«Exhorta a los pastores de la Iglesia y a todos los fieles a que ayuden, sin escatimar sacrificios, a las escuelas católicas en el mejor y progresivo cumplimiento de su cometido y, ante todo, en atender a las necesidades de los pobres, a los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia o que no participan del don de la fe» (GS 9,3).
En un contexto de evidente crisis del sistema educativo tradicional y de la significatividad de las escuelas católicas, la Iglesia publica un valiente documento 2 en el que se recogen algunas críticas que se hacían a las escuelas de la Iglesia. El texto señala que muchas escuelas católicas son «proselitistas», con un fin meramente religioso; que son «anacrónicas», ya que el Estado se encarga de la educación universal y no necesita suplencia; que son «elitistas», ya que muchos países no la subvencionan y que no logran «formar cristianos convencidos [...] en el campo social y político». Finalmente, el documento se pregunta si no sería mejor dedicarse a «una obra evangelizadora más directa», dadas las muchas dificultades que hay en la educación actual.
El documento pone de manifiesto la crisis de identidad de la escuela católica, que, a pesar de todos los esfuerzos que hace, no termina de cumplir bien su misión evangelizadora. Los alumnos salen de ella con un buen índice académico, pero no se despierta en ellos la adhesión a la persona de Jesús y al proyecto que proponen las bienaventuranzas. Ingresan en universidades competitivas, pero permanecen indiferentes ante el drama de los excluidos. Muchos de los que salen son perspicaces, emprendedores, políglotas, innovadores, pero moral y religiosamente infantiles. Los más críticos se preguntan: ¿por qué tantos esfuerzos están abocados a la irrelevancia y el fracaso?, ¿qué sentido tienen las escuelas de la Iglesia si no son capaces de transformar la sociedad desde los valores del Evangelio?, ¿ha perdido el cristianismo la capacidad de fascinación que tuvo en otros tiempos?
Los muchachos de la escuela de Barbiana también se hacen eco de la profunda crisis por la que estaban pasando las escuelas de la Iglesia: «Hace tiempo existía una escuela confesional. Tenía un fin digno de buscarse. Pero no servía para los ateos. Todos esperaban que la sustituyerais por algo grande. Al final habéis dado a luz un ratón: la escuela del provecho individual. Ahora ya no existe la escuela confesional. Los curas han perdido el reconocimiento y dan notas y títulos como vosotros. También ellos proponen a los chicos el dios Dinero» 3. La hermosa Carta a una maestra propone que la nueva escuela tenga un fin que sea honesto y grande, que sirva a los creyentes y a los ateos; es decir, que eduque a los niños para dedicarse al bien del prójimo.
El fin humanista de la educación se desvirtuó con la llegada del pensamiento ilustrado y después con la Revolución industrial, que requería buenos técnicos. Los sistemas educativos se centraron en el desarrollo de la razón instrumental, que llegó a convertirse en el criterio principal que decide y justifica los comportamientos sociales, económicos y políticos. Esta mentalidad instrumental, que caracteriza a la sociedad moderna, ha penetrado profundamente en todas las estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de vida. La consecuencia ha sido el olvido de la persona como centro de la pedagogía en aras de su utilidad para integrarse en una sociedad productiva.
La misma racionalidad instrumental también ha contribuido a debilitar la vitalidad de la comunidad cristiana, la vocación y entrega de los educadores y el proyecto educativo integral de las escuelas católicas, olvidando a los que la sociedad descarta por improductivos. Esta debilidad o crisis de identidad reside en un replanteamiento de las finalidades; por ello no puede ser subsanada por nuevas metodologías que solo proponen un cambio superficial. Se necesita un nuevo paradigma que ponga a la persona en el centro de la educación y una verdadera comunidad cristiana educativa que viva el Evangelio con alegría y sea capaz de transmitirlo a los alumnos.
El fracaso del modelo de la Ilustración obliga a construir un nuevo discurso pedagógico y una praxis educativa que ponga la memoria de las víctimas como punto de partida, como un imperativo de donde brota una nueva ética y, por consiguiente, una pedagogía que construya humanidad. Una escuela católica renovada ha de ser capaz de dar una respuesta a los que el sistema descarta.
El documento vaticano de 1977 ofrece la clave para recuperar la fuerza transformadora de la educación católica, que reside en la referencia a la concepción cristiana de la realidad: «Los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y, al mismo tiempo, en metas» (EC 34). Desde este enfoque, la identidad católica de la escuela no residiría tanto en las acciones de tipo pastoral como en los principios evangélicos que sostienen el proyecto educativo: la misericordia con los más débiles, la limpieza de corazón, el perdón a los enemigos, el trabajo por la paz, el amor a la verdad y la justicia, la igualdad entre las personas y el sentido de comunidad. No se trata solo de enseñar la doctrina cristiana, sino de hacerla posible en su propio proyecto educativo: «No se limita, pues, a enseñar valientemente cuáles son las exigencias de la justicia, aun cuando eso implique una oposición a la mentalidad local, sino que trata de hacer operativas tales exigencias en la propia comunidad, especialmente en la vida escolar de cada día» (EC 38).
Los evangelios están llenos de relatos de cómo Jesús acoge a los marginados, los cura, les devuelve la dignidad y los integra a la comunidad. Anuncia la Buena Noticia a los pobres: ciegos, cojos, encarcelados, enfermos y extranjeros, y les da un puesto en el banquete del Reino.
Sin duda, uno de los relatos que mejor muestran la misericordia de Dios con los pobres es la parábola del buen samaritano, un referente ineludible para los que se dedican a vendar las heridas de las víctimas de la injusticia y que han sido arrojadas a las cunetas de los sistemas sociales vigentes. A las escuelas también acuden niños heridos por la ignorancia y la pobreza, por la falta de afecto y por la ausencia de un sentido a la vida. Asisten niños con problemas de aprendizaje y de conducta, niños con carencia de afecto de la familia y de valores consistentes. Y fuera de los muros de la escuela todavía siguen muchos excluidos que necesitan de una Iglesia y una escuela más comprometidas con ellos.
El lector comprobará que en el libro se han incluido de modo explícito algunos aspectos educativos de la tradición judeocristiana recogida en la Biblia e interpretada por el magisterio de la Iglesia, además de algunos autores de marcada inspiración cristiana. El referente religioso explícito puede aportar mucho a la pedagogía actual, ya que ofrece una tradición secular ampliamente probada: una cosmovisión y una antropología completa e integral. «Todos los grandes proyectos de renovación educativa siempre nacieron de una antropología potente manifestada en una utopía de nueva persona y nuevo mundo» 4.
La intención de Jesús al narrar la parábola no es solo de orden ético. El compromiso de cuidar al pobre, víctima de la injusticia, nace de la experiencia de encuentro con Dios que tiene el samaritano y que le lleva a curar las heridas producidas por el pecado y la injusticia de los hombres. No lo entendieron igual el sacerdote y el levita, que pasaron de largo sin implicarse. En la parábola del juicio final (Mt 25,31-46) se desvela una convicción central de la fe cristiana: los pobres son la presencia viva de Jesús. Por eso dice a sus discípulos: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40), refiriéndose a los enfermos, los encarcelados, los hambrientos, los sedientos y los extranjeros.
El proyecto educativo de una escuela samaritana «en salida» se mueve en dos direcciones. Por una parte, debe ser como un «hospital de campaña» 5, con capacidad de sanar las heridas de los apaleados por el sistema; es decir, de los niños más vulnerables y que se descartan. Por otra, ha de ser el «laboratorio de un mundo nuevo» donde se puedan vivir los valores del Evangelio; especialmente la compasión y la justicia. En esta segunda dirección se plantea este libro.
Con el programa «Encuentros en las periferias» se pretende enseñar a los alumnos a mirar a los excluidos con ojos de misericordia, aprender de ellos, ayudarles en su proceso de curación e integración social y crear las condiciones de justicia para que no haya más víctimas. Incorporar a los excluidos en la práctica pedagógica supone recuperar el gran proyecto humanista que ha inspirado a los grandes pedagogos a lo largo de la historia. Con estos encuentros se pretende aprender humanidad de los que sufren la vulnerabilidad y la exclusión.
Buena parte de la reflexión pedagógica