ecológica no es socialmente justa, no será». Lo cual nos obligará a plantearnos algunas preguntas inaplazables: ¿cuál es el radio del espacio político y antropológico que vamos a considerar en ese dilema que nos obligará a optar entre matar o compartir? ¿El radio local (bajo la forma de una suerte de neorruralismo parroquial)? ¿El regional (como parecen apuntar las tensiones centrífugas que se están viviendo en muchos territorios de Europa, incluido el caso de Cataluña)? ¿El radio europeo (algo que no parece probable, a la vista de cómo resolvió Europa la crisis de 2008 y de cómo está enfrentando la de 2020)? ¿O tal vez el radio global? Dicho de otra forma, el nosotros que ha de ser conjugado ante la inmensidad del desafío que tenemos por delante, ¿es el nosotros del Estado, de la Unión Europea o el de un nosotros cosmopolita que por fin se tome en serio los derechos de todos los seres humanos no solo presentes, sino incluso por venir? Hoy, como en tiempos de Kant, ese macrocuerpo político, ese hipotético demos cosmopolita, sigue siendo «algo de lo que los tiempos pasados no han ofrecido ejemplo alguno» (Kant, 2013, 120-121). Tampoco los tiempos actuales. Pero lo que de fascinante y de abismático ha tenido la experiencia del coronavirus ha sido ver una posible semilla del mismo en la similitud de la respuesta que ha generado la pandemia en la población mundial. De Wuhan a Nueva York, pasando por Lombardía o Madrid, las escenas se repetían idénticas a pesar de la distancia física y cultural que separa cada uno de esos lugares: canciones desde los balcones, aplausos a los servicios sanitarios, calles desiertas, morgues improvisadas... Lo recordaba Santiago Alba Rico en un certerísimo tweet: «Esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad».
En su Hacia la paz perpetua Kant defendió con tanta convicción como escepticismo la posibilidad de un horizonte cosmopolita para superar el antagonismo y la «insociable sociabilidad» que nos define como especie, y lo hizo en virtud de que sobre la Tierra «los seres humanos no pueden extenderse hasta el infinito, por ser una superficie esférica, teniendo que soportarse unos junto a otros y no teniendo nadie originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra» (Kant, 1998, 27). La globalización álgida que el mundo ha experimentado desde 1998 otorga un matiz nuevo e inesperado a ese «tener que soportarse unos a otros» sobre el que fundaba Kant la necesidad de un derecho cosmopolita. Pero incluso si, como algunos vaticinan, el coronavirus supone el fin de la globalización económica, la relocalización de la producción de mercancías y un repliegue del comercio internacional, de los viajes intercontinentales y del turismo, lo que seguirá siendo global serán los efectos del cambio climático y la crisis ecológica en que estamos insertos. Es cierto que las zonas del planeta que con más saña sufrirán sus efectos serán, paradójicamente, las que menos contribuyeron a crearlo, pero los polders holandeses no se librarán del aumento del nivel del mar ni las costas de Nueva Orleans estarán a salvo del siguiente Katrina. Ante la inevitable constatación de que, frente a desafíos como los que nos aguardan, estamos en el mismo barco, ¿no es hora de dar forma a un demos cosmopolita? ¿Y no debería abarcar ese nuevo sujeto político por construir no solo aquellos con los que compartimos el planeta aquí y ahora, sino también a aquellos que legítimamente deberían poder disfrutar de él en el futuro? A ese respecto, la definición que ofrece Kant de la especie en su Antropología en sentido pragmático recoge este matiz referido a los que aún no están entre nosotros, pero también son de los nuestros. Hans Jonas explicitará el alcance moral de esa referencia a las futuras generaciones en su Principio responsabilidad y sombríamente está presente también en Georgescu-Roegen cuando nos recuerda que todo automóvil producido hoy significa una vida menos de algún ser humano en el futuro. El sujeto de ese demos cosmopolita cuya frágil figura queremos divisar en medio del desastre no es otro que una inmensa mayoría de la especie humana que, «tomada colectivamente», dice Kant, no es más que «un conjunto de personas que existen unas después de otras, unas al lado de otras» (Kant, 1991b, 290)7.
Pero si, como sospechamos, es este horizonte cosmopolita el único que tenemos derecho a promover ante la pregunta ¿qué hacer?, la posibilidad de enfrentar la crisis ecológica con un mínimo de esperanza nos deja ante una última evidencia: ese horizonte requerirá enormes ejercicios de autocontención por parte sobre todo de nosotros, hombres y mujeres que habitamos el primer mundo, un esfuerzo que algunos han cifrado en una reducción del 90% del consumo en el caso de los países más industrializados (Trainer, 2017). O, dicho de otra forma: a quien le tocará realizar un ejercicio de solidaridad global que desde el punto de vista moral rozará lo supererogatorio será precisamente a aquella parte del mundo que tiene a su disposición el poder económico, militar y tecnológico que le permitiría optar con alguna esperanza por la opción asesina del dilema. ¿Estaremos dispuestos a aceptar el desafío moral que esto supondrá? Responder que sí sería un grito esperanzado en las posibilidades de redención de la especie y me encantaría poder sumarme a él, siquiera sea porque comparto la convicción kantiana de que «imaginarse que uno es, simultáneamente, miembro de una nación y ciudadano del mundo constituye la más excelsa idea que el ser humano puede hacerse acerca de su destino, y algo que no puede ser pensado sin entusiasmo» (Kant, 1991a, 104).
Los ensayos que se reúnen bajo el título de Capitalismo cansado. Tensiones (eco)políticas del desorden global estaban ya entregados a la editorial para su publicación en el momento en que se desató la crisis de la COVID-19. De ahí que, sobre este asunto, que sin duda marcará nuestras vidas durante los próximos años, nada explícito se diga en ellos, más allá de las páginas de este «Prólogo (a modo de epílogo) a una pandemia» que fueron escritas precipitadamente en mitad del confinamiento.
Tal vez la única reacción honesta ante la convicción que me atraviesa de que la crisis del coronavirus lo cambiará todo hubiera sido retirar estas páginas de la imprenta y guardarlas en un cajón. Si no lo he hecho, dos circunstancias lo explican. Por un lado, sin duda, una debilidad de la voluntad de la que estoy lejos de sentirme orgulloso. Escribir un libro lo encierra a uno en un pozo profundo en el que se sacrifica el tiempo propio y el de los que nos rodean, así que es razonable querer un día poder salir de él. Y salir de ese pozo largo y a veces tenebroso consiste en algo tan sencillo como tener el libro entre las manos y poder entregárselo a aquellos que sin saberlo colaboraron en su redacción con ideas, conversaciones, escritos o simplemente haciendo tiempo y espacio en el día a día para que el libro pudiera llegar a ver la luz. No he tenido el coraje o la coherencia de hacer lo que la cabeza me pedía, y he cedido —encore une fois!— a las solicitaciones del cuerpo, que me empujaban a lanzarlo a pesar de todo a que se defienda en el mundo por sus propios medios.
La segunda circunstancia confío en que pueda redimir a la primera, en el fondo tan cobarde e inconfesable. Y es que los ensayos que se reúnen aquí fueron escritos bajo el estímulo intelectual que supuso una sacudida semejante a la que ahora estamos viviendo. La crisis de 2008 y lo que ella desató en España y en el mundo (del 15M y las revueltas del año que soñamos peligrosamente, al reflujo dextropopulista en el que se encontraba sumido el mundo en 2019 con Trump, el Brexit, Bolsonaro, etc.) se solapó en mi caso con la lectura de un libro que logró lo que imagino que todo autor desea en su fuero interno sin lograrlo casi nunca: cambiar por completo la vida de los que lo leen. En mi caso ese libro fue La ley de la entropía y el proceso económico, de Nicolás Georgescu-Roegen. Se trata de un libro de 1974, por lo que lo primero que uno debe hacer es entonar un mea culpa y preguntarse cómo es posible que ese libro, tan crucial para comprender lo que nos pasa, tardara tanto tiempo en caer en mis manos. Es un error imperdonable, pero que afortunadamente subsané, aunque fuera con cuatro décadas de retraso. (Solo me consuela pensar que en las facultades de Economía ese libro sigue estando hoy tan oculto como lo estaba el segundo libro de la Poética de Aristóteles para los monjes de la abadía de El nombre de la rosa).
Antes de la lectura del libro de Georgescu-Roegen me contaba entre el tipo de personas para las que el alcance del desafío al que nos enfrenta la crisis ecológica no era más que un ruido de fondo que llegaba de vez en cuando desde los medios de comunicación; un zumbido más o menos molesto que nos importuna con ocasionales admoniciones, pero que era posible ignorar en nuestra vida cotidiana. Después de su lectura comencé a entender el verdadero alcance de la fractura metabólica en la que está instalada