Alberto Vazquez-Figueroa

Azabache


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de pez el casco, pero no sé si daba resultado…

      Una vez más, el obeso capitán Eu se despojó de la gorra y comenzó a aplastar piojos ensimismándose hasta el punto de olvidarse de la presencia del canario, que permaneció expectante y como distraído, intentando dar la impresión de que no le importaba demasiado la decisión que pudiera tomar con respecto al destino del buque.

      Al fin, al cerciorarse de que el otro parecía haberse sumergido en una especie de abstracción tan profunda que se diría que se había olvidado del mundo, salió furtivamente del camarote y fue a reunirse con Azabache, que le aguardaba a proa.

      –¿Y bien? –quiso saber la muchacha.

      –Creo que, o mucho me equivoco, se apresurará a buscar una tranquila playa en la que varar el barco y reparar los fondos.

      –¿Continúo haciendo agujeros?

      –Déjalo por el momento. Si te descubrieran todo el plan se vendría abajo y acabaríamos colgados. Ahora lo único que debemos hacer es esperar.

      –¡Lástima! –se lamentó la negra–. Me divierte eso de ir dejando el casco como un colador.

      –Si te pasas, nos hundimos.

      –¿Y crees que me importaría? –fue la sincera respuesta–. Muchas noches, sentada aquí después de haber tenido que pasar toda una tarde con ese puerco inmundo, siento cómo sus piojos me corren por el cuerpo o noto su hedor sobre mi piel y me invaden unos deseos locos de saltar por la borda y hundirme para siempre en un agua que al menos me dejará de nuevo limpia. Morir no es lo peor que puede ocurrirte a bordo de este barco, pero de niña me enseñaron que quien se suicida pasa el resto de la eternidad en un pozo de serpientes que entran y salen libremente por todos los orificios de tu cuerpo, y eso me aterra.

      –¿Es ese el infierno de los negros: un pozo de serpientes?

      –Para los dahomeyanos sí –respondió la muchacha con naturalidad–. Mi pueblo adora las serpientes, las conoce mejor que nadie y es capaz de preparar con su veneno medicinas que curan o pócimas que matan de mil formas, pero de igual modo que las consideramos una divinidad, las consideramos también el peor de los demonios.

      –Yo no entiendo mucho de religiones –admitió el gomero con manifiesta sinceridad–. Pero por lo que tengo visto y oído al respecto me da la impresión de que dioses y demonios andan siempre cogidos de la mano y empeñados en jodernos la vida a los de abajo. De otro modo no se entiende que ocurran las cosas que ocurren en la Tierra, y que un tipo como yo, que nunca le hizo daño a nadie, lleve años dando tumbos.

      –Es el destino.

      –¿Y quién lo marca, los dioses o los demonios? Por lo que a mí respecta los segundos deben tener sin duda mucha más influencia, porque hay que ver las cabronadas que inventan…: aún no he salido de náufrago y ya soy candidato a colgar de una verga.

      –Algún día cambiará tu suerte.

      –Lo dudo… –replicó el canario convencido–. Cuando a un tipo tan pacífico como yo lo sacan de cuidar cabras en las montañas de La Gomera para lanzarlo encima un millón de calamidades no es lógico esperar que un buen día la suerte cambie y pueda volver a vivir en paz y sin problemas. Alguien allá arriba tiene un interés especial en fastidiarme, y a fe que lo está consiguiendo.

      –En cuanto pisemos tierra y encuentre una víbora te fabricaré un amuleto que romperá el hechizo –le prometió muy seria la muchacha–. Las víboras todo lo pueden.

      Pero el canario Cienfuegos no creía en amuletos, ya que los acontecimientos le habían enseñado a no confiar más que en su capacidad de ingeniárselas para salir con bien del infinito rosario de contrariedades que habían ido apareciendo en su camino.

      Si había conseguido escapar con vida del naufragio de la «Marigalante», la masacre del Fuerte de la Natividad, el hambre de los caníbales, las asechanzas de los caimanes y el balazo de un español renegado, tal vez conservaría aún la suficiente dosis de picardía como para librarse de la soga que le tenía reservada aquella bola de grasa putrefacta, que de momento parecía aceptar la creencia de que su amado barco se encontraba atacado por una feroz carcoma.

      Lo único que podía hacer, por tanto, era aguardar la reacción del capitán Euclides Boteiro, y por ello no pudo por menos de lanzar un hondo suspiro de alivio cuando al atardecer del día siguiente el timonel recibió la orden de abandonar el rumbo oeste-suroeste y seguir el vuelo de un grupo de albatros, que parecían regresar a sus nidos de la costa después de haber pasado la jornada pescando en mar abierto.

      «Tiene miedo –se dijo–. Pese a que los hombres se pasen las horas achicando agua, la cubierta se inclina cada vez más, y tiene miedo…».

      Y tal como suele suceder con harta frecuencia, el portugués no encontró mejor válvula de escape a sus temores que aumentar su ya de por sí exagerada crueldad, hasta el punto de que cuando esa noche el pobre grumete que le servía la cena tuvo la mala suerte de tropezar y caer sobre el inmenso testículo enfermo obligándole a emitir un alarido de dolor que resonó hasta en la más profunda bodega del navío, su reacción fue clavarle el tenedor en un ojo arrancándoselo de cuajo.

      Le empujó luego con el pie para que rodara por la escalerilla del castillo de popa y amenazó con cortarle la cabeza a quien intentara prestar ayuda al desgraciado rapazuelo que aullaba de desesperación.

      Entre Tristán Madeira y Azabache tuvieron que sujetar a Cienfuegos para que no subiera hasta donde se encontraba el canallesco gordo, puesto que resultaba evidente que la más sorda ira le nublaba en aquellos instantes la razón y no dudaría a la hora de abrirle la cabeza de un mandoble a quien pretendiera aproximársele.

      –¡Déjalo…! –le suplicó la negra–. Ya no puedes devolverle el ojo a Jahirziño, y lo único que conseguirás es que te mate.

      El gomero tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo por recuperar la calma, y cuando lo hubo conseguido estudió con detenimiento la odiosa figura que continuaba sentada en la inmensa butaca.

      Comprendió entonces que lo que el capitán Euclides Boteiro pretendía en esos momentos era provocarle –a él o a cualquier otro miembro de la tripulación–, buscando el estallido de una rebelión que le diera una disculpa para volar el «Sao Bento».

      Y es que el miedo, más que el viento, parecía ser la única fuerza capaz de impulsar aquella endemoniada nave, y ahora, al miedo que todos sentían hacia un solo hombre, se había unido el que ese mismo hombre sentía ante la evidencia de que su imperio de terror corría el riesgo de derrumbarse.

      La gran victoria del piojoso portugués se centraba desde antiguo en el hecho indiscutible de que había sabido convertir el mar, eterno símbolo de libertad, en una inmensa prisión de la que nadie podía soñar con evadirse, y al enfrentarse ahora a la urgente necesidad de tener que varar en la arena, su frágil fortaleza se sentía terriblemente desasosegado puesto que abrigaba la profunda certeza de que apenas podía contar con la fidelidad de sus cuatro oficiales.

      A nadie le sorprendió, por tanto, que cuando a la tarde siguiente el vigía de la cofa anunciara que hacia el Sur se divisaba una baja línea de costa, mandara llamar a su segundo para espetarle sin rodeos:

      –Prepara los grilletes. Vamos a necesitarlos.

      –¿A quién piensa encadenar?

      –A todos los españoles, la negra, Namora, Ferreira, el primer timonel y los grumetes. Los demás están demasiado viejos o les falta valor para desertar. Y recuerda…, al que lo intente lo cuelgo en el acto.

      Esa noche no durmió nadie a bordo. El «Sao Bento» se había aproximado hasta unas dos millas de una costa baja y selvática de inmensas playas muy blancas, y esa costa, de la que llegaba un aroma denso y profundo a tierra húmeda y vegetación descompuesta, iba deslizándose ahora mansamente por la banda de babor, mientras la proa enfilaba al Suroeste.

      La tripulación en peso permaneció acodada en la borda hasta que la luna en menguante desapareció