el mirlo también conoció esto?
—De ser así, se lo debe a usted —respondió el policía.
—Y yo se lo debo a usted.
—No: a usted mismo —respondió su guía volador.
¡Y luego el desierto! Habían cruzado el fragante Mediterráneo y llegado a las zonas de arena. Se levantaba en nubes y hojas mientras un poderoso viento se agitaba sobre las leguas de soledad que se extendían debajo de ellos hasta la distancia azul. Se arremolinaba alrededor de ellos y les picaba la cara.
—¡Delgados cordones de arena que se desmoronan antes que ceñir! —gritó el profesor con una carcajada, sin saber lo que había dicho en el delirio de su placer.
El aroma caliente de la arena lo entusiasmaba; saber que en cientos de kilómetros no se veía una casa ni un ser humano lo emocionaba vertiginosamente con el deleite incalculable de la libertad. El esplendor de la noche, místico e incomunicable, lo superó. Se elevó, riendo con desenfreno, sacudiéndose la arena del pelo y trazando curvas gigantescas por el espacio estrellado que lo rodeaba. Recordaba vívidamente la imagen de esas alas desaliñadas en la jaulita apretada… y luego volteó hacia abajo y se dio cuenta de que aquí los vientos se hundían exhaustos por la fatiga misma de tener demasiado espacio. Ay, si pudiera arrancar los barrotes de todas las jaulas que el mundo ha conocido —liberar a todas las criaturas cautivas—, ¡restaurar a toda la fauna alada salvaje la libertad de los espacios abiertos que es suya por derecho!
Volvió a gritar a las estrellas y los vientos y los desiertos, pero sus palabras no encontraron expresión inteligible, pues su pasión era demasiado grande para ser confinada en cualquier medio conocido. Sólo el policía mundial entendió, quizá, pues bajó volando en círculos alrededor del pequeño profesor y reía y reía y reía.
Y parecía como si enormes figuras se formaran en el cielo para escuchar, y se agacharan para levantarlo con un solo movimiento de sus inmensos brazos desde la tierra hasta las alturas. Tal era el torrencial poder y deleite de escape que había en él que casi sentía que podía sobrevolar los helados abismos de la propia Muerte… sin que jamás lo atrapara…
Las formas colosales de Egipto, terribles y monstruosas, pasaron abajo muy lejos en enorme y sombría procesión, y las desoladas montañas libias lo atrajeron flotando sobre sus páramos de piedra…
¡Y esto era sólo un principio! ¡Asia, India y los mares del Sur estaban todos a su alcance! De uno en uno podían visitarse todos. ¡Los espacios interestelares, los planetas lejanos y la blanca Luna aún quedaban por explorar!
—Pronto debemos pensar en volver —oyó la voz de su compañero, y entonces recordó cómo su propio cuerpo, acalorado y febril, estaba tendido en aquel cuartito sofocante del otro lado de Europa. En efecto, estaba enjaulado —el cuerpo maltrecho en el cuarto, y él mismo en el cuerpo maltrecho—: doblemente enjaulado. Se rio y tiritó. El viento lo recorrió, dejándolo limpio. Se volvió a elevar en el éxtasis del vuelo libre, siguiendo al policía de camino a casa, y abajo las montañas se volvieron una línea morada en el mapa. En una serie de grandes planeos reposaron en la cima de la Pirámide y luego en la frente de la Esfinge, y así hacia delante, tocando la tierra a intervalos, hasta que oyeron nuevamente las olas sobre la costa, y otra vez se elevaron por los aires sobre el mar, cruzando España y los Pirineos. El delgado contorno azul del policía se mantuvo siempre a su lado.
—¡De todas las lejanas colinas del cielo soplan estos vientos de libertad! —gritó al espacio, y después soltó una carcajada que hizo que su guía diera vueltas y vueltas alrededor de él, riendo por lo bajo mientras volaba. Era una risita curiosa, argéntea… pero sonaba como si le llegara desde una distancia mucho mayor que antes. Le llegaba, por decirlo así, a través de barreras.
La imagen de la tienda para aficionados a los pájaros le volvió a llegar vívidamente. Vio los ojitos implorantes y asustados; oyó el golpeteo incesante de los pies apresados, las alas pegando contra los barrotes y los suaves cuerpos empujando en vano para salir. Vio la cara colorada de Theodore Spinks, el propietario, regodeándose ante la escena de vida cautiva que le daba los medios para vivir: los medios para disfrutar su pequeña medida de libertad. Vio a la gaviota decaída en su rincón, y al búho con los ojos llenos del polvo de la calle, sus orejas emplumadas crispándose… y entonces volvió a pensar en los seres humanos enjaulados del mundo —hombres, mujeres y niños— y un dolor, como el dolor de un universo entero, le quemó el alma y encendió su corazón de anhelo… de liberarlos a todos al instante.
Y, al no poder encontrar palabras para expresar lo que sentía, volvió a encontrar alivio en su extraño e impetuoso canto.
Simon Parnacute, profesor de Economía Política, ¡cantó en mitad del cielo! Pero ése fue su último recuerdo vívido. A partir de ahí, todo se fue poniendo un poco borroso. Todo cambió rápidamente como en un sueño cuando el cuerpo se acerca al momento de despertar. Él trató de sujetarlo y detenerlo, de retrasar el momento en que debía terminar, pero ese poder estaba más allá de él. Se sentía pesado y cansado, y volaba más cerca del suelo; los intervalos entre las curvas de vuelo se hicieron más y más pequeños, el ímpetu más y más débil mientras él a cada momento se volvía más denso y estúpido. Su curso por los campos del sur de Inglaterra, en su camino a casa que ya era casi trabajoso, se volvió una serie de saltos largos y bajos más que un vuelo propiamente dicho. Más y más seguido se veía obligado a tocar tierra para adquirir el impulso necesario. El policía corpulento parecía haberse fundido repentinamente en el azul de la noche.
Luego oyó que se abría una puerta en el cielo sobre su cabeza. Una estrella bajó y se acercó demasiado, y lo deslumbró. Instintivamente gritó pidiendo ayuda a su amigo, el policía mundial.
—Ya es hora de su sopa —fue la única respuesta que obtuvo.
No parecía ser la respuesta correcta, ni tampoco la voz correcta. Un terror de estar perdido permanentemente lo invadió, y volvió a gritar, más fuerte que antes.
—Y primero la medicina —soltó la voz estridente y aguda desde el espacio infinito.
No era la voz del policía para nada. Ahora lo sabía, y entendía. Una sensación de agotamiento, de repulsión nauseabunda y hastío se apoderó de él. Volteó hacia arriba. El cielo se había vuelto blanco; vio cortinas y paredes y una lámpara brillante con una pantalla roja. Ésta era la estrella que por poco lo había cegado: ¡sólo una lámpara en el cuarto de un enfermo! Y, de pie en el otro extremo de la habitación, vio la figura de la enfermera de cofia y delantal.
Bajo él yacía su cuerpo en la cama. Su sensación de repugnancia y hastío se volvió un horror absoluto. Pero se hundió exhausto en él: en su jaula.
—Tome esta sopa, señor, después de la medicina, y luego quizá podrá dormir otro poco —le decía la enfermera con amable autoridad, encorvada sobre él.
IV
EL PROGRESO DEL PROFESOR PARNACUTE hacia la recuperación fue lento y tedioso, pues la enfermedad había sido severa y lo había dejado con el corazón peligrosamente debilitado.
Y por la noche aún se deleitaba con los sueños de vuelo. Sólo que, para entonces, ya había aprendido a volar solo. Su amigo fantasma, el corpulento policía mundial, ya no lo acompañaba.
Y su principal ocupación en estas tediosas horas de convalecencia fue curiosa y, a juicio de la enfermera, no muy apropiada para un inválido, pues se pasaba el tiempo en cálculos interminables, repasando detenidamente la lista de sus pocas inversiones y sumando incontables veces el total de sus ahorros de casi cuarenta años. La cama estaba cubierta de papeles y documentos; siempre se perdían los lápices entre las sábanas, y cada vez que la enfermera recogía toda la parafernalia y la ponía a un lado, él esperaba a que ella saliera del cuarto y se arrastraba hasta la mesa y se lo llevaba todo otra vez a la cama.
Finalmente, ella dejó de pelearse con él y cedió, pues su inquietud