Alberto Vazquez-Figueroa

Azabache


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ano, replicara con absoluta naturalidad.

      –Mene.

      –¿Mene?

      El indígena asintió convencido:

      –Mene.

      Cienfuegos regresó junto a la africana, y tomando asiento a su lado masculló malhumorado:

      –O yo me he vuelto muy bruto o para esta gente todo es Mene o No Mene. ¿Qué coño significa?

      Como nacidos del suelo, los nativos habían ido haciendo su aparición uno tras otro, y pronto reiniciaron la marcha, abandonando a media mañana las márgenes del río en dirección a la columna de negro humo que ensuciaba apenas un cielo sin nubes.

      Contra lo que el canario imaginara en un principio, cuando se aproximaron llegó a la conclusión de que no se trataba de un volcán como aquel Teide que en ocasiones lanzaba al cielo llamaradas visibles desde la costa occidental de La Gomera, sino que la llama surgía en mitad de la llanura recalentada por el sol, tan compacta, continua y sin la menor intermitencia, que desde media legua de distancia se escuchaba su amenazador rugido.

      El grueso chorro de fuego se elevaba veinte metros sobre el nivel del suelo, y un olor fuerte y acre lo llenaba todo dificultando la respiración.

      –Parece como si el infierno quisiese escapar por ese agujero –musitó Azabache impresionada–. Nunca vi nada igual.

      Los nativos se habían aproximado parloteando hasta el lugar en que ya el calor impedía continuar sin correr el riesgo de abrasarse, y observaban ahora el curioso fenómeno como quien asiste desde la orilla a un tranquilo amanecer sobre un mar que no ofrece el menor peligro.

      Pero de pronto, y sin ponerse de acuerdo, comenzaron a dar grandes saltos en lo que pretendía ser una especie de danza ritual, al tiempo que entonaban una monótona cantinela de la que tan solo destacaba la sempiterna palabra Mene repetida una y otra vez casi obsesivamente, y Cienfuegos tomó conciencia de que por años que viviera jamás olvidaría el espectáculo que conformaban aquellos semidesnudos cuprigueri agitando sus largos arcos y a punto de achicharrarse, que jugaban a aproximarse más y más al límite del fuego, desdibujándose a causa del calor que enrarecía el aire.

      ¿De dónde surgía tan portentosa llama y de qué se alimentaba?

      ¿Qué inmensa fuerza interna debía poseer para mantenerse activa durante días naciendo de un simple hueco en mitad del monótono chaparral?

      Recordó que Maese Benito de Toledo le contó en cierta ocasión que el judío Moisés había asistido en el desierto del Sinaí al increíble hecho de que una zarza ardiera durante horas antes de que Dios le entregara las Tablas de la Ley, y no pudo por menos que preguntarse si no estaría asistiendo en aquellos momentos a un milagro semejante, y tal vez el desconocido dios de aquellas tierras estuviese también en condiciones de obrar el prodigio de hacer nacer el fuego eterno de la nada.

      «Como se me aparezca y me entregue unas nuevas Tablas de la Ley, no sé a quién carajo voy a enseñárselas… –musitó para sus adentros–. No creo que ni la negra ni estos indios me hicieran el más puñetero caso».

      Cuando una hora más tarde, cansados, enrojecidos por el calor, chamuscados y embadurnados de una especie de aceitoso hollín que les cubría todo el cuerpo, los bailarines decidieron continuar al fin su camino, la dahomeyana se volvió a contemplar por última vez la impresionante llama y comentar meditabunda:

      –Como en verdad el infierno sea eso, será cuestión de portarse mejor…

      El gomero ni siquiera respondió, puesto que aún se encontraba desconcertado por un fenómeno natural que desafiaba abiertamente su probada capacidad de raciocinio, por lo que se limitó a lanzar un leve gruñido e iniciar la marcha en pos de los nativos.

      Aún continuaba dándole vueltas a la mente tratando de hallar una explicación que justificase la anormal existencia de aquel fuego, cuando a media tarde alcanzaron las márgenes de una pequeña laguna de aguas negras, grasientas y pestilentes, que el jefe de los nativos señaló con un ademán de la cabeza al tiempo que exclamaba, como si con ello todo quedase definitivamente aclarado:

      –¡Mene!

      –¿Mene…? –se asombró el canario–. ¡No me jodas más con tanto Mene…! Ya está bien.

      Pero el otro, que naturalmente no había entendido una palabra, se limitó a volverse a uno de sus guerreros y ordenar:

      –¡Totuma…! Totuma Mene.

      El aludido se apresuró a descolgarse de la cintura una calabaza semejante a la que había servido para recibir los orines de Azabache, y aproximándose a la laguna, la llenó del espeso, oscuro y apestoso líquido, acudiendo a colocarlo a los pies del gomero.

      Este lo estudió incrédulo, puesto que no se trataba de agua, vino, sangre, aceite o cualquier otro elemento de que tuviera previamente noticias, y cuando la dahomeyana se acuclilló a su lado, se limitó a comentar:

      –Por lo visto era esto lo que imaginaban que ibas a orinar: agua podrida.

      –¡Pues qué gracia! –replicó la otra molesta.

      Al poco, los guerreros le indicaron que se apartaran, y lanzado una tea encendida a la calabaza provocaron una pequeña explosión que hizo que tanto el isleño como la negra dieran un salto atrás visiblemente alarmados.

      Al advertir cómo aquella oscura agua podrida ardía hasta agotarse, Cienfuegos comprendió al fin que la inmensa llama que tanto le había impresionado no tenía otro origen que un pozo de aquel apestoso Mene al que tal vez un rayo había prendido fuego accidentalmente. ¿Pero qué era en realidad Mene y de dónde salía?

      Largas, difíciles y prolijas explicaciones llevaron al gomero a la conclusión de que, según los aborígenes, el Mene no era otra cosa que orines del Diablo que surgían de lo más profundo de los infiernos; un veneno que contaminaba los ríos y las fuentes, volvía estéril las tierras, mataba a los animales y abrasaba a las gentes.

      A ello se debía sin duda el hecho de que al descubrir junto al río a una insólita mujer de color negro, imaginaron que se trataba de la esposa del demonio que acudía a destruir una de las pocas corrientes de agua auténticamente limpias que aún perduraban en la región.

      Pero pese a tan convincentes explicaciones, el analítico espíritu del canario continuaría preguntándose, a todo lo largo de su vida, por qué extraña razón aquel agua podrida que nacía de la tierra ardía con más fuerza y más calor que el más refinado de los aceites.

      Y es que moriría sin saber que su eterno deambular le había conducido aquel día de finales de mil cuatrocientos a los que cinco siglos más tarde serían conocidos como los fabulosos yacimientos de petróleo del noroeste venezolano.

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