dudó, agitó la mano tal como el otro había hecho, y al fin repitió convencido:
–Por la derecha.
–¿Por la derecha? –balbuceó el portugués descompuesto y casi babeante–. ¿No acabas de decirme que por babor? Y babor es la izquierda. ¿O no?
–Creo que tiene usted razón, capitán –se disculpó el canario–. Es que eso es algo que yo nunca he tenido tampoco demasiado claro y ahora, al dudar usted me ha hecho confundirme.
–¡Está bien! Lárgate ahora… Y llama a Azafrán.
–¿Azafrán o Azabache, señor…?
–¡A la negra, joder! –explotó el otro–. ¡Y ándate con ojo, que por menos que eso he azotado a muchos!
–Son cosas del viejo… –sentenció poco más tarde Tristán Madeira cuando Cienfuegos le comentó el curioso incidente–. Pero no te engañes; que confunda nombres no significa que sea estúpido: es que, simplemente, cuando algo se le atraviesa, se le atraganta hasta el final. Y cuida tu gañote porque si el derrotero que le has dado no concuerda con lo que aparezca por la proa eres hombre muerto.
La recomendación iba en serio, el canario lo sabía y por ello se concentró en buscar una salida a la difícil situación en que sin duda se colocaría cuando una alta y verde isla no surgiera de la inmensidad del océano en el momento justo.
Azabache acudió al caer el sol a consolarle.
–¿Tienes miedo? –quiso saber.
–Bastante –asintió convencido–. Ese bestia está deseando hacerme bailar con el que está ahí arriba.
–Te lo advertí. Es un cerdo asesino. Se ha pasado toda la tarde buscando trufas, y ahora ronca como un búfalo. ¡Le odio!
–Si todos le odian tanto, ¿por qué no se ponen de acuerdo y lo tiran al mar?
–Porque es el capitán. Y el capitán de un barco portugués es como un dios.
–Entiendo… ¿Y los botes? ¿No habría forma de robar uno y hacerse a la mar?
–Están sujetos con cadenas y él guarda las llaves. También guarda las armas, su camarote es un auténtico polvorín, y jura que si un día descubriese el más mínimo conato de rebelión haría saltar el barco por los aires. –La muchacha arrugó la ancha nariz en un simpático ademán que repetía con frecuencia–. Y le creo capaz de hacerlo. Para él, aparte de su barco, nada existe, y la vida de los demás le tiene sin cuidado.
–¿Qué podemos hacer?
–Nada –fue la resignada respuesta–. Nada más que rezar para que Dios te ilumine y encuentres el rumbo justo.
–A mí Dios no me ilumina ni con candil –se lamentó el gomero–. O me espabilo solo, o me jodo… –Se volvió a observar fijamente a la africana–. ¿Realmente estás decidida a dejar el barco y cambiar de vida?
–Esto no es vida y malamente podría cambiarla –le hizo notar la otra–. Con tal de largarme estoy dispuesta a todo.
Cienfuegos la observó, llegó al firme convencimiento de que decía la verdad, y tras rascarse la barba concluyó por señalar:
–En ese caso, buscaremos la forma de acercarnos a tierra.
–Más fácil te resultaría conseguir que una tortuga abandonase su caparazón –le hizo notar la negra–. El barco es su fortaleza y el mar su aliado. ¡Mira a sus hombres! Cuanto más adelgazan, más engorda; cuanto más tristes y desesperados están, más orondo y feliz se le ve, y cuantos más mueren, más vivo parece. Es como si se nutriese del mal ajeno, y jamás renunciará a todo eso.
–Pues yo no estoy dispuesto a pasarme la vida a bordo de una pocilga flotante, comiendo galletas agusanadas y expuesto a que cualquier día me cuelguen.
–¿Y crees que a los demás les gusta? Hasta los oficiales me han pedido que lo degüelle cuando le tengo indefenso, borracho y con la cabeza entre los muslos, pero estoy segura de que lo primero que harían luego sería descuartizarme. Le odian, pero nadie tiene cojones para acabar con él.
–Yo lo haré –le prometió el isleño–. Con tu ayuda, pero sin necesidad de degollarlo.
Tres días más tarde el «Sao Bento» disminuyó de forma notable su andadura, comenzó a escorarse levemente y por último humilló la proa más de lo normal, lo que provocó que el timón variase su eje y se alzase en exceso dificultando la maniobrabilidad de la hasta aquellos momentos docilísima embarcación.
El capitán Eu envió de inmediato a su segundo a las sentinas, y este regresó con la mala nueva de que el casco estaba permitiendo que se filtrase agua por la aleta de babor, lo que hacía que, al estar la nave dividida en compartimientos, la sección inundada desbalancease el conjunto.
–¡Está bien! –admitió el repugnante gordinflón–. Que achiquen el agua y reparen los desperfectos.
Pero a media tarde un carpintero acudió a comunicarle que el problema era mucho más serio de lo que aparentaba en un principio, dado que no se trataba de que existiesen una o varias vías de agua que pudiesen taponarse, sino que más bien se diría que toda aquella parte de la aleta de babor, justo bajo la línea de flotación, se estaba ablandando y carcomiendo.
–¡No es posible! –estalló él capitán Boteiro olvidando por unos instantes de rascarse el desmesurado testículo–. El «Sao Bento» está construido con los mejores robles de Manteigas, y jamás se dio el caso de que uno de esos robles se pudriese.
–Puede que tenga razón, capitán –admitió asustado el pobre hombre–. Pero lo cierto es que este se pudrió.
–Ha sido la broma –sentenció Cienfuegos cuando esa misma tarde la noticia corrió entre la tripulación como reguero de pólvora–. Y si no se la ataja, convertirá la nave en un pedazo de pan mojado.
–¿La broma? –repitió un ceñudo contramaestre desconcertado–. ¿Qué diablos es eso?
–Un animalejo que pulula en estas aguas; una especie de carcoma de mar que se fija a los cascos y los va taladrando hasta convertirlos en un colador. El viejo Virutas, el carpintero de la «Marigalante», lo descubrió hace tiempo.
La vaca marina no pudo por menos que alarmarse ante semejante noticia, y dado que esa misma noche nuevos agujeros habían hecho su aparición en otras zonas del casco, mandó llamar al canario y le espetó sin más preámbulos:
–¿Qué invento de mierda es ese de la broma? –quiso saber–. ¿De dónde lo has sacado?
–No es ningún invento, señor… –replicó impertérrito el gomero–. Es algo muy serio. Del mismo modo que no me creería si le cuento que en estas tierras existen lagartos de más de tres metros que se comen a la gente, minúsculas arañas que matan de un solo picotazo o invisibles niguas que anidan bajo las uñas y acaban gangrenando una pierna, tampoco me creería si le digo que esa maldita broma puede descomponer un barco en tres semanas.
–¿Lagartos que se comen a la gente…? –se asombró el otro.
–¡Lo juro! –afirmó el isleño seriamente–. Una vez cincuenta de ellos me mantuvieron toda una noche subido a un árbol. Verá usted, iba yo vadeando tranquilamente una laguna, cuando de repente…
El relato de sus andanzas por las selvas tropicales, su encuentro con los caimanes y su posterior rescate por un amable indígena que le enseñó a sobrevivir en la más hostil de las junglas resultó tan sincero y fascinante que el seboso portugués no pudo por menos que admitir que resultaba de todo imposible que alguien se hubiera inventado todo aquello y diera tal cúmulo de detalles sin haberlo vivido.
–¡Diantre…! –refunfuñó al fin–. Nunca imaginé que este mundo fuera en verdad tan diferente al nuestro. Durante mis viajes a las costas africanas me hablaron de esa especie de lagartos enormes, pero siempre supuse que se trataba de fantasías de negro.