Cristina Rivera Garza

La cresta de Ilión


Скачать книгу

libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insistencia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.

      El clima, ciertamente, había desmejorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa. Ahí estaban sus luces largas y exiguas de la mañana, sus templados vientos, los cielos encapotados del atardecer. Y luego llegó el invierno. Y las lluvias del invierno. Uno se acostumbra a todo, es cierto, pero las lluvias del invierno —grises, interminables, sosas— son un bocadillo difícil de digerir. Son el tipo de cosas que ineludiblemente lo llevan a uno a agazaparse dentro de la casa, frente a la chimenea, lleno de aburrimiento. Tal vez por eso le abrí la puerta de mi casa: el tedio.

      Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si sólo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompañó su aparición. Recuerdo, sobre todo, sus ojos. Estrellas suspendidas dentro del rostro devastador de un gato. Sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se alargaban; los clósets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho, paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y esa fue, quiero creer, la segunda razón por la cual la dejé entrar en mi casa: el poder expansivo de su mirada.

      Si me detengo ahora todavía estaría mintiendo. En realidad ahí, bajo la tormenta de invierno, rodeado del espacio vacío que sus ojos creaban para mí en ese momento, lo que realmente capturó mi atención fue el hueso derecho de su pelvis que, debido a la manera en que estaba recargada sobre el marco de la puerta y al peso del agua sobre una falda de flores desteñidas, se dejaba ver bajo la camiseta desbastillada y justo sobre el elástico de la pretina. Tardé mucho tiempo en recordar el nombre específico de esa parte del hueso pero, sin duda, la búsqueda se dio inicio en ese instante. La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir artificialmente: tanto ustedes como nosotros estamos desarmados cuando se lleva a cabo. Me atrevería a argüir que, de hecho, sólo puede suceder si ambos estamos desarmados pero en esto, como en muchas otras cosas, puedo estar equivocado. La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras —los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda—. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas la cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como un asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta de que se encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya sabía todo de ella. Y supongo que esta fue la tercera razón por la cual abrí la puerta de la casa y, sin dejar la perilla del todo, la invité a pasar.

      —Soy Amparo Dávila —mencionó con la mirada puesta, justo como la había imaginado minutos antes, sobre los ventanales. Se aproximó a ellos sin añadir nada más. Colocó su mano derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente.

      Parecía aliviada de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que buscaba.

      Me hubiera gustado que todo pasara únicamente de esta manera, pero no fue así. Es cierto que ella llegó en una noche de tormenta, interrumpiendo mi lectura y mi descanso. Es cierto, también, que abrí la puerta y que, al entrar, se dirigió al ventanal que da al mar. Y dijo su nombre. Y oí su eco. Pero desde que observé el hueso de la cadera, el que se asomaba bajo el borde desbastillado de la camiseta y sobre la pretina de la falda floreada, ese de cuya denominación no me acordé y tras la cual me aboqué en ese mismo momento, no sentí deseo, sino miedo.

      Supongo que los hombres lo saben y no necesito añadir nada más. A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que se imaginan: miedo. Ustedes provocan miedo. A veces uno confunde esa caída, esa inmovilidad, esa desarticulación con el deseo. Pero abajo, entre las raíces por donde se trasminan el agua y el oxígeno, en los sustratos más fundamentales del ser, uno siempre está listo para la aparición del miedo. Uno lo acecha. Uno lo invoca y lo rechaza con igual testarudez, con inigualable convicción. Y le pone nombres y, con ellos, inicia historias inverosímiles. Uno dice, por ejemplo, cuando conocí a Amparo Dávila conocí el deseo. Y uno sabe con suma certeza que eso es mentira. Pero lo dice de cualquier manera para ahorrarse el bochorno y la vergüenza. Y lo reafirma luego como si se tratara de la más urgente estrategia de defensa que, a fin de cuentas, se presiente inútil, derrotada de antemano. Pero uno necesita al menos un par de minutos, un respiro, un paréntesis para reacomodar las piezas, la maquinaria secreta, el plan de batalla, la estratagema. Uno espera que la mujer lo crea y que, al hacerlo, se vaya satisfecha a algún otro lugar con su propio horror a cuestas.

      Eso esperaba de Amparo Dávila aquella noche de invierno. Y eso fue lo único que se negó a darme. Era obvio que conocía su propio horror. Había algo en su manera de deslizarse hacia la ventana que denotó, de inmediato, tal convicción. Era evidente que estaba al tanto de lo que causaba a su alrededor. Sabía, quiero decir, que yo estaba incómodo y que tal incomodidad no disminuiría con el tiempo. Pero no hacía nada por remediarlo. En lugar de permitirme pronunciar la palabra deseo, o cualquiera de sus acepciones más cotidianas, o en lugar de darme al menos el respiro que necesitaba para escenificar tal deseo frente a ella, la mujer no tuvo piedad alguna. No me dirigió miradas seductoras ni actuó con la fragilidad de las muchachas que aparentan andar en busca de cobijo. No me hizo preguntas personales. No me dio información. Si mi terror no hubiera sido tanto, tal vez habría podido abrir la puerta una vez más para mostrarle el camino de salida. Pero he aquí la confesión con cada una de sus vocales y consonantes: le tuve miedo. Lo repito. Lo reitero. Tan pronto como no me quedó duda alguna de ese hecho vi el paso de una parvada de pelícanos a través del ventanal. Su vuelo me llenó de dudas. ¿A dónde irían a esas horas bajo la tormenta? ¿Por qué volaban juntos? ¿De qué huían?

      —No llegué aquí por azar —mencionó entonces sin darme la cara, todavía con el filo de la mano derecha sobre el cristal—. Te conozco de antes.

      Cuando se volvió a verme, el espacio vacío alrededor de mi cuerpo se multiplicó otra vez. Estaba casi sordo de lo solo. Estaba perdido.

      —Te conozco de cuando eras árbol. De aquellas épocas —dijo.

      Soy un hombre al que se le malentiende con frecuencia. Supongo que eso se debe a mi desorden verbal, a la manera casi patológica en que se me olvida mencionar algo fundamental al inicio de mis relatos. Muy seguido cuento cosas asumiendo que el interlocutor conoce algo que, con el tiempo, me doy cuenta que desconoce por completo. No he dicho ahora mismo, por ejemplo, que esa noche de tormenta yo esperaba a otra mujer en casa. Y que esa espera, por lo demás nerviosa, fue en realidad la razón por la cual dejé el libro sobre la mesa y me incorporé con desgano hacia la puerta. Se me olvidó mencionar que la sorpresa de enfrentar el rostro que no esperaba fue tanta que me impidió cualquier razonamiento habitual. Sin esta explicación, ustedes podrían creer que estaba aburrido pero, a la vez y precisamente por esa causa, listo para algo nuevo. En realidad sí estaba aburrido, pero de la vida en general y, más particularmente, del invierno, y a esas alturas sólo estaba listo para recibir, y eso con suma dubitación, a la Traicionada.

      Evito mencionar su nombre por consideración, por caballerosidad. Lo evito también porque seguramente su historia conmigo la llena de vergüenza. Si me decido a llamarla la Traicionada no es con el afán de mofa o indiferencia. Lo hago porque este es un apelativo que ella misma ha utilizado para hacer referencia a su relación conmigo. Yo soy, por supuesto, el Traidor.

      De eso íbamos a hablar aquella noche. Para eso habíamos planeado esta reunión: hablaríamos del pasado, recordaríamos todo, y después, finalmente, terminaríamos por aceptar que la vida nos había llevado