modo es una evasión, puesto que deja a un lado la singularidad» (ibid., p. 210). Al regresar al caso propuesto, pregunto por una flor, consulto al compañero o consulto un libro o consulto mi memoria. En cada pregunta subsisten los tres elementos: yo, cosa y el otro. No puedo preguntar a la flor: «¿quién eres?» y establecer una relación diádica (en lugar de triádica). Ella no puede hablar. En la respuesta del discurso, siempre nos evadimos de la región del «ser»; todo lo que aprendimos es lo que puede decirse, al omitirse justamente la singularidad de «su ser». Con ello se sitúa claramente el «elemento intersubjetivo» en el cual el «yo» aparentemente emerge como una isla. Este elemento, que fundamenta el diálogo y el discurso, es supuestamente «designable» como los demás, pero no puede designarse: «Es un sobreentendido que permanece como sobreentendido, aun cuando trato de dirigir mi pensamiento hacia él» (ibid., p. 212). Para vislumbrarlo, utiliza nuevamente una metáfora: el compositor de música sentado al piano que busca un ser que se construye en su espíritu. Se sumerge en un mundo, un mundo en el que todo comunica, todo está relacionado. Y estas relaciones no son abstracciones, sino fragmentos de realidad concreta: «El registro que ahora nos interesa debe reconocerse como comunicación viviente» (idem).
6. No es que se identifique el ser con la intersubjetividad; podríamos decir que el ser nace en la intersubjetividad. Esto se contrapone diametralmente al tipo de especulación «monádica» por la cual el ser se destaca como una unidad, separada, en sí. Al contrario, el enfoque fenomenológico reconoce esta dimensión plural con la que el ser se da en la trama de sus relaciones: el pensamiento que se dirige al ser restaura al mismo tiempo a su alrededor esa presencia intersubjetiva, que una filosofía de inspiración monádica comienza por exorcizar; al contrario, por la presencia de una infinidad de «otros», se descubren relaciones a menudo indiscernibles. Esta multiplicidad no reduce el yo a un número, como uno entre otros. La relación básica es triádica: ser de mi yo, ser de la cosa y ser del otro. El elemento intersubjetivo es sobreentendido, pero está allí, entre fragmentos de algo único; la singularidad es indirecta por esta relación triádica. Si nos movemos hacia el discurso, evadimos la singularidad del ser, pero en el diálogo, el «yo» emerge como de una isla. La intersubjetividad «pone el acento sobre la presencia de una profundidad sentida, de una comunidad profundamente arraigada en lo ontológico» (ibid., p. 214). El «ser» nace en la intersubjetividad, porque reconoce que es un ser plural, por la trama de las relaciones con otros seres, y no se ve como un «en sí» separado, sino que remite a infinitos otros. Se descubre la pluralidad de «seres» presentes con su múltiple presencia; sin embargo, el yo no se vuelve «un ser entre otros», porque «es» en profundidad.
1.2 El problema ontológico: ¿ser o ente?
Como se vio en nuestra introducción, se da la duplicidad de significado en el «es», tanto en la pregunta como en la respuesta. Marcel, en Ser y tener (1995), busca la definición de otras dos palabras: el ser y el ente. En el uso corriente del español, el «ente» se toma como nombre, y nombra un objeto concreto. Posee la ventaja de reflejar la palabra latina ens. Al contrario, el «ser» puede hacer el papel de verbo y de nombre (anfibología). Por ejemplo: es un ser interesante, es un insoportable, es un ser adorable, etc. En este caso, se usa claramente como un «ente», un nombre que nombra. Pero el uso más corriente de «ser» es el de emplearlo como verbo, tal como sucede en: «ha dejado de ser»; «las características de su ser entre nosotros». Este sentido corresponde al esse latino, que generalmente significa «existir», con sus propios modos de darse particulares (loc. cit., p. 58).
1 Al intentar ir más allá de la gramática, de la palabra al significado, el «ser» se presenta con ciertos caracteres: «La reflexión filosófica más elemental basta para mostrarnos que “ser” no puede ser una propiedad, puesto que hace posible la existencia de una propiedad cualquiera» (ibid., p. 217). Se trata, por tanto, de una raíz sin la cual no puede concebirse ninguna propiedad. Esto no lo coloca más allá de las propiedades o como un desnudo ser que deba ser revestido. El origen de las confusiones no es solo la indisciplina lingüística, sino más bien, deriva del ser mismo (ser y ente) en el cual las distinciones, aunque sean reales, no siempre pueden expresarse con toda fidelidad. Ser (como esse) dice propiamente el acto de existir individual, presente, en su unicidad particular de modo de ser, lo cual implica, es cierto, este principio particular y único, pero también sus propiedades y contenidos inteligibles que lo acompañan sin confundirse con el mismo. La prioridad del «ser» sobre el ente «no» es una prioridad temporal ni gnoseológica, sino sustancial y esencial; en otras palabras, existenciaria.
2 Ya se ha visto anteriormente el carácter del ser en cuanto «es». Y su función, al jugar únicamente el papel de cópula entre dos términos que se identifican, como al afirmar que A es B. Recordemos que en lógica, un predicado afirmativo restringe su alcance de modo particular hasta coincidir con el término, con el argumento. Así, «este» es «Juan» (por cuanto pueden existir miles de Juanes). El término «Juan» en esta frase (predicado afirmativo) se ajusta exclusivamente al valor de «este». Por tanto, la cópula, como se ha dicho antes, tiende a desvanecerse entre los dos términos para dar lugar a la identidad. Marcel indica «que debe establecerse la conexión más íntima entre el ser puro y simple, y el ser de la cópula» (idem). Si digo: «este Juan es inteligente, este pozo es profundo, este canario es amarillo, este martillo es pesado», solo establezco identidades. Además, la experiencia como contexto de mi habla lleva consigo significaciones que la simple gramática ignora. Si llego al mar y afirmo: «¡este océano es inmenso!», no se trata de un simple enunciado lógico, sino de una expresión de la vida que conlleva una apreciación, un sentimiento, una maravilla y una posibilidad, todo concentrado en el «es» que reúne y fusiona dos términos. Igualmente podría exclamar, en la misma circunstancia: «¡Dios es grande!», y tendría el mismo poder de significación múltiple. Hasta podría simplemente decir: «¡Dios es!», y quedarme con la visión, sin saber exactamente hasta dónde llega el sentido de esta afirmación... hasta una gran distancia entre la palabra y lo que uno pretende decir.
1.3 El poder del existir y sus clases
El término «ser» viene a tomar un sentido existencial más impetuoso, si pensamos en algo que nos sorprende, algo que empieza a ser: un volcán que entra en erupción es algo que llega al existir. Un gran edificio que se levanta en pocos meses y se llena de vida, una sinfonía que cobra realidad ante nuestros ojos. El «ser», entonces, se carga de un poder particular de existencia; por lo tanto, pasa a segundo término la noción de «qué» existe, para dejar en plena luz el ser del ente. Si el ente es comprensible y conceptualizable por ser el «qué», desaparece la duda de que la cosa, el ente, siempre lleva la significación conjunta del existir, del ser, que en tal caso es «este ser». Las esencias son conceptualizables, mientras el acto de ser (y el esse) no es conceptualizable; Marcel lo describe como «la misteriosa potencia de afirmación de sí, gracias a la cual se yergue frente al espectador» (ibid., p. 219). Husserl (loc. cit., p. 74) lo llama prepredicativo y no dado. Hoy lo llamamos «la diferencia».
La experiencia «es» lleva la carga de una vivencia. Esta pasividad se extiende desde lo inmediato hasta lo indecible, y nos revela el poder del «existir». Si este «ser», delante de los ojos (el acto), viene a ser con fuerza; entonces, llega a la existencia, toma un poder particular e «impacta». Ya no es el «qué» el centro de atención: es esta «prestancia», es activo, impositivo, se da en la vida. Puedo pensar el ser, no el «existir». Sartre lo dice con la frase: «el existir impide pensar» (La náusea, 1957, p. 187).
1 Marcel acentúa la presencia de mi propio cuerpo en la experiencia del existir. En esta percepción, el cuerpo se revela más que una cosa: «Mi cuerpo en tanto presencia, no se deja reducir a mi aparato, a mi instrumento». La cosa, al contrario, no es más que cosa, una especie de seudoexistencia. Al contrario, mi cuerpo tiene un centro no comparable con ninguna cosa. Las cosas dejan de existir, pueden ser hechas pedazos, pueden ser pulverizadas, no así mi cuerpo en cuanto cuerpo. Aunque las cosas sean destruidas, su existir permanece en un sentido más profundo: