Pablo Morosi

Sabato


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de aquel retraimiento el hecho de que, a pesar de haberse criado en un pueblo rural, nunca aprendió a andar a caballo. Generalmente se refirió a su infancia como un tiempo misterioso y desolado, entre otras cosas, por el rigor y la disciplina con que fue criado, especialmente por su padre, al que temía. De su memoria surgía la imagen de un hombre enérgico y hasta violento, aunque también ha destacado su candor y los valores heredados de rectitud y generosidad. Con frecuencia Juana lo escondía debajo de la cama matrimonial para evitarle un castigo por algo que era considerado un capricho o una desobediencia o, incluso, sin que mediara razón alguna.

      En las tardes, Juana se sentaba en el frente de la propiedad en un sillón mecedor de mimbre; Ernesto y Arturo cepillaban su largo cabello a la espera de la llegada de Francisco. Mientras Ernesto le arrancaba las canas con la candorosa ilusión de evitar que envejeciera, la mujer, que siempre se negó a hablar albanés como una forma de echar al olvido la triste historia familiar, pronunciaba algunas palabras en el dialecto que se hablaba en su aldea natal para que sus hijos las repitieran. Ella había deseado con ansias una hija mujer: entre tantos varones hubiera querido una compañía y ayuda en las tareas domésticas, que le demandaban prácticamente todo el día.

      Mientras tanto, la vida seguía su curso. El estallido de la Primera Guerra Mundial en Europa comenzaba a sepultar los sueños de retorno al terruño. Con la ayuda de sus hijos mayores, Francisco logró progresar en el comercio; decidió ampliar la actividad y establecer un molino, incorporando la producción de harinas a la venta de pan y pastas. Cuentan en Rojas que Francisco consiguió los fondos necesarios para el emprendimiento gracias a un préstamo de su amigo Juan Cabodi, dueño de uno de los molinos más antiguos e importantes del país.

      El sacrificio y la constancia habían llevado a los Sabato a gozar de una situación económica holgada que alguna vez Ernesto caracterizó como la de una clase media “clásica y jerárquica”. Pronto se mudaron a una casa más espaciosa, a una cuadra del molino, en el número 269 de la calle Presidente General Julio Argentino Roca –hoy llamada Pueblos Originarios–. Encomendaron la obra al constructor más reputado de la zona, Domingo La Río. En los días feriados o, incluso, después del trabajo, Francisco participaba en la construcción a la par de los albañiles. Según los registros catastrales, la edificación, familiarmente conocida como “el chalet”, fue terminada en 1921. Aún se conserva en buenas condiciones, aunque el predio original fue subdividido en dos propiedades adquiridas por la familia Pérez Morando.

      Es una réplica, en menor escala, de los típicos palacetes de las villas italianas. Erigida sobre un terreno de 854 metros cuadrados, tiene 271 metros cubiertos, entre la planta baja y un pequeño altillo. Su disposición original no ha sido modificada: desde el vestíbulo ubicado en el acceso se abre un pasillo que comunica con un living-comedor, las cuatro amplias habitaciones, el baño y la cocina. En aquella época los patios, la galería y el jardín de la casa estaban siempre poblados de flores y plantas ornamentales que Francisco cuidaba con esmero.

      Ernesto Sabato asistió a la Escuela N° 1, que más adelante adoptaría el nombre de Domingo Faustino Sarmiento. Si bien ingresó a primer grado en 1917, cuando tenía seis años, su cédula escolar (N° 221.473) solo fue completada a partir de cuarto grado, en 1922. Ese registro, que llamativamente consigna como fecha de nacimiento el 4 de julio, lo describe como un niño de piel trigueña, ojos pardos grandes y nariz recta y chica, que mide 1,31 metros y pesa 32 kilos.

      Fue un alumno con buena conducta, un tanto introvertido pero aplicado. Su curiosidad desbordante lo llevaba, en ocasiones, a poner en aprietos a las maestras con preguntas con las que buscaba explicaciones sobre el mundo que lo rodeaba. María Elena Oyhanarte solía contar que ese chico esmirriado y brillante, a quien tuvo en sexto grado, más de una vez la había obligado a ponerse a estudiar.

      A Ernesto le gustaba leer pero, sobre todo, dibujar y pintar. En las horas de encierro en el cuarto de la casa garabateaba sobre hojas blancas con lápices de colores; copiaba láminas de libros y almanaques. En la escuela era el encargado de realizar en el pizarrón del aula ilustraciones alusivas a las distintas conmemoraciones. Alrededor de los diez años empezó a escribir cosas sueltas. Transcribía pensamientos, impresiones que registraba en un cuaderno que hacía las veces de diario personal del que, unos años después, se deshizo avergonzado.

      Su legajo escolar revela que el cuarto año fue un tanto difícil para él. De marzo a septiembre, su promedio en las quince materias fue de 4,8. En cambio, en los dos años siguientes sus calificaciones mejoraron hasta convertirlo en un alumno sobresaliente. En sexto, el año del egreso (1924), la mejora fue notable: su promedio general se elevó a 9. Descolló sobre todo en Dibujo y Geometría (9,33), mientras que tuvo su desempeño más flojo en Canto y Música (6,20) y Escritura (7), de acuerdo con el boletín rubricado por la señorita Oyhanarte y la directora, Lydia Hardoy.

      En sus remembranzas de aquella época Sabato ha confesado el desánimo que le causaba ver cómo su padre firmaba las calificaciones sin soltar un gesto ni un comentario sobre su distinguido desempeño.

      De aquel tramo de su vida le quedó especialmente grabada la impronta de la maestra de quinto grado, Juana Ozán. Según cuentan los memoriosos, la Negra Ozán –como permaneció por siempre en el recuerdo afectuoso de quienes fueron sus alumnos– acostumbraba a dictar sus lecciones mientras caminaba de un extremo al otro del salón con paso marcial, las manos cruzadas detrás de la espalda y el torso levemente inclinado hacia adelante. Sabato evocó a aquella querida docente en una carta escrita en junio de 1997 en apoyo al reclamo de los docentes que exigían al gobierno de Carlos Saúl Menem mayor presupuesto para la educación en la denominada “carpa blanca” instalada frente al Congreso Nacional. La describió como “india, hija de un domador, que nos mantenía al trote, pero que a la vez, supo educarnos con cariñosa disciplina”, y aprovechó para agradecer a aquella docente por haberle dado “la mejor base para todo lo que hice después”.

      Dos días después, Sabato remitió una carta a la directora, Rosaura Noemí Romeo, en la que agradeció la invitación y aseguró que había pasado “uno de los momentos más emocionantes” de su vida. “El reencuentro con mis aulas, el cariño de los chicos, la afectuosa presencia de las maestras y la canción a la bandera mientras yo la izaba lentamente quedarán para siempre en mi recuerdo”, añadió. De aquellas jornadas atesoraba una foto, enviada por Romeo, en la que quedó inmortalizado ese izamiento.

      Para Francisco, pero, sobre todo, para su esposa, la educación era un tema central. La formación era