Algernon Blackwood

El valle perdido y otros relatos alucinantes


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hay nada más que usted pueda hacer por , señor, gracias —respondió el hombre en sus tonos más brillantes—. ¡Pero hay algo más que yo puedo hacer por usted! Y eso es darle una probada preliminar de la libertad, para que pueda darse cuenta de que está viviendo en una jaula, y esté menos confundido y desconcertado cuando le toque hacer el escape final —Parnacute recuperó el aliento bruscamente… mirando boquiabierto.

      De una sola zancada el policía recorrió el espacio entre él y la cama. Antes de que el debilitado y febril profesor pudiera emitir palabra o grito, el otro levantó su exangüe cuerpo de la cama, sacudiéndole las cobijas como el papel de un paquete, y sin mayor ceremonia lo echó sobre sus gigantes hombros. Luego cruzó el cuarto, sacó una llave del bolsillo del faldón de su abrigo y la metió directamente en la pared sólida. La giró y todo ese lado de la casa se abrió como una puerta.

      Por un segundo, Simon Parnacute volteó hacia atrás y vio la lámpara y la chimenea y la cama. Y en la cama vio su propio cuerpo acostado, inmóvil, profundamente dormido.

      Luego, mientras el policía se balanceaba, suspendido en el borde vertiginoso, miró hacia fuera y vio la red de luces del alumbrado público abajo muy lejos, y oyó el profundo rugido de la ciudad golpear sus oídos como el estruendo de un mar.

      Un momento después el hombre dio un paso al vacío, y vio que se elevaban rápidamente hacia la oscura bóveda del cielo, donde las estrellas titilaban sobre ellos entre delgados jirones de nubes voladoras.

      III

      UNA VEZ AFUERA, FLOTANDO EN LA NOCHE, el policía le dio a su hombro una fuerte sacudida que lanzó su pequeña carga al espacio abierto.

      —¡Salte! —gritó—. ¡No hay ningún peligro!

      El profesor cayó como una bala hacia el pavimento, y de pronto se empezó a elevar otra vez, como un globo. Todo rastro de fiebre o incomodidad corporal lo había abandona­do por completo. Se sentía tan ligero como el aire y tan fuerte como el rayo.

      —Ahora, ¿adónde vamos? —sonó la voz arriba de él.

      Simon Parnacute no era muy volador. Nunca había conocido esos extraños sueños de vuelo que constituyen un raro placer en la vida onírica de muchas personas. Estaba increíblemente aterrado hasta que se dio cuenta de que no se estrellaba contra la tierra y de que tenía dentro de sí el poder de regular sus movimientos, de elevarse o hundirse a voluntad. Entonces, por supuesto, la furia más salvaje de deleite y libertad que hubiera conocido en la vida destelló por todo su cuerpo y ardió en su cerebro como una intoxicación.

      —¿Las grandes ciudades o las estrellas? —preguntó el policía mundial.

      —No, no —gritó—, el campo: ¡el campo abierto! ¡Y otras tierras! —pues Simon Parnacute nunca había viajado. Por increíble que parezca, en toda su vida lo más lejos que había estado de Inglaterra era un velero en Southend. Su cuerpo había viajado aún menos en su imaginación. Con esta capacidad de movimiento repentinamente incrementada, el deseo de correr por todas partes y ver se volvió una pasión.

      —¡Bosques! ¡Montañas! ¡Mares! ¡Desiertos! ¡Lo que sea, excepto casas y gente! —gritó, elevándose hacia su compañero sin el menor esfuerzo.

      Un intenso anhelo de ver las regiones desoladas y solitarias de la Tierra se apoderó de él, desgarrándolo para salir en palabras extrañamente diferentes a su forma de hablar normal y mesurada. Toda su vida había dado pasos de un lado a otro en un jardincito muy formal con los caminos más precisos que se pueda uno imaginar. Ahora quería un mundo sin sendas. La reacción fue tremenda. El deseo del árabe por el desierto, del gitano por los páramos abiertos, el “deseo de la agachadiza por la Naturaleza” —el anhelo del eterno vagabundo— poseyó su alma y encontró desahogo en las palabras.

      Era como si la pasión del mirlo liberado se estuviera reproduciendo en él y volviéndose articulada.

      —Me persiguen los rostros de los lugares olvidados del mundo —gritó impetuosamente—. Playas tendidas a la luz de la luna, olvidadas a la luz de la luna… —su expresión, como la del pájaro, se había vuelto lírica.

      “¿Será esto lo que sintió el mirlo?”, se preguntaba.

      —Entonces, vamos —gritó en respuesta el policía—. No hay más tiempo que el presente, recuerde. —Se lanzó por el espacio como un enorme proyectil. Producía un ligero silbido al pasar.

      Parnacute siguió su ejemplo. El más ligero deseo, descubrió, le daba al instante la facilidad y velocidad del pensamiento.

      El policía se había quitado su casco, abrigo y cinturón, y los había dejado caer desde lo alto en alguna calle de Londres. Ahora aparecía como el simple contorno azul de un hombre, apenas discernible contra el cielo oscuro: un contorno lleno de aire. El profesor se echó un vistazo y vio que él también era sólo el contorno de un hombre: un contorno pálido lleno del aire morado de la noche.

      —Vamos, pues —exclamó ese “poli del mundo”.

      Los dos juntos subieron disparados vertiginosamente, y las luces de Londres, ciudad y suburbios, se alejaron parpadeando debajo de ellos, en líneas y parches radiantes. En un segundo la oscuridad llenó el enorme hueco, derramándose detrás de ellos como una poderosa ola. Otros arroyos y parches de luz se sucedieron rápidamente, borrosos y tenues, como los faroles de las estaciones de tren vistas desde un expreso nocturno, conforme otras poblaciones iban pasando debajo de ellos en serie y eran devoradas por el golfo que dejaban atrás.

      Un aire fresco y salado les pegó en la cara, y Parnacute oyó el suave romper de las olas al cruzar el Canal, y siguieron deslizándose sobre los campos y bosques de Francia, que deste­llaban debajo de ellos como los cuadros de un imponente tablero de ajedrez. Como juguetes, un pueblo tras otro pasó disparado, con su olor a ganado, humo de turba y tenues vientos de la primavera cercana.

      A veces pasaban bajo las nubes y perdían las estrellas, a veces sobre ellas y perdían el mundo; a veces sobre bosques que rugían como el mar, a veces sobre vastas planicies quietas y silenciosas como la tumba; pero Parnacute siempre veía las constelaciones de Orión y las Pléyades brillando en el cuello del policía volador, con su diseño resaltando como si tuvieran diminutos focos eléctricos.

      Debajo de ellos yacía el gigantesco mapa de la tierra, levantada, marcada, de colores oscuros, respirando: un mapa vivo.

      Luego llegó el Jura, suave y morado, alfombrado de bosques, rodando bajo ellos como un sueño, y desde lo alto vieron valles adormecidos y oyeron el lejano correr del agua y el canto de incontables arroyos.

      —¡Gloria, gloria! —gritó el profesor—. ¿Y los pájaros conocen esto?

      —No los que están prisioneros —fue la respuesta. Y más adelante surcaron veloces sobre grandes extensiones resplandecientes de agua al acercarse a los lagos de Suiza. Luego, al entrar en las zonas de atmósfera gélida, voltearon hacia abajo y vieron torres blancas y pináculos de plata, y las formas imponentes y quebradas de glaciares que se alzaban y caían entre campos de nieve eterna, doblándose sobre las monta­ñas en una vasta procesión.

      —Creo que… ¡tengo miedo! —jadeó Parnacute; trató de agarrar a su compañero, pero sólo atrapó el aire gélido.

      El policía rio con ganas.

      —Esto no es nada… comparado con Marte o la Luna —gri­tó, remontándose hasta que los Alpes se veían como un macizo de campanillas de invierno en un jardín de Surrey—. Pronto se acostumbrará.

      El profesor de Economía Política se elevó detrás de él. Pero más adelante volvieron a descender trazando una inmensa curva y tocaron las cimas de las montañas más altas con los dedos de los pies. Esto de inmediato volvió a mandarlos al aire, rebotando con el ímpetu de los cohetes, y así siguieron precipitándose por la noche perfumada y sin sendas