Alberto Vazquez-Figueroa

Azabache


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asco, tanto odio y tanto miedo como ese cerdo –murmuró–. Todos, absolutamente todos cuantos estamos a bordo, daríamos una mano por abrirle en canal, pero nadie se atreve… –Le miró de frente–. ¿Por qué?

      –No lo sé –admitió con naturalidad el canario–. Aún no le conozco lo suficiente… Ni a vosotros tampoco.

      –Nosotros no somos más que un montón de sacos de mierda; incapaces entre todos de tirar al mar a un hediondo saco de manteca. –Lanzó un escupitajo al agua–. ¡Dios! Y yo que me sentía tan orgulloso por haber sido timonel de La Niña. –Con un amplio ademán señaló la inmensidad del mar que se abría ante ellos, de un azul añil denso y profundo, y con grandes ondas pacíficas que llegaban del Noroeste haciendo cabecear al maltrecho «Sao Bento» con un lastimoso crujir de huesos–. Y ahora mi consejo es que decidas pronto qué rumbo debemos seguir, porque la paciencia no es la principal virtud del viejo y te juegas la vida.

      Cienfuegos pasó el resto del día y parte de la noche observando el mar y el cielo en un inútil esfuerzo por hacerse una idea de en qué punto del universo se encontraba y determinar si Haití se mantenía aún frente a la proa o había quedado definitivamente a sus espaldas.

      El sol –que al ocultarse marcaba sin lugar a dudas el Oeste– y algunas estrellas de las que su buen amigo Juan De La Cosa le había enseñado a reconocer constituían por el momento sus únicos aliados, y tomó conciencia de que una vez más tendría que echar mano de todo su ingenio de sobreviviente nato para enfrentarse al nuevo peligro que para su integridad física representaba el cruel y panzudo portugués del inmenso testículo.

      El Ganzúa parecía tener razón en cuanto había contado con respecto al temido y repelente capitán de un mísero barcucho que hasta cierto punto podía considerarse nave corsaria o buque espía al servicio de la Corona portuguesa, puesto que todas sus acciones estaban encaminadas a conservar su privilegiada posición de inflexible tirano de una tripulación a la que se diría condenada a navegar eternamente en busca de un incierto destino.

      La vaca marina en tierra firme no hubiera sido nunca más que un pobre inválido aquejado de una grotesca enfermedad que provocaba hilaridad, puesto que su enorme vientre y su desmesurado testículo lo convertían en una especie de ridícula rana sudorosa, pero allí, a bordo del «Sao Bento», era rey y señor, suprema autoridad, juez y verdugo, y hasta el último grumete sabía de antemano que una simple sonrisa mal interpretada podía conducirle al cadalso.

      Tal vez por todo ello, el astuto rey Juan le había elegido entre docenas de posibles candidatos, puesto que lo que exigía aquella clandestina empresa no era un hombre valiente, animoso o emprendedor, sino más bien un avieso y paciente observador capaz de pasarse años en el mar sin experimentar la más mínima nostalgia por un lejano hogar o un puerto amigo en el que descansar.

      La misión de Euclides Boteiro se limitaba por tanto a recorrer miles de millas trazando mapas y analizando posibles derroteros, estudiando vientos y corrientes, y recabando una valiosísima información que algún día se pondría al servicio de los auténticos abanderados de heroicas empresas.

      Y tenía además, y sobre todo, el secretísimo encargo de seguir las huellas de Cristóbal Colón, descubrir sus puertos de apoyo y tratar de adelantársele en la aún incompleta aventura de llegar a los grandes imperios del Este siguiendo el camino del Oeste.

      Y es que casi desde el mismo día en que don Juan II decidió aceptar los consejos de sus navegantes de rechazar la oferta de Colón de intentar la travesía del Océano Tenebroso, y para verlo abandonar Lisboa dispuesto a negociar con los españoles, un mal presagio pareció adueñarse de su ánimo llevándole al íntimo convencimiento de que tal vez acababa de cometer uno de los mayores errores de la Historia.

      A tal punto llegó su desasosiego cuando tuvo noticias de que el genovés se encontraba ya en tratos con los Reyes Católicos que incluso le envió tres mensajeros rogándole que regresara a reiniciar las fallidas conversaciones, pero Colón, tal vez por orgullo, o tal vez porque temiera que en realidad lo único que pretendía era deshacerse de él encarcelándolo, prefirió continuar en España aunque le costara mucho más tiempo y esfuerzo llevar a cabo su difícil empeño.

      El regreso años más tarde de La Pinta y La Niña con la feliz noticia del descubrimiento de nuevas tierras allende los mares provocó de inmediato el nacimiento de una sorda ira en el corazón del monarca al tiempo que una profunda frustración en el seno del pueblo portugués, que consideró que en cierto modo la falta de visión de sus mandatarios les había privado de una gloria a la que creían tener derecho por la magnitud de las hazañas de sus navegantes en los últimos tiempos.

      Un soberano tan pagado de sí mismo como lo había sido siempre don Juan II jamás supo asimilar la notoria ofensa que le hiciera el almirante aireando públicamente su error, por lo que dedicó gran parte de su esfuerzo a boicotear o destruir en lo posible los logros de quien tan abiertamente le había humillado.

      Colón había demostrado que el Océano Tenebroso podía atravesarse, y eso nadie sería capaz de negarlo, pero lo que Colón aún no había conseguido, pese a sus múltiples promesas, era fondear sus naves frente al palacio del Gran Kan, y era en esa tarea donde los portugueses pretendían adelantársele.

      Cuatro buques como el «Sao Bento» habían zarpado por tanto a hurtadillas de los más recónditos puertos de provincias, y sus peculiarísimos capitanes tan solo tenían una orden concreta que cumplir: hacer lo imposible por conseguir que la bandera de los Avis ondeara en primer lugar en las costas de Asia.

      ¿Pero a qué distancia se encontraban exactamente aquellas costas, y cómo salvar el inesperado obstáculo que significaban el cúmulo de islas, islotes e islillas que se atravesaban continuamente en el camino?

      Para el canario Cienfuegos la respuesta a tal pregunta parecía estar muy clara: dondequiera que se encontrase el Gran Kan tenía que ser muy lejos, dado que ni uno solo de los múltiples indígenas con los que había llegado a tomar contacto a lo largo de aquellos años había oído mencionar que en algún lugar del mundo existiesen poderosos reyes o enormes ciudades con palacios de oro, pero resultaba a todas luces evidente que, según le advirtiera la negra Azabache y lo refrendara el flaco Ganzúa, admitirlo ante el sanguinario capitán Eu significaría introducir por sí mismo la cabeza en el lazo de la soga.

      Con la primera claridad de un alba que lo sorprendió recostado en el tambucho de proa, el gomero tenía ya por tanto completamente diseñado en la cabeza el imaginario derrotero que el portugués venía buscando, y había llegado al firme convencimiento de que, según todos los indicios, no más de dos semanas de navegación debían separarlos de las costas de Cipango y el Catay.

      –Al fin y al cabo –se dijo–. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria a un almirante…? Si él afirmaba que Cipango está cerca, es que lo está.

      –Oeste, Suroeste… –fue su firme respuesta por tanto cuando el piojoso capitán le interrogó sobre la ruta a seguir, evocando quizá con ello las indicaciones de los hermanos Pinzón, que siempre habían asegurado que tal rumbo era el más lógico y el que menos hacía sufrir a las naves durante la travesía del océano.

      –¿Oeste, Suroeste…? –repitió el gordinflón como en un eco sin dejar por ello de taladrarlo con sus porcinos ojillos–. ¿Estás seguro?

      –Si el mar y el viento se mantienen así, dentro de cuatro o cinco días emproaremos al Oeste para dar con una isla alta y muy verde que dejaremos por babor.

      Sucedió entonces una de las cosas más pintorescas de que el gomero tuviera nunca noticia, ya que el viejo marino, que presumía de haber pasado más de cuarenta años navegando, pareció desconcertarse de improviso, se miró las manos, consultó un tatuaje que lucía en el dorso de la diestra, y agitando repetidas veces la opuesta, repitió una y otra vez como en una especie de odiosa cantinela:

      –Babor es la izquierda. Babor es la izquierda. Babor es la izquierda… ¡Maldita sea mi alma! Me moriré sin saberlo. ¡Y tú; español de mierda!