfermo y quizá sería mejor mantener así las cosas.

      La joven se detuvo en el extremo norte del campamento desde donde podía ver el Campo de Halcones. También estaba irreconocible, al igual que el lugar donde los soldados de Pitoria habían luchado y vencido a los de Brigant. El río se había desbordado y había inundado todo. Lo único distintivo que quedaba era un poste de madera torcido que se asomaba en ángulo desde el agua marrón: los restos de la carreta a la cual había sido encadenada, y que de alguna manera había sobrevivido tanto al fuego como a la inundación. En la orilla lejana, donde las tropas de su padre se habían reunido, no quedaba más que hierba. En los días posteriores a la batalla, los soldados de Brigant se habían replegado hasta las afueras de Rossarb, a medio día de viaje hacia el norte. Nadie sabía cuándo atacarían de nuevo o si lo harían, pero mientras su padre tomaba una decisión, no había sido tan insensato para quedarse más tiempo en un pantano.

      Mientras Catherine examinaba el suelo, sintió una presión en el estómago. En los mapas mostrados durante las reu­niones de guerra, todo parecía de alguna manera remoto, pero aquí el verdadero alcance de su difícil situación se sentía incómodamente real.

      Incluso si Catherine había escapado de sus garras, Aloysius había conseguido casi todo lo que quería con su invasión: oro del rescate de Tzsayn para financiar su ejército y el acceso al humo de demonio en la Meseta Norte. Su ejército se había retirado, pero no había sido derrotado, mientras que los hombres de Catherine estaban hundidos hasta las rodillas en el barro, asolados por la fiebre.

      Apretó la mandíbula. Deseó que Tzsayn pudiera ayudarla, pero por ahora tendría que arreglárselas por su cuenta.

      AMBROSE

      CAMPAMENTO REAL,

       NORTE DE PITORIA

      La enfermería se sentía fresca a la luz de la mañana. El coro de la madrugada, compuesto de gemidos, toses y ronquidos había dado paso a conversaciones tranquilas salpicadas con maldiciones y débiles gritos de ayuda. Ambrose yacía de costado en su desvencijado catre mirando hacia la puerta, deseando que la próxima persona que entrara fuera Catherine. Ella le sonreiría mientras se acercaba, caminando rápidamente y dejando a sus doncellas muy atrás, como solía hacerlo cuando lo veía en el patio del establo del castillo de Brigant. Ella tomaría su mano y él se inclinaría para besar la de ella. Él rozaría con los labios la piel de Catherine, respirando sobre su mano, inhalando su olor.

      El hombre detrás de Ambrose tosió ruidosamente, luego escupió.

      Ambrose llevaba ahí una semana. Al principio había estado seguro de que Catherine lo visitaría, pero cada vez menos ahora. Había pensado en ella todos los días, recordando los días que había pasado a su lado, desde aquellos primeros en Brigant, cuando cabalgaba junto a la joven por la playa, hasta aquellos gloriosos días en Donnafon, cuando la había sostenido en sus brazos, acariciado su suave piel, besado sus manos, sus dedos, sus labios.

      El bramido de dolor de un hombre llegó desde el otro extremo del recinto.

      ¿Pero en qué estaba pensando? Catherine no debía venir aquí. El lugar estaba lleno de miseria y enfermedad. Él tenía que salir y buscarla. Pero para hacer eso, tendría que caminar. Había sido herido en el hombro y la pierna en la batalla de Campo de Halcones. Algunos soldados sanaban de peores heridas que las suyas, mientras que otros hombres se daban por vencidos y morían de heridas menos graves. Hubo un momento, después de la batalla, cuando pensó que no podría continuar, pero esa desesperación lo había abandonado y ahora sabía que nunca se rendiría. Lucharía por Catherine y por él.