del bitcoin. Lo que el estado de alarma ha dejado claro es hasta qué punto la economía real está sostenida por los y las que nos alimentan, nos curan y nos cuidan. Es el triunfo final de Baloo: «The bare necessities of life will come to you». La crisis ha puesto en evidencia el valor añadido al que retorna el rocoso sentido común cuando se trata de poner en el centro la nuda vida. Al mismo tiempo ha dejado claro que cuando la teoría económica habla de valor añadido, lo hace en una lengua distinta y a veces intraducible a la de la vida. ¿Resulta acaso demagógico poner lado a lado el valor que crean inversores, futbolistas, CEO y estrellas de la farándula en relación al que producen agricultores, ganaderos, personal sanitario, cajeras, reponedores, servicios de limpieza o responsables de cuidados? Vernos obligados a poner nuestra vida en sus manos nos ha hecho de repente conscientes de algo que, como la carta robada de Poe, estaba ante nuestros ojos, pero éramos incapaces de ver: cómo era posible que una sociedad moralmente sana pudiera distribuir la riqueza que produce del modo en que lo estaba haciendo la nuestra hasta ahora y no sentir vergüenza de sí.
Así pues, el cansancio que arrastraba el viejo capitalismo venía ya de lejos. Asmático y renqueante, el virus tan solo le ha dado el último empujón final. Ello tal vez deje un amargo sabor a derrota en quienes desde partidos políticos, movimientos sociales e intelectualidad crítica veníamos enfrentándonos contra él desde hace tiempo: después de luchas sin cuartel, de panfletos, tratados, contracumbres, manifiestos, asambleas y seminarios, al final ha sido un ser en el límite entre lo vivo y lo no vivo lo que parece haber puesto contra las cuerdas al sistema económico capitalista. Sería bueno que de todo ello abrazáramos la enseñanza de la modestia con que debemos encarar en el futuro nuestras luchas políticas.
La sensación de que la crisis de la COVID-19 nos sitúa ante el umbral de un tiempo nuevo se ha hecho ubicua. Henry Kissinger desde su columna del Wall Street Journal sentenciaba que «el mundo nunca será el mismo después del coronavirus»2. Ana Patricia Botín repetía casi idénticas palabras en una entrevista en el Financial Times3. Ya sabemos lo que anticipan tales advertencias realizadas desde los dueños del poder y del dinero. La última vez que las oímos la consecuencia que se nos invitó a sacar la expresó con claridad el por entonces presidente de la CEOE: «Habrá que trabajar más y ganar menos».
Hoy, sin embargo, detrás de esa convicción de la inevitabilidad de un tiempo nuevo, algo puede haber cambiado. El miedo al tsunami populista que se extendió en Europa y en el mundo como resultado de la crisis financiera del 2008 parece haber hecho entender a parte de las elites que después de esta crisis no será posible seguir con el business as usual. Hasta el Financial Times pareció romper definitivamente su pacto con el neoliberalismo en medio de la crisis, y en un editorial que podríamos imaginar firmado por cualquier grupúsculo de peligrosos izquierdistas antisistema y no por la biblia de la ortodoxia económica en Occidente, sentenciaba:
Habrá que poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política que prevaleció en las últimas cuatro décadas [cursiva nuestra]. Los gobiernos tendrán que asumir un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como una inversión, y ya no como un gasto, y buscar soluciones para que el mercado laboral sea menos precario. La redistribución volverá al centro de los debates, y deberían ponerse en cuestión los privilegios de los más ricos y de los mayores. Políticas que hasta hace poco se consideraban medidas excéntricas, como la renta básica y la tributación de las grandes fortunas, tendrán que incluirse en el paquete4.
Pero incluso si, como muchos sospechan, estamos ante el amanecer de un sistema completamente distinto al que conocimos, no hay garantías de que lo que finalmente acabe por triunfar se parezca más a nuestros sueños políticos que a nuestras pesadillas. Lo fascinante de la encrucijada a la que nos enfrentamos es que sabemos que el pasado quedó atrás para siempre y no volverá, pero aún no somos capaces de vislumbrar qué será lo que lo sustituya. A partir del instante en que entre lágrimas hayamos enterrado al último muerto y entre aplausos hayamos devuelto a su hogar al último enfermo curado, se abrirá una batalla formidable para la que dos ejércitos ideológicos (con armas muy desiguales, todo hay que decirlo), se preparan ya hoy. El final de esa batalla no está escrito y habrá que pelearlo, pero sobre ese futuro aún abierto se ciernen básicamente dos opciones que Héctor Tejero y Emilio Santiago han sintetizado con su precisión habitual en algo que habría que convertir en un tweet fijado en la frente de la humanidad: «La encrucijada política que enfrentaremos en el futuro será esta: matar o compartir» (Tejero y Santiago, 2019, 129). Y no sería bueno engañarse: no estamos a la misma distancia de los dos cuernos del dilema. La vergonzosa actitud de rapiña que se evidenció en los primeros momentos de la crisis del coronavirus —paradójicamente entre Estados todos ellos aliados— ha ofrecido un anticipo del espectáculo que puede abrirse paso si se generaliza la actitud del sálvese quien pueda: Turquía requisando respiradores pagados por España; Estados Unidos pujando sobre la pista de aterrizaje de aeropuertos chinos por mascarillas compradas por Francia; Alemania impidiendo la exportación de equipos sanitarios a Italia; Estados Unidos tratando de comprar la compañía alemana CureVac para desarrollar la vacuna solo para Estados Unidos... Si la disyuntiva es matar o compartir, todo parece apuntar que muchos tienen claro su elección.
En ese sentido, la escasez de recursos sanitarios ha sido solo un caso más en que se ha hecho evidente la actitud de piratería que ha venido definiendo la geopolítica mundial desde hace décadas, una geopolítica que de un tiempo a esta parte solo puede comprenderse cuando se integra la variable de la escasez ecológica y energética en la ecuación. De las guerras del Golfo (por el petróleo) a la caída de Gadafi (por el gas de Libia); del golpe contra Evo Morales (por las reservas de litio) a la guerra comercial de Estados Unidos con China (por los datos del 5G); de los movimientos migratorios y las crisis de refugiados generados por hambrunas y catástrofes climáticas al auge de los dextropopulismos: todas las tensiones del presente venían señalando un punto ciego que lo reabsorbe todo como un inmenso agujero negro de la política actual: los recursos empiezan a escasear y la supervivencia pasa por su control al precio que sea. La confirmación final ha sido ver cómo la piratería se ha convertido en el verdadero ius gentium que ha regido las relaciones entre los Estados en el momento más crítico de la pandemia. Y ello no solo en relación con los recursos dentro del planeta, sino también fuera de él: el 6 de abril de 2020, en mitad de la crisis del coronavirus que arrasaba a los Estados Unidos, Donald Trump firmó una orden que otorga a Estados Unidos el derecho a explotar los recursos de la Luna, lo que de hecho supone la privatización de la Luna en contra del tratado firmado en 1979 y que transfería la jurisdicción de los cuerpos del espacio extraterrestre a la comunidad internacional5.
Esta certeza de que el tiempo se agota y que nada podrá seguir siendo como era por mucho tiempo no es nueva. No al menos entre los más informados de uno y otro lado del espectro ideológico. Para los adalides de la ortodoxia del mercado, las intervenciones masivas de los bancos centrales para salir de la crisis financiera de 2008 supusieron el fin del capitalismo as we knew it al romper con uno de los principios básicos de su lógica interna: la destrucción creativa de la que hablaran Sombart y Schumpeter. Su argumento es que con las intervenciones desde los bancos centrales se están manteniendo vivas empresas zombis, lo que supone en el fondo premiar el trabajo mal hecho, algo en contra de lo cual debe estar siempre la implacable lógica darwinista del mercado. Para el fundamentalismo del mercado, la intervención pública en la economía es un ejercicio irresponsable de distorsión de los precios. Por eso Christopher Joye, gestor de una de las compañías de inversión más potentes de Australia y fiel discípulo de Milton Friedman, se quejaba amargamente desde las páginas de la Financial Review hace unos meses: «El capitalismo convencional que ha impulsado la prosperidad durante más de medio siglo respetando las señales del mercado ya no existe. Si bien puede no ser socialismo, ciertamente es estatismo»6. En efecto, incluso para el fundamentalismo del mercado, «el capitalismo