Alberto Vazquez-Figueroa

Azabache


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momento en que ya más de uno comenzaba a murmurar que merecería la pena arriesgarse a sorprender al viejo cerdo, tirarlo al mar y virar en busca de la isla que había quedado atrás, una nueva costa nació, casi fantasmagórica, ante la proa.

      Por extraño que pudiera parecerle a Cienfuegos, quien desde que pusiera el pie en el Nuevo Mundo tan solo había divisado selvas, pantanos y montañas, lo que ahora se abría ante sus ojos era una interminable sucesión de altas dunas de arenas blancas, ocres, rojizas y amarillentas, que los curtidos marinos portugueses que habían hecho antaño el largo viaje hasta Guinea compararon al inmenso desierto del Sahara.

      El capitán Boteiro mandó llamar de inmediato al canario, y sin permitirle que ascendiera al castillo de popa, inquirió a voz en grito:

      –¡Tú! Español de mierda…: ¿qué es eso?

      –Isla Seca, capitán –replicó Cienfuegos seguro de sí mismo–. Le aconsejo que la deje a la izquierda y sigamos hasta Babeque, que debe estar a unas cincuenta leguas al Oeste.

      –¿Por qué habría de hacerlo?

      –Es un infierno en el que perdimos cuatro hombres.

      El hecho de que durante medio día costearan el árido paisaje sin distinguir más que arena y cactus convenció al portugués de que Cienfuegos había dicho la verdad, y aquél era sin lugar a dudas un lugar idóneo para varar su maltrecha nave, ya que ni al más desesperado de los seres humanos se le ocurriría la absurda idea de desertar.

      Buscó por tanto una tranquila ensenada en la que la pleamar penetraba profundamente para retirarse luego y dejar la playa en seco, y ordenó que arriaran los botes para que ocho remeros remolcaran el «Sao Bento» hasta el corazón mismo de la tórrida bahía abrasada por un sol deslumbrante.

      Meditó largamente en la conveniencia o no de encadenar a los posibles desertores, pero tras enviar a su segundo a la mayor de las dunas y recibir el informe de que nada se distinguía en la distancia más que arena altos cordones y agua salada, optó por dejarlos en libertad, no sin antes impartir secretísimas órdenes a sus más fieles esbirros.

      A la mañana siguiente, tras una larga y agitada noche de inusitado trasiego entre la embarcación y tierra firme, convocó a sus desarrapados y famélicos tripulantes, se secó la frente con un sucio pañuelo, y señaló roncamente:

      –Esto es una isla; una inmensa isla desierta que de ahora en adelante se llamará Da Sintrau. Aquí no hay agua, ni comida, ni forma alguna de escapar si no es por mar. –Hizo una corta pausa como para dar mayor énfasis a sus palabras–. Pero en esta parte del mundo no existe más barco que el «Sao Bento», y el marino más lerdo sabe bien que ningún barco navega sin velamen. –Se despojó de la gorra, comenzó a destripar piojos con aire distraído, y sin alzar el rostro añadió–: Todas las velas están enterradas, y yo soy el único que sabe dónde. –Ahora sí que les miró de frente–. Así que si queréis seguir con vida haced lo que os mande, o de lo contrario en este maldito infierno se blanquearán nuestros huesos.

      Ordenó luego que le transportaran en andas hasta la cima de una alta duna, clavó allí una especie de sombrilla hecha de cañas, y apoltronado en su viejo butacón se dispuso a observar cómo sus hombres varaban la nave, la carenaban y la embadurnaban de brea y pez para intentar combatir el ataque de una extraña y exótica especie de carcoma.

      Cienfuegos acabó con ello de cerciorarse de que había topado en efecto con un personaje condenadamente astuto, y abrigó de inmediato la certeza de que en el momento mismo en que el buque saliese del agua, el capitán Eu se daría cuenta de que –aun existiendo algún rastro de la auténtica plaga– la broma no había atacado aún el sólido costillar de roble de su barco, sino que los diminutos agujeros habían sido perforados desde el interior de la nave.

      –Será mejor que me largue –le hizo notar a la negra–. Ese cerdo no tardará en averiguar quién es el autor de la trastada.

      –¿Y de qué piensas sobrevivir en un lugar como este?

      –De lo que siempre he hecho: de milagro. Por aquí tiene que haber huevos de gaviota, tortugas, cangrejos y peces… El problema es el agua, pero sabré arreglármelas…

      La muchacha le observó con fijeza, y al poco señaló convencida.

      –¡Voy contigo!

      –Sería una locura.

      –No más que para ti.

      –Pero es que yo estoy acostumbrado a pasar calamidades… –Hizo una corta pausa–. Y si me quedo me juego el pescuezo.

      –En este caso el pescuezo no es lo más importante –sentenció la dahomeyana arrugando la nariz según su costumbre–. La sola idea de volver a esa cochinera me provoca náuseas. Llevo años sin pisar tierra firme, y ya que estoy en ella no pienso volver a embarcar… ¿Cuándo nos vamos?

      –¿Por qué no ahora?

      –¿Ahora…? –se asombró la africana–. ¿Así, sin más, en pleno día?

      –Es el mejor momento. En cuanto oscurezca tal vez nos encadenen, y cuanto necesitamos es un par de pellejos de agua, cuchillos y algo de comida.

      –Nos perseguirán.

      –¿Quién? –El canario señaló con un desdeñoso ademán de la mano el triste aspecto de la esquelética y macilenta tripulación–. ¿El gordo que apenas puede levantar el culo de la silla, o ese hatajo de desgraciados muertos de hambre? El oficial más joven nos triplica la edad, y o mucho me equivoco o los grumetes lo que desearían es imitarnos. Ese barco hiede a muerte.

      –¿A qué esperamos entonces…? –inquirió ella súbitamente animada–. ¡Adelante!

      Con la tranquilidad de quien está haciendo algo absolutamente natural se encaminaron al borde del agua, tomaron de los botes que iban descargando del navío cuanto necesitaban, y sin pronunciar siquiera una palabra, comenzaron a trepar por una alta duna a no más de doscientos metros de distancia del punto en que se encontraba el capitán Euclides Boteiro, que tardó varios minutos en comprender lo que estaban haciendo.

      –¡Eh! –gritó al fin con voz de trueno–. ¿A dónde vais?

      El canario alzó el brazo y apuntó hacia delante:

      –¡Al Sur! –replicó sonriente–. Le mentí y esto no es una isla: es tierra firme.

      –¿Tierra firme? –balbuceó el gordinflón con un leve estremecimiento de su fláccida papada–. ¿Cómo lo sabes?

      –Estuve aquí antes, y a unas quince leguas comienza la selva. –Hizo un gesto hacia el «Sao Bento»–. ¡Y olvídese del barco! ¡Jamás volverá a navegar! La broma lo pudrió.

      –¡Mientes!

      –Lo comprobará en cuanto lo saque del agua. Se le desfondará como un huevo. ¡Adiós, capitán! Es usted el hijo de puta más asqueroso, canalla y maloliente que he conocido. ¡Que se divierta!

      Agitó alegremente la mano como quien se despide de un viejo amigo y reanudó sin prisas la marcha bajo la atónita mirada de los miembros de la tripulación, que permanecían clavados en la playa como si se hubieran convertido en estatuas de piedra.

      Al coronar la cima del inmenso médano y comenzar a descender por la ladera opuesta, Azabache aceleró el paso para ponerse a su altura e inquirió sorprendida:

      –¿Es cierto eso de que habías estado antes aquí?

      –No.

      –¿En ese caso no estás seguro de que sea tierra firme?

      –En absoluto.

      –¿Por qué le has dicho entonces que no es una isla?

      –Porque él tampoco lo sabe. Ni la tripulación. Le perderán el miedo, y sin miedo esa bola de grasa es más inofensiva que un sapo en una charca.

      La muchacha se detuvo un instante, meditó cuanto acababa de oír, inclinó