alcance ontológico?, ¿hay en esta totalidad algo que no sea figurable? Precisamente la necesidad de plenitud se opone al vacío de un mundo funcionalizado, a una sociedad en la que los individuos se presentan como simples copias de ejemplares convenidos. Este margen de ser, entre el simple hecho y el ideal pleno, es el que responde al deseo, el que realiza el valor en el ser. El mundo funcionalizado «es» en la medida en que es querido y aceptado, aunque pueda ser rechazado por parte del que está implicado en él. Esto significa que la distinción entre el hecho y el ideal corresponde a lo esencial. En realidad, se descubre que el ser deja de ser indiferente frente al valor. No puede ser identificado con lo «dado» puro y simple. Lo dado no puede ser captado más que como algo que diferencia de lo que no es dado y que representa más bien el deseo y la aspiración. Al adquirir una conciencia del ser, no hay una oposición entre lo dado y la aspiración. La experiencia del ser se ve más bien como un «cumplimiento»: «El ser es la espera satisfecha» (ibid., p. 236). Al contrario, si el hombre se limita a una función, cae en una degradación de la que podría ser una actividad creadora.
1.6 La amplitud del cumplimiento
El «cumplimiento» se refiere a una conciencia que en la vida encuentra, con este, la realización de una exigencia profunda. Por tanto, no puede considerarse aisladamente en un acto, porque esta conciencia, en este caso mi conciencia, posee una vida que se constituye y se desarrolla, y no corresponde a una simple fase, sino que supone un antes y un después, una preparación, un crecimiento y también una disolución. Y hay más: en la actividad concreta, el cumplimiento es de algo, implica una participación. No podemos afirmar que las cosas participen en el mismo modo humano; de alguna forma sus actos participan: el volcán utiliza todas las energías de la química y de las fusiones nucleares, el río participa de todo un inmenso paisaje de seres que contribuyen a su admirable vida, y los animales participan de su presencia entre lo viviente y lo no viviente, y están frecuentemente al servicio del hombre; pero el modo de participación de la conciencia, tanto en la trayectoria de la lava como en la corriente del río o en la amistad de un perro, cumple con un deseo muy superior.
1 La mediación de la conciencia adquiere una dimensión diferente apenas se entre al dominio de la intersubjetividad. El cumplimiento se torna en autorrealización, pero compartida con el otro. Allí, el cumplimiento del ser se encuentra con el valor. Marcel dice que se «articula», no en el sentido de asociar dos conceptos separados; no se trata de conexión. Si así fuera, se trataría de contraponer un concepto abstracto (hablar del ser) a una realidad concreta (efectuar un valor): «No podemos impedir el proyectar ante nosotros cierto esquema abstracto, y al mismo tiempo debemos liberamos de esta proyección y reconocer, proclamar, su carácter ilusorio» (ibid., p. 238).En este movimiento hacia el cumplimiento, puede hablarse de «perfección» en el sentido latino de perficere (llevar a cabo), pero habría que usar este término en sentido dinámico, y sin un punto fijo de referencia. Y se aplicaría tanto a los actos de sentido estético, a la perfección de una forma o de una empresa, como en sentido teórico a la perfección de una demostración de razonamiento, o bien, en sentido ético, a la perfección de un acto moral. En todo caso, la perfección no podría definir el «ser» sin convertirse en un concepto abstracto, que no sería capaz de captar el cumplimiento. Hablar de cumplimiento es siempre colocarse en una experiencia de plenitud: «como la que está ligada, por ejemplo, al amor que se sabe compartido, cuando se experimenta como compartido» (ibid., p. 240).
1.7 El ser en contra de la nada
La ontología, como especulación acerca del ser, debe necesariamente seguir una orientación que la guíe y establezca su legitimidad, pero la pregunta por el ser es la primera que ocurre en la mente durante su actividad en la vida misma. Tampoco es posible apelar a normas previas, si las normas mismas derivan de las características del ser. Por tanto, queda establecido que el encuentro con el ser deberá verse en el origen mismo de la experiencia que precede toda pregunta, en la experiencia presente, de la cual surgen preguntas y conceptualizaciones: «La experiencia tomada como una sólida presencia que debe sustentar todas nuestras afirmaciones» (ibid., p. 243).
1 No se trata por tanto de una idea que pueda ser aislada de las demás, como sucede con las diversas ciencias, sino de la actividad misma que se presta a una reflexión, y permite una «aproximación»; sin duda, estos términos se usan metafóricamente. En el dominio metafísico, no hay distancias que puedan ser acortadas ni hay tiempos que puedan ser actualizados ni hay oscuridades que puedan ser aclararas ni hay interioridades contrapuestas a exterioridades. Tampoco hay unidades concretas para oponer a unidades abstractas. Y la razón es muy simple: en la experiencia inmediata el ser se da primero, y cualquier término que se le aplique no pasa de ser una metáfora que pretende decir lo indecible, apresar que controla nuestros medios de aprehensión.
2 La construcción de una «ontología» debería someterse a estas limitaciones y contemplar la experiencia, dejándose compenetrar por ella, para que el ser se configure en nosotros, sin ser nunca propiedad nuestra, para que lo podamos captar con los medios limitados que poseemos. Podremos decir que está muy cerca y muy lejos, que es finito e infinito, según lo podamos comprender. Lo importante es no negarnos a la «exigencia ontológica» y a la capacidad de hacerse a lo que «ocurre»; y abrirnos un camino hacia él. En esto no valen las alternativas ni las implicaciones, nuestros juicios no anticipan ni definen, únicamente representan lo que allí mismo se presenta. Esto no impide que queramos ver mejor, entrar al detalle, enfocar y relacionar con una constante actitud crítica, pero no insensible a la evidencia. Sin duda, en esta condición el ser se muestra primariamente en su expresión particular y concreta, en la línea entre el ser y el no ser, en la línea cero.Si se le quitara a un ser particular algo de lo que él es, significaría reducirlo a una simple función o a una categoría. Como ejemplo, utilicemos la sensación que experimenta el universitario al acercarse a la secretaría de la universidad y descubre que para esta oficina él es solamente un número o una matrícula que ha ganado tantos cursos o que ha perdido una asignatura: es un sentirse disminuido en su ser real. El valor del ser se encuentra suprimido. Esto sucede fácilmente en la forma como se consideran los empleados de una empresa, los criados de una casa o las personas de la misma familia reducidas a una función colateral de la persona de uno. Dice Marcel: «Esta supresión no puede producirse sin provocar una atroz mutilación de las relaciones humanas, aún más, sin que esas relaciones humanas pierdan su carácter específico» (ibid., p. 245).
3 Un mérito particular es el que se le asigna al «nombre propio» de las personas, que parece significar una propiedad inalienable de su ser; indica el lugar único que corresponde al individuo, es como una flecha que invita hacia una determinada dirección a descubrir. Nos señala que este ser particular es «sustantivo», o dicho en términos aristotélicos, es una sustancia, lo cual se establece aquí para los seres particulares. Ahora bien, ¿podría decirse lo mismo para la universalidad, es decir, que «exista un ser en sí»? No es admisible la pretensión de quitar la sustantividad a los seres particulares. Entonces, ¿se encuentra la posibilidad de que hayan seres particulares, pero que el ser no sea? Es decir, ¿hay un universo donde vivan seres particulares, pero «el ser» no es? Por supuesto que a los individuos particulares siempre se les puede reconocer «un ser»: como al catalogarse objetos, cosas, animales y, también, seres humanos; sin embargo, estos objetos no son reconocidos realmente como seres, sino únicamente como cosas.Es cierto que pueden catalogarse como objetos y se puede afirmar que «hay seres particulares», que se pueden rechazar o aprovechar. Sin embargo, no se trata de su verdadero «ser», sino que los experimentamos en «centros» que despiertan en nosotros una reacción de respeto, de aceptación, de temor, de amor, o bien, de aversión. Son, por lo tanto, núcleos que irradian y que no se dejan catalogar como simples unidades de un todo, sino que despiertan armonías y conflictos que luchan para afirmar variados derechos en contra del egocentrismo. A estos conjuntos, Marcel los llama «constelaciones», es decir, conjuntos personalizados, auténticos y entrelazados, pero no totalidades. Entonces, ¿habrá que negar la «sustantividad» del ser en sí? Hay muchas formas de negarlo, pero en el caso extremo, se llega a un nihilismo radical: «nada es», lo que significaría que nada puede resistir a una verdadera crítica realizada en la experiencia. Lo