hacia las autoridades consideradas como legítimas para hablar en su nombre.
Martínez Alier propone relacionar nuestra libertad con el uso de los recursos naturales que requiere —al interrogar el costo ecológico de la libertad de los modernos—, pero también considerar, desde un punto de vista crítico, cuál era aquella naturaleza de la que los modernos vivieron tanto tiempo: un recurso fundamentalmente disponible, que irrigó el pensamiento político tanto como alimentó a los hombres. Al mismo tiempo, contribuye, sin quizás lograrlo plenamente, a una concepción de la libertad para la cual las relaciones colectivas con la naturaleza no implican rechazo, sino una dimensión de la acción colectiva para integrar; no un límite, sino un catalizador de esta libertad. El ecologismo de los pobres configurará por mucho tiempo el campo de la ecología política, como lo demuestra su posteridad y la importancia actual de los problemas de justicia ambiental. Pero más fundamentalmente, este texto propone a las ciencias sociales y políticas en general, una serie de desafíos teóricos y empíricos derivados del estatus de la crítica y del significado que debe tener hoy el concepto de sociedad. Sobre estas cuestiones volveremos en las próximas páginas.
La economía de la naturaleza
Este libro tiene que ser leído como la principal expresión de un movimiento intelectual y político, que se expresó por primera vez en Río de Janeiro en 1992, durante la primera Cumbre de la Tierra. Este movimiento transformó profundamente el pensamiento ecológico de primera generación, principalmente euro-estadounidense, que le otorga mucha importancia o a la idea de naturaleza salvaje, o a la gestión de los riesgos tecnológicos. En efecto, a partir de la década de 1990, se afianzó una crítica proveniente de las antiguas periferias coloniales del imperio económico y ecológico que ejerció Europa sobre el mundo, y cuyas principales lecciones están siendo adoptadas a su vez por el viejo centro intelectual y político.5 Así, el libro documenta varios años de luchas ecológicas, durante las cuales los campesinos y las comunidades indígenas del Sur manifestaron su posición de sujeto crítico global, y vincula estas luchas con un paradigma teórico previamente establecido: la economía ecológica.6 A finales del siglo xx, los efectos combinados de la carrera por los recursos energéticos y las materias primas —extraídas principalmente en las antiguas periferias coloniales—, de las políticas de ajuste estructural preconizadas por las instituciones supranacionales para las naciones más frágiles y de las consecuencias ambientales del crecimiento económico global —aunque desigual— provocaron la multiplicación de los frentes de resistencia contra el modo de desarrollo hegemónico en el mundo. Esta combinación de factores llevó a hacer de las relaciones Norte-Sur el principal ángulo bajo el cual analizar el problema de la explotación de los recursos naturales y del papel que las distintas sociedades involucradas debían tomar en este proceso. Las dimensiones jurídicas, comerciales y ecológicas tendían, entonces, a confundirse, y se empezaba a entender que la pregunta tradicional por las relaciones de clase en la división internacional del trabajo es inseparable de los fenómenos materiales relacionados con la orientación extractiva de las economías del Sur.
Pero para hacer visibles esas asimetrías económicas y ecológicas estructurales, era necesario desarrollar instrumentos de análisis en desfase con las herramientas tradicionales de la ciencia económica y la sociología. Podemos proporcionar un panorama evocador de estas herramientas sin necesariamente retomar los que Martínez Alier produce y utiliza, pero tratando de ubicar la concepción del valor que allí se construye. Gracias al meticuloso trabajo de algunos biólogos aliados con economistas, se volvió posible, por ejemplo, dar una aproximación de la proporción que se apropia el hombre de la biomasa producida anualmente en la Tierra mediante la captación de energía solar a través de las plantas. Cultivada y consumida, o simplemente anulada por la esterilización de la tierra (asfaltadas, desbrozadas), se estima en un 25% la proporción de materia viva producida cada año —sin contar los océanos— e incorporada en el circuito económico, o sacrificada para aquel.7 Este ratio se duplicó durante el siglo pasado y fue llevado a un total obviamente inaudito, a pesar del incremento de la eficiencia, ya que en el mismo lapso la población mundial se cuadruplicó. Desde el mismo concepto de apropiación humana de producción natural neta,8 se estima que el consumo anual (para 1997) de combustibles fósiles es equivalente a 400 años de producción de biomasa: los combustibles fósiles, al ser materia orgánica descompuesta y concentrada, corresponden a la producción natural antigua almacenada en los estratos geológicos inferiores y consumida a una velocidad que se encuentra, como se muestra, fuera de proporción en relación con el ritmo de su acumulación.9 Nuestro régimen de desarrollo se mide, por lo tanto, también en escala de tiempo y de espacio, puesto que es dependiente de las superficie biológicamente productivas sedimentadas debajo de nuestro suelo, y se reduce a una carrera entre el ritmo de formación de un capital carbono fijado en el suelo y su disipación en la atmósfera. Otro ejemplo permite resaltar otra dimensión de la economía de la naturaleza. Un grupo de economistas reunidos en torno a Robert Costanza, uno de los principales actores de la economía ecológica, estimó en treinta y tres billones de dólares el valor total de los «servicios ecosistémicos» de la Tierra. Esto significa que se le puede atribuir un precio al conjunto de los servicios proporcionados por el medioambiente a los seres humanos (hábitat, recursos, seguridad, regulación atmosférica y climática, formación de suelos, polinización), es decir, a todo lo que la propia naturaleza hace y sin lo cual no se puede llevar a cabo la actividad humana y económica.10 Este cálculo provocó una reacción crítica por parte de los ecologistas de primera generación, ya que fue asimilado a una reducción de la naturaleza a un capital —la expresión natural capital se utiliza a veces en inglés—, es decir, algo cuyo valor puede ser expresado sin resto bajo una forma monetaria. Para estos últimos, la estimación del valor de los servicios de los ecosistemas implica necesariamente implementar medidas de indemnización financiera, que les permitirá a los grandes jugadores industriales contaminar, con la condición de que paguen luego por los daños cometidos. Esta convertibilidad ideal de la naturaleza en capital, sin embargo, no es el efecto buscado por el concepto de servicio ecosistémico. Para Costanza y para Martínez Alier, quien defiende con matices este tipo de iniciativas, se trata sobre todo de dar una idea —por cierto incompleta— de lo que podría costarnos la destrucción o la erosión de estos procesos biofísicos. En otras palabras, el cifrado sirve para volver conmensurables procesos biológicos y otros considerados como económicos, atenuando la frontera entre estos dos mundos e invitando a recomponer este tipo de categorías y las divisiones que se ordenan a partir de ellas.11
El punto en común de todos estos cálculos es establecer equivalencias entre procesos biofísicos básicos —que se encuentran tradicionalmente fuera de la esfera de la racionalidad económica fundada, desde la revolución neoclásica, en el equilibrio de la balanza comercial— y la economía. El significado de este último término se ve transformado por aquella operación, ya que ahora designa la relación sustancial entre las sociedades y su entorno, que podemos distinguir de los análisis formales de la ciencia económica moderna. Se considera como el fundador de este enfoque al economista Nicholas Georgescu-Roegen, quien, en la década de 1960, ha demostrado que el crecimiento económico necesariamente debe estar limitado por las restricciones físicas, es decir la entropía, y que estas limitaciones no habían sido registradas por el análisis económico estándar:12 el proceso productivo desgasta el orden físico, nunca es perfectamente cíclico —porque el nivel de la energía se pierde bajo la forma de calor y de residuos— y se topa, por lo tanto, con obstáculos, con umbrales que la economía considera como exógenos, pero que una bioeconomía puede incluir en sus cálculos y sus prospectivas. Esta deconstrucción del mito del crecimiento indefinido inició la formación de una escuela económica disidente, llamada economía ecológica, o bioeconomía. Es importante señalar que en esta perspectiva, no se trata solo de agotamiento de los recursos, de erosión de la biodiversidad o de catástrofes sanitarias: es la idea misma de una regulación de la subsistencia por el mercado, es decir, por un ajuste autónomo de las necesidades por el mecanismo de los precios, que invisibiliza la inserción de la acción económica en la naturaleza, y con esta, de lo social en el mundo material. Se culpa, entonces, directamente a la economía moderna —ya sea liberal o keynesiana— por la incapacidad de las sociedades industriales de gobernarse a sí mismas como fuerzas materiales tomadas en un intercambio recíproco con