Lorrie Moore

A ver qué se puede hacer


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un libro escrito por él o por ella solo para encontrar la cosa ajena y alienante, irrecordable, podrá jamás negar su condición de misterioso. Es inevitable pensar que de alguna forma esa sorpresa refleja la senilidad rígida de dios mismo, o misma; pero, tal vez sea esa extraña pareja de egoísmo y humildad de los artistas lo que los arroja una y otra vez a este cliché creacional: que somos el sueño de Dios. Los personajes de Dios: que la ficción literaria es una compulsión divina que nos ha sido legada; un eco, una reducción, pero algo que debemos hacer para imitar, quizás para honrar, esa creación original, y que debemos hacer sabiendo que somos endebles, gaseosos… aunque también conmovedores y divertidos. En términos más científicos, la compulsión a leer y escribir –y estoy segura de que es una compulsión– es una forma de circuito mental que la especie ha seleccionado, a lo largo del tiempo, mientras el período de vida aumenta, para mantenernos interesados en nosotros mismos.

      Pues es crucial como especie mantenernos interesados en nosotros mismos. Cuando ese interés desaparezca, daremos un paso al vacío, nos endureceremos como rocas, explotaremos y desapareceremos. El arte nos ha sido dado para mantenernos interesados y comprometidos –antes que distraídos por el materialismo o saciados por el aburrimiento–, de forma que podamos apegarnos a esta vida, una vida que de otra manera podría ser insoportable.

      Entonces, quizás, sea esa compulsión a mantenernos interesados en nosotros mismos lo que haga que el trabajo parezca, bueno, un poco enfermo. (Está bien, no leeré enfermo por entero, pero al menos leeré enfermo como algo que está bien). Sin duda, gran parte del arte se origina y se ubica en los márgenes, es decir, en los contornos del ser humano, como una forma de localizar y definir ese ser. Y ciertamente el arte, y la vida del artista, requieren una cantidad considerable de falta de vergüenza. La ruta hacia la verdad y la belleza es una ruta con peaje: fea y engañosa en sí misma y consigo misma.

      ¿Pero los impulsos hacia esa travesía son patológicos?

      Hice el inventario de mi propia vida.

      Ciertamente de niña hice cosas que ahora parecen señales de que me dirigía a una vida que no era del todo normal; una vida, quizás, “artística”. Separaba cosas: los dijes de los brazaletes, los moños de los vestidos. Era un tiempo (los comienzos de los sesenta, que en realidad fueron una extensión de los cincuenta) en que los vestidos de las niñas estaban muy decorados: apliques mal cosidos, pequeñas bayas de plástico, flores de encaje, moños de satén. Me gustaba quitarlos, y luego solía pegarlos en otro lado, una manga o un mitón. Ya en ese momento me gustaba recontextualizar: uno de los síntomas. Otras veces, solo juntaba estas pequeñas cosas y jugaba con ellas; las guardaba en un cuenco de madera o en un cajón de la cómoda en mi cuarto. Que mis vestidos hubieran sido desnudados, vueltos más prosaicos, no me importaba. Yo tenía una provisión de juguetes en un cuenco. Había empezado una vida secreta. Una cosecha secreta. Había empezado, quizás, una suerte de vida literaria: iba a seguir sembrando el caos en mi guardarropas, pero –¡ay!– siempre hay un precio que pagar. Me había transformado en una acaparadora que coleccionaba objetos brillantes. Era un estornino al revés: cuidaba un nido de huevos reunidos de diferentes lugares.

      Cuando fui un poco mayor, digamos once o doce, solía sentarme en mi cama con un bloc de dibujo, y escuchaba las canciones de la radio. Cada canción duraba tres o cuatro minutos, y durante ese tiempo, dibujaba la canción: solía dibujar el personaje que yo me imaginaba que estaba cantando y el escenario en el que estaba. Normalmente había muchas olas y gaviotas, muelles y frentes costeros. Yo vivía en las montañas, lejos del océano, pero una niñera que había tenido a los nueve años me había enseñado a dibujar faros, entonces ponía un faro en cualquier parte que pudiera. Cuando terminaba una canción, daba vuelta la hoja y dibujaba la siguiente, y así llenaba cuadernos. Estaba obsesionada con las canciones –con las canciones y las cartas, tenía una amiga por correspondencia en Canadá–, y muchas veces pienso que es eso lo que luego intenté encontrar en la literatura: el sentimiento de una canción; la voz amistosa e íntima de una carta, pero sobre todo la cadencia y el sentimiento de una canción. Cuando un texto en prosa alcanzaba ritmos más antiguos, más familiares y más duraderos que él mismo, por un momento, parecía pertenecer a la naturaleza, o, al menos al mundo de la música, y era entonces que me parecía “artístico” y bueno.

      Mostré otros signos de una vida enferma: un enamoramiento extraño y elaborado en Bill Bixby, una creencia en un hada madrina, una pequeña labor periodística en la que mi hermano y yo nos embarcamos, la revista El hombre loco, que consistía en artículos inventados que escribíamos en papel rayado sobre personas locas, especialmente personas locas que vivían en casas encantadas. Después uníamos las hojas con un moño y se las vendíamos a miembros de la familia por diez centavos. Pero era una vida imaginaria.

      Cuando crecí, supongo que hubo otros signos de enfermedad. Me gustaba más escuchar hablar de fiestas que asistir a ellas. Me gustaba llamar a una amiga al día siguiente y escuchar lo que me contaba. Quería chismes, narraciones de tercera mano. Mis lecturas eran dispersas, aleatorias, asistemáticas. No era una de esas lindas adolescentes que pasaban sus veranos leyendo todo Jane Austen. Mis libros preferidos eran El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald y Tan buenos amigos de Lois Gould. Más adelante como tantas (de las “atribuladas”) descubrí a las Brontë. Se entra en estos libros realmente grandes, realmente incómodos, como en un sueño febril; de hecho, los sueños afiebrados figuran prominentemente en ellos. Son libros situados en la enfermedad, a la que no le tienen miedo. Y eso es lo que los hacía tan maravillosos para mí. Estaban en el medio de algo desorganizado. Pero no parecían ajenos en lo más mínimo. De hecho, pocas cosas escritas por mujeres me parecían ajenas. Los libros de mujeres eran como grandes amigas, un alivio. Aparecían en el jardín de adelante y saludaban con la mano. Para llegar a los libros de hombres, había que caminar una cierta distancia, recorrer un trayecto, aunque como lectoras, las chicas, estábamos bien entrenadas para la caminata y no aprendimos a estar molestas y sentir recelo hasta más tarde. Un libro escrito por una mujer, un libro que empezó cerca, en el pórtico del corazón, era un regalo, una alegría, y finalmente, pienso que esa es la razón por la que las mujeres que se transformaron en escritoras lo hicieron: para crear más libros en el mundo escritos por mujeres, para darse a sí mismas más cosas para leer.

      Cuando empecé a escribir, solía sentirme mal por los hombres, especialmente por los hombres blancos, pues daba la impresión de que las razones por las que ellos se volvían escritores no estaban tan claras, ni eran tan convincentes, o había que buscarlas o incluso inventarles una excusa. A pesar de que su, comillas, tradición, era más celebrada y estaba más disponible, también estaba más llena. Era indignante. Un escritor joven, ¿qué aporte pensaba que estaba haciendo? Como mujer, yo nunca sentí eso. Parecía haber algunas luces de guía (a mí, por supuesto, siempre me gustaron las más dementes: Sexton, Plath, McCullers), pero eso era todo. Admiración y entusiasmo y una sensación de escasez: la inspiración sin la ansiedad de la influencia.

      Ahora me siento un poco menos así, en parte porque sé que la lucha principal de todos los escritores es con la danza y las limitaciones del lenguaje: ser digno de su textura, pero hacerlo sin miedo. Se debe arrojar todo lo que se es al lenguaje, como un árbol de Navidad arrojado a una piscina. Se debe escuchar y avanzar, oración por oración, oyendo lo que sigue en la propia historia: y eso puede ser un poco enloquecedor. Puede ser como intentar entender un susurro en idioma extranjero: ¿dijo je t’adore o shut de door?

      Hacer que el lenguaje cante mientras funciona es una tarea que está más allá del género. Cuántas veces he intentado sacar de mi propia narración la frase Y de repente, como si el falso drama de esas tres palabras pudiera despertar una historia. Normalmente, eso es lo que me advierte que estoy escribiendo mal; el empezar cada oración de esa forma: Y de repente fue a la tienda. Y de repente la tienda era tabique. Y de repente había estado dormida por ocho horas. El escritor se casa con el lenguaje, decía Auden, y de este matrimonio nace la escritura. ¿Y qué pasa si el lenguaje parece inadecuado, tímido, recalcitrante, temeroso? Suelo recordar el poema de Albert Goldbarth, “Alien Tongue”, en el que el poeta piensa melancólica, adúlteramente en una lengua imaginada que tiene tantas categorías que llega a la finura de tener un tiempo que significa “habría, si hubiera sido