personas bien instaladas [...] estoy interesado en los que han recibido muy poco o nada. Estoy interesado en encontrar a los que se arrastran en el fango, porque les dijeron que no había nada que hacer con ellos, y ellos se lo creyeron» 2.
En este tercer milenio es urgente abrir la puerta de la santidad a los pobres y a los heridos, porque la parábola de los invitados al banquete es una verdadera esperanza para ellos. Todos aquellos que, perfectos y fuertes, habían sido invitados normalmente al banquete se negaron a ir. Entonces dijeron a los sirvientes: «Id a los caminos, juntad a los pobres, todos los que estén por las ciudades y calles, hasta llenar la sala del banquete» (Lc 14,21).
La santidad debe ser ofrecida «a lo largo de los caminos», porque Dios quiere llenar la sala de su banquete con pobres y con heridos. Maxence Van Der Meersch decía:
Cualquier hombre puede ser un santo en el mismo instante que lo quiera, aunque exteriormente, a los ojos del mundo, él no sea nada más que vicio y fango.
Cuando, durante una vida entera, los demonios de su corazón le disputaron el ser y ese hombre se precipitó sucesivamente, con toda la evidencia de sus apetitos, en dirección a los innumerables espejismos del orgullo y de los instintos, en dirección a los fantasmas engañadores y mentirosos que son las pasiones humanas, llegará un momento en que se sentirá acabado. Está consumido, aniquilado, vacío.
De esa ruina, ese ladrón, ese borracho, ese depravado, irremediablemente entregado a su vicio, a no ser que haya un milagro de la gracia, ¿quién querría aún saber de él? Solo Dios puede acoger este destrozo. Dios y solo Dios, porque ¡nadie caerá demasiado bajo a los ojos de Dios!
Esa basura, esa porquería, ese desecho que vosotros, hombres, ya no queréis, que ya no quiere nada de sí mismo, dádmelo, dice el Eterno, y que él acepte humildemente reconocer su miseria, agarrarla y luchar. Entonces, para mí, esa vida de vergüenza y de ignominia a los ojos de todos, yo la consumiré como incienso 3.
Los heridos por la vida, los débiles, los alcohólicos, los drogadictos, los dependientes de todo tipo, los pobres que aceptan sufrir su miseria y luchar a pesar de todo, se abren a la misericordia y entrarán, como el buen ladrón, en el Reino de Dios antes que los puros que ponen su confianza en sí mismos, contando con sus virtudes naturales. «Los primeros serán los últimos; los últimos serán los primeros» (Mt 19,30).
EN LA BASURA
Tal es el amor de Dios que invade el corazón en cuanto esté presente la menor abertura o grieta por donde la gracia pueda penetrar. Fue así como el Hijo del hombre encontró, en medio de la basura, la dracma perdida, acuñada con su propia efigie. Fue así como él recuperó de en medio del cieno lo que estaba perdido. Dios nació en la pobreza de un establo y quiere encontrarnos en la basura y en la pobreza de nuestras miserias.
En medio de los espinos encontró a la oveja perdida y herida. «¿Quién podrá desesperar –dice san Agustín– si el buen ladrón espera? Nadie se puede considerar excluido de la misericordia divina cuando sabe que ese ladrón fue acogido» 4.
De eso es también testigo Jacques Fesch, el criminal de 24 años cuyo proceso de beatificación ha sido anunciado, el cual, en su prisión, se escribía con Marte Robin y a quien, pocas horas antes de ser guillotinado, escribía: «Espero en la noche y en paz. Tengo los ojos fijos en el Crucificado. Jesús me prometió que me llevaría con él, ¡espero al Amor! Dentro de cinco horas veré a Jesús...».
¿LA VIRTUD O LA SANTIDAD?
Cuando leemos a los autores espirituales, vemos que muchas veces usan expresiones como «subir», «avanzar», «progresar». Subir la escalera, ir hasta la cumbre, tal es la concepción filosófica y moral de la perfección que data de los pensadores griegos y de los estoicos. Olvidamos que tal esquema de perfección está en contradicción con lo que propone el Evangelio.
André Louf, monje cisterciense, explica el peligro de comprender mal y equivocarnos de escalera:
Los autores se creen obligados a hablar de grados o de una cumbre; pero es grande el riesgo de ser mal comprendidos. Puede dar la impresión de que lo que interesa por encima de todo es hacer progresos, subiendo siempre más alto: excelsior. Lo que importa, sin embargo, es que escojamos bien nuestra escalera. Porque hay escaleras que no sirven: las de las virtudes meramente humanas, por ejemplo. Solo hay una escalera buena, la de la humildad. Esa escalera se sube bajando. Es preciso subirla bajando y bajarla elevándose. No existe otro camino ni otra virtud para el cristiano fuera de este abajamiento en la pequeñez y en la pobreza 5.
Además, ¿qué otro camino podríamos tomar sino el de la bajada, si aquel a quien llamamos el Camino «se rebajó» siendo él de condición divina? Es a esta bajada a la que también nosotros estamos llamados, «perdiendo nuestra vida para ganarla», «en desnudez y desapropiación», dirá el autor de la Subida del monte Carmelo. Porque, para él, la subida es, antes que nada, bajada. A los que le dicen querer hacer la ascensión del monte Carmelo, san Juan de la Cruz responde, si comprendemos bien su obra: «Decid más bien una bajada».
Sin quererlo o saberlo, muchos heridos y pobres descienden con Cristo en su agonía y en su cruz y pasan las noches terribles del despojamiento.
DIOS NO VE COMO NOSOTROS
No hay verdadera santidad sin humildad, sin ese descenso al corazón de nuestra pobreza. Si no queremos descender y aceptar ser humillados con Cristo humillado, entonces Dios se retirará e irá a lo largo de los caminos a buscar a los pobres y hará de ellos santos.
Considerando la necesidad absoluta de humildad y el peligro del orgullo espiritual, el P. Garrigou-Lagrange, dominico, decía: «Dios permitirá que algunas almas que se creen avanzadas en la vida espiritual caigan en pecado mortal para separarlas del apego que ellas tienen a sus virtudes».
Dios no ve como nosotros. Ve más lejos que nosotros. Espera más que nosotros. M. Van der Meersch afirma:
En aquel marginado, en aquel adúltero, en aquel invertido, sí, digámoslo con valentía, hay aún materia suficiente para hacerse un santo, aunque sea tarde para que él deje de ser marginado. Cada uno puede alcanzar la santidad a partir del lugar donde está, a partir de su más sórdida bajeza.
Dios puede descender al fango para transformar a alguien en santo.
Todo puede transformarse en gracia, «incluso el pecado», decía san Agustín. Incluso nuestra sexualidad herida y nuestras neurosis, añadiríamos nosotros, con la condición de hacer de ellas una ocasión de apertura, de acogida, de compartir. Por eso no debemos despreciarlas. Sí, tenemos que aprender a dar buen uso a nuestras neurosis. Ellas son materia prima para la santidad.
Imaginad al Señor viniendo a nosotros como un chatarrero. Va cogiendo nuestros desperdicios, nuestros desechos, nuestros restos para transformarlos en cosas nuevas. Imaginad al Señor haciéndose jardinero para ir a coger las flores que nacen aquí y allí. Se encuentran en medio de la basura flores tan bellas y tan olorosas como en los grandes salones con aire acondicionado. Imaginad al Señor como un jardinero que sabe que algunas flores crecen debajo de las escaleras, en lo oscuro, en la humedad, en las fosas mejor que a pleno sol. Es más, es solo por gracia por lo que algunas florecen a pleno sol, ¿no es verdad?
Daniel-Ange afirma:
En un mundo en el que tenemos cada vez más niños heridos por la vida, será precisamente toda esa fragilidad psicológica y afectiva la que se transformará en camino para la santidad. Todo lo que nos parecían limitaciones se transformará en medio de santidad.
Sí, entramos en la era de la santidad de los pobres, de los pobres de amor, los pobres de afecto, los pobres de cultura, incluso los pobres de vida religiosa. Creo que cuanto más carga un ser una limitación o una herida, tanto más ese sufrimiento lo precipita en el corazón de Dios.