Cristina Rivera Garza

La cresta de Ilión


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mentiras! —la voz se le agitó y, como si eso la molestara, como si estuviera mostrando demasiado y demasiado pronto, se incorporó de la mesa, encendió un cigarrillo y se concentró sobre las aguas azules del océano.

      Tardó un tiempo en calmarse. Una vez que se sintió más segura, capaz de hablar con oraciones completas, se sentó y tomó la pluma con la mano derecha. Pensé que volvería de inmediato a su escritura, pero vaciló.

      —Y las sospechas de los críticos —dijo con una voz dolida— sembrando la discordia y la desconfianza por todas partes, constantemente. ¿De verdad era capaz de escribir esto o aquello? ¿Era quien yo decía que era? ¿Era una impostora? ¡Todo se volvió demasiado insoportable!

      Pensé que había terminado su reclamo. Esperaba que cerrara su cuaderno y se levantara de nuevo para ir hacia el ventanal. Pero continuó, su voz baja, como una pintura que se desvanecía en una casa abandonada.

      —Y luego la turba, siempre en busca de sangre, siempre dispuesta a atacar. Gente pequeña y mala. Gente mala y solitaria —me miró, pero veía algo más, un vacío que llenaba de odio y resentimiento—. Sus dientes. Sus cuchillos. Miren, miren esto.

      Levantó sus brazos desnudos y señaló algo cerca de su codo derecho que no distinguí bien. Por un momento sentí lástima por ella. Pero una vez más me acordé de quién era y cómo había asumido el control de mi hogar, y mi frustración regresó. Y mi rabia.

      No la conocía mucho, no la conocía nada, pero supe instintivamente que ya no saldría de su silencio. Por lo demás, me interesaba muy poco la historia de su desaparición. Y le creía aún menos. Sin despedirme, casi sin voltear a verla, salí de la casa y al abrir la puerta de mi auto pensé en el hospital municipal como un refugio. Nunca se me había ocurrido algo semejante. Manejé aprisa esa mañana. Prendí el radio y, para mi sorpresivo placer, escuché una sonata para violín que a bien tuvo calmarme. Me entretuve observando de reojo los arbustos de colores cenicientos que se extendían al lado derecho de la carretera y las aguas de la playa que casi tocaban los bordes del lado izquierdo de la misma hasta llegar a la puerta principal de la institución. Hospital Municipal. Granja del Buen Reposo. Eso decían los letreros que, ya medio despintados, bordeaban el arco de la entrada aunque ahí difícilmente se administraran medicamentos y casi nadie encontrara reposo, ya fuera malo o bueno. Se trataba en realidad, he de confesarlo, de un establecimiento para enfermos terminales. Los desahuciados. Los desechos. El hospital no era más que un panteón con las tumbas abiertas. Se mantenía gracias a un financiamiento ridículo, casi inexistente, del Gobierno Central. Una especie de limbo a donde llegaban los heridos de muerte que, sin embargo, no podían morir. O no, al menos, todavía. Mi odio, lo comprenderán ahora, no les podía hacer más daño que el que ya traían dentro esos seres, destinados a vivir el resto de su vida insignificante en esa lejana esquina del mundo, la última frontera.

      Esa mañana pues, gracias a mi trabajo, pude escapar de la rutina que Amparo ya había creado en mi casa. Y aunque mi logro sólo duraba ocho horas en cinco días de la semana, lo festejé con un orgullo secreto y anónimo. Amparo Dávila, ya había tomado yo la decisión, no me desaparecería. Nunca lo lograría.

      La desaparición es una condición contagiosa. Todo el mundo lo sabe. Antes se creía que era algo externo, algo impuesto por un agente mucho más poderoso sobre la inocente víctima, usualmente de maneras brutales. Poco a poco, con los avances de la ciencia y de la informática, se ha llegado a saber que para ser un desaparecido se requiere, ante todo, tener contacto previo con uno de ellos. Los mecanismos posteriores del mal varían mucho —mayor o menor grado de violencia, menos o más aislamiento, poco o mucho silencio— pero el elemento común a todos ellos es el contacto. Contacto físico. Piel. Saliva. Tacto. La contaminación física. De ahí que pocos confiesen ese estado y que la desaparición sea algo tan temido. Por esta razón el miedo que me producía Amparo se multiplicó de manera acelerada cuando, casi sin más, casi como si se tratara de algo sin importancia, me confesó que escribía sobre su propia desaparición. Por un par de días anduve pensando en la posibilidad de pedir vacaciones para poder alejarme de ella en esa etapa tan crítica, por temprana, en el proceso de contagio, pero pronto tuve que recapacitar. Recordé que la Traicionada se encontraba también en mi casa, a merced de la ex Escritora, y una sensación de angustia me invadió. Temí por mi examante, sentí una compasión absurda por ella, pero esa no fue la razón por la cual, al final, decidí quedarme y enfrentar las cosas. Ya lo sabía yo de mucho tiempo atrás: no podía alejarme del mar.

      El océano me calma. Su masiva presencia me hace pensar, y creer, que la realidad es bien pequeña. Insulsa. Insignificante. Sin él, el peso de la realidad sería mortal para mí. El océano frente al cual viví por tanto tiempo, en una soledad que la casa de la que me proveyó el hospital me ayudaba a preservar, había salvado mi vida hasta entonces. Pero todo eso, todos esos años de sacrificio, todos esos largos minutos de disciplina y sordo desasosiego ante los que me había resignado con tal de estar junto al mar, empezaron a desmoronarse.

      Me gustaría culpar a Amparo Dávila por esto, pero no podría hacerlo sin faltar a mi sentido de honestidad. Supongo que en realidad todo se desató cuando, irracionalmente, acepté reunirme con la Traicionada. Ocurrió cuando, de manera por demás irresponsable, acepté la llamada por cobrar que pasaron a mi teléfono del consultorio y cuando, en pleno delirio, le describí la ruta para llegar por tierra hasta este lugar de la costa. Tal vez Amparo tenía intervenida la línea. Tal vez espiaba a mi examante y, fingiendo que esperaba utilizar el teléfono público desde donde esta había hecho la llamada, se apostó lo más cercanamente posible a su espalda para así escuchar los datos. Tal vez la Traicionada, que siempre fue tan negligente en cuestión de papeles, escribió la información en hojas tamaño carta que después dejó a la vista de todos. Cualquier opción era posible y, cualquiera que haya sido, funcionó casi a la perfección. Amparo Dávila llegó apenas con unas horas de adelanto para escribir la historia de una desaparición que ella, sin pruebas de por medio, asociaba de manera francamente enfermiza con la Granja del Buen Descanso, donde yo trabajaba. Eso me lo dijo la tercera mañana que pasaba en casa.

      —Tú me puedes ayudar con esto, ¿sabías? —parecía pregunta pero en realidad lo que me estaba lanzando a la cara era una orden.

      Me reí porque estaba nervioso y sabía perfectamente lo que ella quería. Un cómplice. Un ayudante. Un confesor.

      —¿Cómo? —no alcancé a detener la pregunta detrás de mis dientes por más que lo intenté.

      En lugar de apresurarse a responder, Amparo guardó silencio. Sus tácticas siempre fueron muy sofisticadas. Estoy seguro de que sabía que una respuesta rápida resultaría en una fácil negativa o, peor, en una burla inmediata. Su silencio, acompañado del arco sospechoso de su ceja derecha, tuvo el efecto esperado: me urgía saber. Necesitaba su respuesta. Pero, otra vez, en lugar de ceder tan fácilmente se parapetó, y se hizo aún más fuerte, dentro de su silencio. No habló de todo este asunto por días enteros.

      Mientras tanto, ella actuaba como si nada pasara en realidad. Su rutina la salvaba y la protegía. Seguía levantándose temprano para preparar té y café. Continuaba subiendo el caliente líquido a la recámara donde la Traicionada empezaba a dar señas de una leve mejoría. Bajaba las escaleras con cuaderno en mano y, con una interacción cada vez más corta y monosilábica, se disponía a continuar con la historia de su desaparición al mismo tiempo que yo salía con rumbo al hospital. Así pasaron esos días nerviosos, llenos de expectación, en los que el invierno se perpetuó a sí mismo.

      —¿Cuánto tiempo tienes trabajando en el hospital? —me preguntó sin mucho énfasis un día en que la lluvia transformaba el color de las aguas del océano.

      —Veinticinco años —le respondí sin percatarme del riesgo que estaba corriendo.

      —¿Y tienen expedientes desde entonces?

      Su pregunta me hizo volver la cara y enfrentar el efecto de expansión que se producía en sus ojos. Estaba solo, absolutamente solo y sin voz. En ese momento me di cuenta de que mis sospechas eran adecuadas. Amparo Dávila quería tener acceso a los documentos de mi institución por motivos que desconocía y que, con toda seguridad, ella