Lorrie Moore

A ver qué se puede hacer


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partes… Pero después, George Eliot nos recuerda que la producción literaria excesiva es una ofensa social. En lo que al lenguaje respecta, tenemos que vivir contentos y descontentos con el propio, haciéndole hacer lo que puede, y también, un poquito de lo que no puede. Y esta contradicción nos lleva, supongo, a una estética improvisada de la enfermedad.

      Escribir es al mismo tiempo la excursión hacia adentro y hacia afuera de la propia vida. Esta es una paradoja de la vida artística que marea. Es algo que, como el amor, te saca de forma dolorosa y deliciosa de los contornos ordinarios de la existencia. Y esto se une a otra paradoja que marea: la vida es un regalo maravilloso, hilarante y bendito, y es también intolerable. Incluso en la vida más afortunada, por ejemplo, uno ama a alguien y luego esa persona se muere. Esto no es aceptable. ¡Esta es una falla de diseño importante! Por no hablar de las vidas realmente calamitosas del mundo. En un movimiento hacia el exterior, la imaginación existe para consolarnos con todo aquello que es interesante; no sustraer sino agregarles algo a nuestras vidas. Me recuerda a una escuela primara italiana progresista sobre la que leí una vez donde las aulas tenían dos baúles con disfraces: por las dudas de que los niños quisieran disfrazarse ese día mientras estudiaban matemáticas o botánica.

      Pero la imaginación también nos empuja hacia adentro. Construye interiormente lo que ha entrado en nuestra interioridad. El mejor arte, especialmente el arte literario, abraza la idea misma de la paradoja: ve opuestos, antítesis que coexisten. Sé los violetas y los azules en la pintura de una naranja; ve los escarlatas y los amarillos en un racimo de uvas Concord. En la narración, los tonos comparten espacio; a veces revueltas, las ironías crepitan. Consideremos estas líneas del cuento “Una vida real”, de Alice Munro: “El corazón de Albert no resistió: solo tuvo tiempo de hacerse a un costado de la ruta y detener el camión. Murió en un lugar encantador, donde los robles negros crecían en el fondo y un arroyo claro y dulce corría detrás de la carretera”. O estas líneas de un monólogo de Garrison Keillor: “Y entonces lo saboreó, y una mirada de placer se instaló en él, y después murió. Ah, la vida es buena. La vida es buena”. Lo que constituye la tragedia y lo que constituye la comedia debe ser una cuestión borrosa. La comediante Joan Rivers ha dicho que no existe ningún sufrimiento propio que no sea al mismo tiempo potencialmente gracioso. Delmore Schwartz afirmó que la única forma en que se puede entender Hamlet es suponiendo desde el principio que todos los personajes están tremendamente borrachos. A veces pienso en una conocida mía que también es escritora y que una vez me encontré en una librería. Intercambiamos saludos y cuando le pregunté en qué estaba trabajando, me dijo: “Bueno, estaba trabajando en una larga novela cómica, pero a mediados del verano mi esposo tuvo un terrible accidente con una sierra eléctrica y perdió tres dedos. Eso nos dejó tristes y conmocionados, y cuando volví a escribir, la novela cómica empezó a volverse cada vez más fofa y triste y deprimente. Entonces la descarté y empecé a escribir una novela sobre un hombre que pierde tres dedos por accidente con una sierra, y eso”, dijo, “eso está resultando realmente gracioso”.

      Una lección de humor.

      Y eso nos lleva a esa paradoja, o al menos a ese término paradójico de ficción autobiográfica. ¿Esto es autobiográfico?, se les pregunta constantemente a los escritores de ficción. A los críticos literarios no se les pregunta eso; tampoco a los concertistas de violín, aunque, según mi opinión, no hay nada más autobiográfico que la reseña de un libro o un solo de violín. Pero como la literatura siempre ha funcionado como un medio a través del cual saber qué nos está pasando y también qué pensamos sobre eso, a los escritores de ficción les preguntan: “¿Cuál es la relación entre los eventos de esta historia/novela/obra y los de tu propia vida (sean los que sean)?”.

      Yo pienso que la relación correcta entre un escritor y su propia vida es similar a la de un cocinero con una alacena. Lo que el cocinero hace con lo que está dentro de la alacena no es equivalente al contenido de la alacena. Y, obviamente, todo el mundo comprende eso. Incluso en la ficción más autobiográfica hay alguna clase de paráfrasis, y este es un término usado por Katherine Anne Porter que es bueno utilizar en relación a ella pero también en general. En lo personal nunca escribí autobiográficamente en el sentido de usar y transcribir eventos de mi vida. Ninguna (o muy pocas) de las cosas que les sucedieron a mis personajes me sucedieron a mí. Pero la propia vida está siempre presente, recolectando y proveyendo asuntos, y eso llegará hasta el propio trabajo de todas formas: por vías emocionales. A veces pienso en un alumno de escritura que tuve que era ciego. Jamás escribió sobre una persona ciega, nunca escribió sobre la ceguera en absoluto. Pero sus personajes siempre se golpeaban con cosas y les salían moretones: y a mí eso me parecía una transformación de la vida en arte muy típica y verdadera. Quería imaginarse a una persona que no fuera él mismo; pero, paradójica y necesariamente, su viaje hacia esa persona era a través de su propia vida. Como un padre con un hijo, les daba a sus personajes un poco de lo que sabía… pero no todo. Nutría a sus personajes antes que replicar o transcribir su propia vida.

      La autobiografía puede ser una herramienta útil: excluye la invención; en realidad, invención y autobiografía se excluyen mutuamente. La pluma se refugia de la una en la otra: busca dignidad moral o propósito en una, y corre luego a los brazos de la otra. Toda la energía que se pone en la obra, la fuerza de la imaginación y la concentración es una clase de energía autobiográfica, no importa sobre qué se esté escribiendo. Uno debe entregarse a su trabajo como a un amante. Entregarse y tratar de no pelear. Tal vez sí sea algo medio enfermo –algo a mitad de camino entre la “cuarentena y la opereta” (para robarle una frase a Céline)– el escribir de forma intensa y cuidadosa; no con la propia pluma a un brazo de distancia, sino, quizás, con la mano cerca del corazón, moviéndose como una aleta, la propia, acercándose a la página, escuchando con el oído y la mejilla, los labios formando las palabras. Martha Graham habla del término islandés ansioso de fatalidad que denota esa difícil prueba del aislamiento, la inquietud, el encierro que experimentan los artistas cuando están enfermos con una idea.

      Cuando un escritor está ansioso de fatalidad, la escritura no será lodo sobre la página; les dará a los lectores –y el escritor, por supuesto, es el primer lector– una experiencia que no han tenido nunca, o lo que les dé sea tal vez, finalmente, las palabras para una experiencia que tienen. La escritura descubrirá un mundo; será el “ponerse a trabajar de la verdad de lo que es” heideggeriano. Pero no habrá perdido el detalle; el detalle en sí mismo contiene el universo. Como dijo Flannery O’Connor: “Siempre es necesario recordar que el escritor de ficción está en lo inmediato mucho menos preocupado de las grandes ideas y las emociones intensas que de ponerles pantuflas a los vendedores”. Hay que pensar en la artesanía, ese impulso de crear un objeto a partir de los materiales disponibles, tanto como en la añoranza espiritual, el barrido filosófico. “Es imposible experimentar la propia muerte de forma objetiva”, dijo una vez Woody Allen, “y seguir entonando una canción”.

      Obviamente hay que mantener una cierta cantidad de fe literaria y no tener miedo de viajar con la propia obra hacia los márgenes, las selvas y las zonas de peligro, y uno también debería vivir con alguien que pudiera cocinar y que pudiera, al mismo tiempo, acompañarte y dejarte solo. Pero no existe ninguna fórmula para el trabajo ni para la vida, y lo único que cualquier escritor finalmente conoce son las pequeñas decisiones que se vio forzado a tomar dadas las circunstancias particulares. No existe una receta de oro. La mayoría de los asuntos literarios son tan tercos como los resfríos; resisten todas las fórmulas; la del químico, la de la nodriza, la del mago. No existe ninguna fórmula fuera de la enferma devoción por el trabajo. Quizás, de joven, sería sabio evitar pensarse como escritor: pues hay algo quieto y satisfecho, demasiado saludable, en ese pensamiento. Mejor pensar en la escritura, en lo que uno hace, la escritura, como una actividad antes que como una identidad. Yo escribo, nosotros escribimos; mantener la vocación como un verbo antes que como un sustantivo; mantenerse trabajando en la cosa, todo el tiempo, en todos los lugares, de modo que tu vida no se vuelva una pose, una pornografía de deseos. William Carlos Williams dijo: “Atrapa algo interesante de mirar, atrapa algo interesante de oír y no sueltes lo que atrapaste”. Era médico. Así que supongo que sabía sobre más enfermo y mejor, y cómo con frecuencia estas dos cosas están