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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso


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      La historia de Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine corre paralela entre 1955 y 1965 con las series semanales de televisión Alfred Hitchcock presenta y La hora de Alfred Hitchcock, en las cadenas CBS y NBC. Muchos autores publicados en la revista colaboraron en los guiones para las películas de ambas series televisivas, por ejemplo: Ed McBain, Jack Ritchie, Ed Lacy, Henry Slesar, Donald E. Westlake y Talmage Powell. Cada programa era presentado por Hitchcock, quien al final comentaba las películas con inteligencia y sentido del humor. Recurrió a actores y directores de primer orden, y siempre ocupó los horarios predilectos en la programación general. Para entonces, Hitchcock se había convertido ya en su propia leyenda.

      Hitchcock sin duda fue un gran lector, ávido de buena literatura, y un correcto supervisor editorial que dejaba su impronta, ya prefabricada, en cada proyecto. Mi devoción a su obra fílmica ha influido para llevarme repetidamente a la revista, cada uno de cuyos números contiene varios cuentos espléndidos. Suele incluir autores primerizos junto con otros renombrados. Esta edición, por cierto, logra un nuevo deleite dentro de la abundante iconografía del realizador. Ahí está sir Alfred, en la portada, como conserje de hotel de lujo, listo para servirnos un pájaro negro con la mayor elegancia imaginable. Buen retrato del cineasta y del libro.

      El peso de una temática de trasfondo más apropiado para la tragedia se evita en estas narraciones gracias a la ligereza de tono, que aporta una incertidumbre esencial al suspenso; admite incluso giros humorísticos en la naturalidad de la prosa que nos hacen sonreír, en ocasiones, ante desen­laces crueles y sangrientos. En suma, se trata de una medicina para preparar el alma ante las atrocidades de la existencia, al menos para los aficionados al género de terror.

      La categoría de pulp fiction, a la que pertenece Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine, no es estrictamente literaria, sino económica. Incluye algunas obras que se pagaban por cantidad, a tantos centavos de dólar por palabra, y solían publicarse en revistas impresas en papel reciclado de pulpa. Proveyeron de ingresos a muchos autores jóvenes posteriormente consagrados, como Isaac Asimov, Ed McBain, Philip K. Dick o Avram Davidson. Hay una variable interesante: los proyectos editoriales modestos no reciben mucha atención de la censura y gozan de cierta libertad de la que carecen otras manifestaciones. De hecho, una de las antologías de la revista está dedicada a relatos que no tuvieron permi­so de adaptarse para la televisión.

      La maldad en muchos de estos cuentos se presenta como resultado de circunstancias, más que atributos o inclinaciones de los personajes. Eso contribuye a la credibilidad: todos tenemos acceso al mal, especialmente si se nos ofrece sin temor al castigo. En algunos casos, el bien no puede triunfar sino recurriendo a actos de maldad. Más que un simple recurso narrativo, esto pareciera formar parte del estado mental de los Estados Unidos modernos y de su visión de la condición humana.

      Un safari en la selva profunda del corazón de África, un suburbio burgués en el estado de Florida, una gran mansión en Los Ángeles, un salón de masajes de relajación, la gran ciudad, el pueblecito insignificante, los oscuros e intrincados lazos en la confrontación de dos sacerdotes, las intrigas criminales de ambiciosos productores de cine, funerales sin cadáver o con un exceso de difuntos en un mismo ataúd, tribunales que dictan sentencias de muerte, trayectos fatales en carretera, peculiaridades de municipios ultraconservadores de Nueva Inglaterra, violencia en torno a un dios venido de la India, una arena de box en la Inglaterra del siglo XVIII. La variedad de escenarios es notable y aporta una cali­dad presencial a los relatos. En cada contexto aparece un poder radical de la maldad que amenaza a sus víctimas. A veces el tono es humorístico, en ocasiones el enfrentamiento va cargado de referentes sociales. No siempre triunfa el bien; al contrario, pareciera que la maldad es más eficaz en lograr sus objetivos: una gran verdad en la historia de las sociedades humanas que no suele presentarse con tanto desenfado en tipos más serios de ficción.

      El genio creativo de Alfred Hitchcock forma un capítulo aparte en la historia del arte del siglo XX. Una obra abundante y audaz que logra meter al espectador en sus extraños vericuetos, desafiando todas las ideas preconcebidas sobre la moral e implicándonos en su obsesión personal por perseguir inocentes. Es, sin duda, el autor más perver­so entre todos los grandes cineastas. Quizás el más ambi­cioso en muchos sentidos.

      RICARDO VINÓS

      Ciudad de México, junio de 2020

      VUDÚ

      RHYS BOWEN

      RHYS BOWEN creció en Bath, Inglaterra, pero fueron sus visitas a Gales en su infancia las que le dieron el escenario para su serie de misterio protagonizada por un policía galés, el alguacil Evan, con la que ha obtenido varios premios. En otra serie también premiada nos presenta a la inmigrante irlandesa Molly Murphy abriéndose camino a principios del siglo XX en Nueva York. Antes de escribir historias de misterio, la señora Bowen trabajó como escritora para la BBC en Londres, y fue autora de libros infantiles. El primer cuento que publicó en AHMM es “Vudú”, en el cual transmite con agude­za los escenarios y juega con percepciones equivocadas del vudú. Es triste que debido al huracán Katrina de 2005 puedan haberse perdido para siempre los barrios de Nueva Orleans captados con tanta habilidad en este relato.

      EN LOS MODERNOS REPORTES POLICIACOS no es frecuente que se mencione el vudú como causa de muerte, pero eso decía el papel escrito por el oficial Paul Renoir que encontré sobre el escritorio en el cuartel general del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Probable causa de muerte: vudú.

      Me intrigó tanto esa palabra del reporte que determiné llevar a cabo la investigación personalmente, en lugar de en­co­mendarla a alguno de los funcionarios más jóvenes. Después de veinte años en la división de homicidios del departamento de policía de una ciudad grande, me sentía fastidiado con violaciones colectivas, tratos frustrados de tráfico de drogas y hombres que les destrozaban la cabeza a sus esposas sencillamente porque les dieron ganas de hacerlo después de una noche de parranda.

      Mandé llamar a Renoir. Era un joven de aspecto serio, de menor estatura de lo que era habitual en la policía en los tiempos en que yo me uní a la corporación, de cara redonda y bien dispuesto al trabajo. Llevaba sólo dos meses en la sección de homicidios, y era muy evidente que se hallaba incómodo en mi presencia.

      —¿De qué se trata esto, Renoir? —le pregunté, agitando el reporte hacia él, que desplazaba de un pie a otro su peso, en actitud incómoda—. ¿Se trata de una broma?

      —Oh, no, señor —repuso, y aumentó la seriedad en su expresión—. Sé que suena de verdad raro, pero la viuda insistió mucho. Dice que no hay ninguna otra explicación. Y el doctor también se sentía confuso.

      Le indiqué una silla de vinilo y acero frente a mi escritorio.

      —Mejor siéntate y cuéntame los pormenores del caso.

      Se sentó al borde de la silla, todavía evidenciando nerviosismo.

      —El oficial Roberts y yo recibimos una llamada solicitándonos acudir al Garden District para investigar un posible homicidio. Es una de esas grandes mansiones, señor.

      —Las mansiones suelen ser grandes, Renoir. Hay que aprender a ser breves, Renoir, ¿de acuerdo?

      —Lo siento mucho, señor. Una de esas grandes, eh, casas en Saint Charles. La esposa desconsolada nos recibió en la puerta y nos hizo subir la escalera a la recámara principal, donde estaba tendido un hombre muerto. No vimos señales de lucha, nada que indicara que no murió por causas naturales. Le pregunté cuándo había fallecido y si había llamado a un doctor, y me respondió que el médico de la familia ya había estado allí y se encontraba igual de confundido que ella. Él tampoco podía encontrar ninguna otra explicación.

      —¿Ninguna otra, aparte de qué?

      —Eso le pregunté yo, señor. Me miró a los ojos y dijo: “Vudú”. A continuación me relató que un mes antes él ofendió a una sacerdotisa de vudú, quien lo maldijo diciéndole