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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso


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—corrigió ella—. Yo vi cómo se iba encogiendo.

      —¿No comía?

      —Comenzó a vomitar al día siguiente, y después de eso no podía retener sus alimentos. Se sentía bien, comía algo y entonces le volvían a dar los vómitos. Se puso tan débil que ya no era capaz de mantenerse de pie.

      —¿Llamaron a un médico?

      —Dijo que probablemente se trataba de un virus. No lo tomó muy en serio.

      —¿Tengo entendido que lo mató un ataque cardiaco?

      —Eso dijo el doctor. Los vómitos cesaron después de unos cuantos días, pero Trey quedó más débil que un bebé y le resultaba difícil tragar. Luego comenzó a tener palpitaciones. Ya antes había tenido problemas con el corazón, sabe, y tomaba medicinas. El doctor le aumentó la dosis de digoxina, pero no tuvo mayor efecto. Yo le supliqué que fuera a ver a aquella mujer para decirle que la dejaría en paz, pero era tan testarudo que no quiso hacerlo. Aunque arriesgaba la vida, se negó a ir a verla.

      Comenzó a sollozar calladamente.

      Miré al hombre tendido en la cama y me aclaré la gar­ganta.

      —Señora Torrance, siento mucho que haya muerto su esposo, pero no sé qué pueda hacer la policía por usted.

      Me miró con enfado.

      —Arresten a esa mujer. Que pague por lo que hizo.

      Traté de no sonreír.

      —Señora Torrance, usted es una mujer sensata, por lo que veo. Seguro entenderá que en este estado ningún tribunal podrá condenar a nadie por un asesinato cometido mediante una maldición. Sería rechazado por la corte aun antes de comenzar un juicio.

      —Ella es igual de culpable que si lo hubiese apuñalado u obligado a tragar veneno —dijo, rabiosa—. Debió ver a mi marido antes: un hombre agresivo, poderoso, lleno de vida. En el momento en que le pegó la maldición comenzó a derretirse hasta que le falló el corazón. Aunque no pueda probar la maldición del vudú, no dudo que asediarlo y amenazarlo vaya contra la ley, ¿no es así?

      Yo negué con la cabeza.

      —Si metiéramos en prisión a cada persona que dice “Te voy a matar”, las cárceles tendrían aún más sobrepobla­ción que ahora. Mandar un muñeco por correo no es lo mis­mo que acosar. ¿No le envió nada más?

      —Un muñeco fue suficiente —declaró, y me miró con frialdad—. Funcionó, ¿no cree usted?

      Comencé a acercarme a la puerta. Ese cuarto en penumbra con las persianas cerradas creaba una atmósfera fría e incómoda. Me pregunté si yo mismo no estaría sucumbiendo a la histeria del vudú.

      —Mire, señora Torrance, voy a pedir una autopsia para verificar la causa de la muerte. Si fue un ataque cardiaco, no creo que se pueda hacer nada. No sabe cómo lo siento. No dudo que todo esto deba resultarle muy angustioso.

      —Es todavía más angustioso saber que gente como Maman Boutin puede matar a su antojo y nadie la va a detener —reviró ella.

      —Muy bien —dije, suspirando—. Dígame cómo encontrar a esa Maman Boutin e iré a hablar con ella.

      Nos describió el lugar donde se hallaban las chozas. Hice que Renoir organizara la recolección del cadáver para la autopsia, y enseguida visitamos al médico de la familia.

      —Tengo entendido que usted no quedó muy satisfecho con la causa del fallecimiento —le dije al doctor.

      Era un hombre pulcro, exigente y de baja estatura, del tipo que usa blazer y camisas planchadas y almidonadas. En el dedo meñique de la mano izquierda ostentaba un anillo de oro grabado.

      —La causa de la muerte fue un ataque cardiaco —afirmó.

      —Producido por…

      Meneó la cabeza.

      —Aquel hombre era una bomba de tiempo andante. Tuvo durante años problemas con el corazón, pero se negaba a reducir el paso. Le encantaban sus rosquillas y su café, y su bourbon con Seven-Up. Una personalidad clásica tipo A. De mecha muy corta. Si se le contradecía, explotaba de inmediato. El ataque al corazón sólo era cuestión de tiempo.

      —Así que usted no concuerda con la viuda en que fuera causada por el vudú.

      —¿Eso dice ella?

      Parecía que le divertía, y enseguida meneó la cabeza.

      —Estaba bastante trastornada. Me dijo varias veces que alguna mujer lo tenía bajo una maldición, y acepto que se enfermó justo después de que esa presunta confrontación tuviera lugar, pero como médico no tengo la preparación necesaria para detectar síntomas de vudú. Reitero lo que escribí en el acta de defunción. Lo debilitó un virus agresivo en el estómago y lo liquidó un ataque cardiaco.

      —He ordenado que le hagan una autopsia —dije—, por si las dudas.

      —No sé qué cree que van a encontrar —declaró—, como no sea un músculo cardiaco con daños severos.

      —Según su opinión, la muerte de este hombre ¿no tuvo nada de inesperado?

      —Sólo la velocidad con que fue empeorando —dijo—. Era un hombre fuerte como un toro, y aparte de sus problemas del corazón, nunca se enfermaba. Se contagió de un pequeño virus y al parecer nada pudo ayudarlo.

      —¿Está seguro de que fue un virus?

      —Si quiere implicar que fue la maldición del vudú, sólo puedo decirle que en estos momentos hay un bicho en la ciudad causando daños estomacales, y los síntomas de Trey Torrance fueron consecuentes con los demás casos que me ha tocado tratar, aunque tal vez lo de él fuera más violento y serio, pero Trey no dejó de comer ni beber según era su costumbre. Probablemente no siguió la dieta blanda que yo receté. Lo suyo nunca fue aceptar instrucciones, como ya le habrá dicho la viuda.

      —Muchas gracias, doctor —me despedí y nos marchamos de allí.

      Era cerca de la hora punta, y nos llevó un buen rato cruzar el río y librarnos del tránsito de la ciudad. A partir de allí tomamos la carretera 18, con praderas y el caballo ocasional ondeando la cola a la sombra de un roble a un lado, y al otro, la enorme extensión del río Mississippi. En momentos co­mo ése, siempre me preguntaba qué diablos hacía encerrado en una ciudad grande. Nací en Kentucky y vine a Nueva Orleans para matricularme en Tulane, y me quedé. Pero en el corazón soy criatura del campo.

      El último par de kilómetros antes de llegar a las chozas al otro lado del río tenía que recorrerse sobre una carretera de terracería. La lluvia de unos días antes llenó el camino de charcos. Avanzamos como pudimos, cayendo en baches y salpicando el auto mientras Renoir se disculpaba cada vez que pasábamos encima de un bache descomunal. Ese chico necesitaba que le crecieran un poco más los testículos si quería sobrevivir en el Departamento de Policía de Nueva Orleans.

      Terminó la terracería y Renoir se estacionó bajo un árbol medio muerto, de aspecto deplorable. Tan pronto como salimos del auto oí los zumbidos. Apenas me dio tiempo de desenrollar las mangas de la camisa antes de que descendiera sobre nosotros una nube de mosquitos. Renoir corrió con menos suerte: iba de manga corta. Se daba manotazos y soltaba maldiciones sin cesar en voz baja.

      —¿Cómo puede alguien querer vivir aquí, señor? —murmuró—. Esto es el mismísimo infierno.

      —Supongo que hay gente a la que le gustan la tranquilidad y la paz —conjeturé—, que prefiere la soledad.

      —Yo los dejaría en paz, desde luego, si me siguieran chupando toda la sangre en cada visita.

      Seguimos un sendero estrecho a través de los arbustos hasta llegar a un campo de juncia que corría a lo largo de un brazo del río. Donde el brazo desaguaba en el río se agrupaban varias chozas bajo la sombra de un árbol. Las chozas tenían el aspecto de haber sido construidas por una pandilla