George Orwell

1984


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en 1984 (si es que efectivamente era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una respecto a las otras.

      Winston sabía muy bien que hacia sólo cuatro años, Oceanía había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia. Pero aquello era sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria “fallaba” mucho, es decir, no estaba lo suficientemente controlada. Oficialmente, nunca se había producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o futuro con él.

      Lo horrible, pensó por millonésima vez mientras forzaba los hombros dolorosamente hacia atrás (con las manos en las caderas, giraban sus cuerpos por la cintura, ejercicio que se suponía conveniente para los músculos de la espalda), lo horrible era que todo ello podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano hacia el pasado y decir que tal o cual acontecimiento nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible que la tortura y la muerte.

      El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que cuatro años antes Oceanía había estado aliada con Eurasia. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, que, en todo caso, sería aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad. “El que controla el pasado –decía el slogan del Partido–, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado.” Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era verdad, había sido siempre verdad y lo seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. Esta era llamado “control de la realidad”. Pero en neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.

      –¡Descansen! –ladró la instructora, cuya voz parecía ahora menos malhumorada.

      Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus pulmones. Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doplepensar. Saber y no saber, encontrarse consciente de lo que era realmente verdad mientras se decían mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que eran contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurría a ella, creer que la democracia era imposible y que el Partido era el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar.

      La instructora había vuelto a llamarles la atención:

      –Y ahora, a ver cuáles pueden tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas –gritó la mujer con gran entusiasmo– ¡Por favor, camaradas! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos ... !

      A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio que le hacía doler todo el cuerpo y a veces le causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado, sino que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba uno a establecer el hecho más evidente si no existía más prueba que el recuerdo de la propia memoria?

      Trató de recordar en qué año había oído hablar por primera vez del Gran Hermano. Creía que debió ser hacia el sesenta y tantos, pero era imposible estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por el Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y guardián de la Revolución desde los primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo cada vez más en el tiempo y ya se extendían hasta el mundo fabuloso de los años cuarenta y treinta, cuando los capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos, cruzaban todavía por las calles de Londres en relucientes automóviles o en coches de caballos –pues aún quedaban vehículos de éstos–, con lados de cristal.

      Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y cuánto de inventado. Winston no podía recordar ni siquiera en qué fecha había empezado a existir el Partido. No creía haber oído la palabra “Ingsoc” antes de 1960. Pero era posible que en su forma viejolingüística es decir, “socialismo inglés”, hubiera existido antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces era posible poner el dedo sobre una mentira concreta. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia lanzados por el Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston recordaba los aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero tampoco podría probarlo. Nunca se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había tenido en sus manos la innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico. Y en aquella ocasión...

      –¡Smith! –chilló la voz de la telepantalla– ¡6O79 Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate más, por favor! Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado, haz el favor. Ahora está mucho mejor, camarada. Descansen todos y fíjense en mí.

      Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca te manifiestes desanimado! ¡Nunca te muestres resentido! Un leve pestañeo podría traicionarte. Por eso, Winston miraba impávido a la instructora mientras ésta levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si no con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se dobló y se tocó los dedos de los pies sin doblar las rodillas.

      –¡Ya han visto, camaradas; así es como quiero que lo hagan! Miren otra vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Miren –volvió a doblarse–. Ya ven que mis rodillas no se han doblado. Todos pueden hacerlo, si quieren –añadió mientras se ponía derecha–. Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco años es perfectamente capaz de tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros tenemos el privilegio de luchar en el frente, pero por lo menos podemos mantenemos en forma. ¡Recuerden a nuestros muchachos en el frente malabar! ¡Y a los marineros de las fortalezas flotantes! Piensen en las penalidades que han de soportar. Ahora, prueben otra vez. Eso está mejor, camarada, mucho mejor –añadió en tono estimulante dirigiéndose a Winston, quien, con un violento esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Hacía varios años que no lo conseguía.

      IV

      Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la telepantalla podía ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso las gafas. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de despacho.

      En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe, un pequeño tubo neumático para mensajes escritos; a la izquierda, un tubo más ancho para los periódicos; y en la otra pared, de manera que Winston lo tenía a mano, una hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta última servía para tirar el papel inservible. Había hendiduras semejantes de a miles a docenas de miles por todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a lo largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos. Eran llamados “agujeros de la memoria”. Cuando un empleado sabía que un documento debía ser destruido, o incluso cuando alguien veía un pedazo de papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto automático levantar la tapa del más cercano “agujero de la memoria” y tirar el papel en él. Una corriente de aire caliente se llevaba de inmediato el papel hasta los enormes hornos ocultos en algún lugar desconocido de los sótanos del edificio.

      Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado. Cada