implicando a las comunidades locales y a los expertos en economía ecológica, donde se decidiría la suerte de un espacio: suntuoso, rehabilitado, explotado en forma comunitaria o no. Estos dispositivos sirven para articular las distintas esferas de valor que se conocen en los conflictos de distribución ecológica, y que los saberes altamente especializados, y muy modernistas, provenientes de la economía solo permiten entender de manera parcial. La pluralidad de los valores asignados a los entornos sería, entonces, finalmente la única instancia que otorgaría a la evaluación monetaria un significado social irreductible a la mera intervención tecnocrática, y que permitiría que la intervención experta de los economistas de la ecología cobrara un sentido democrático.
Los pasajes del libro dedicados a esta pregunta son centrales, aunque bastante cortos, y queda claro que el autor no logra del todo salir de la paradoja que él mismo plantea. Podemos sugerir que esta situación se debe al hecho de que la naturaleza del diferendo que separa a los economistas de los actores locales es subestimada por Martínez Alier. Como quedó recientemente demostrado por numerosos antropólogos, especialmente en América Latina, el encuentro entre la modernidad naturalista industrial y los colectivos implicados en los conflictos ecológicos no se puede reducir a una divergencia de valores.28 La economía ecológica es definitivamente un producto intelectual moderno y, como tal, comparte la misma «ontología»29 que su rival productivista: al no ser una concepción vernácula de los entornos, la ciencia ecológica solo puede intervenir externamente como un saber y un poder que tienden a reconfigurar los usos preexistentes. Desde luego, esto no excluye el diálogo, pero la incorporación de los análisis y recomendaciones de la economía ecológica, por parte de grupos cuyas formas de identificación y relación con el mundo pueden ser distintas que estos marcos típicamente modernos, impone un trabajo de apropiación que puede ser largo y difícil. En este aspecto, el caso de las comunidades indígenas amazónicas es prototípico, ya que allí la idea de una naturaleza autónoma en sus regularidades físicas y biológicas, y desvinculada de las relaciones mágico-religiosas que los hombres mantienen con esta, no existe. En menor medida, los sistemas campesinos en los que domina una relación con la tierra no configurada por la propiedad exclusiva, las relaciones productivas y el intercambio monetario imponen complejas mediaciones en el diálogo con la economía ecológica. En otras palabras, el problema que se presenta no tiene tanto que ver con la puesta en conmensurabilidad de los valores múltiples, sino más bien con el establecimiento de una diplomacia intercultural, o incluso interontológica, entre diferentes grupos y diferentes formas de saber que necesitan unir fuerzas, pero que no disponen de entrada de las modalidades de esta unión.
Este problema se cruza con otro más simple: ¿qué significa volver a insertar la economía en la naturaleza o, mejor aún, en los usos de la naturaleza socialmente experimentados? No cabe duda de que los instrumentos de la economía ecológica no ofrecen soluciones definitivas a estos temas, aunque sí instrumentos de análisis esenciales: sin ella, las patologías de la división global del trabajo no parecen lo que son: una injusta distribución de los esfuerzos medioambientales y la sobreexplotación de entornos de vida. Pero como señala el propio Martínez Alier, estos entornos no valen solo en tanto son traducibles en energía, hectáreas productivas, en materias primas: el hábitat, para usar el término de Polanyi, no es solo «imponderable», difícilmente traducible en el cálculo: también es la instancia sociológica primaria a partir de la cual la subsistencia misma cobra sentido. No es que haya una pertenencia fenomenológica del sujeto en el entorno, en el sentido de Heidegger, sino simplemente que las características vitales de un determinado entorno solo emergen de usos compartidos, de categorizaciones también compartidas de una historia común, de preferencias y de evitación.30 Todas las comunidades afectadas por la integración de recursos al mercado mundial comparten la capacidad de definir su sociabilidad, su libertad, basada en estos montajes de materia, de seres vivos, de historicidad. El shock de esta integración al mercado mundial, ya sea con la llegada de los conquistadores en el siglo xvi o con la implantación de una mina de cobre o carbón, provoca generalmente la comprensión más o menos tardía de esta concepción muy específica de la libertad y la sociedad. En el fondo, recién cuando las condiciones sociales y materiales posibilitaron la desaparición o la alteración del animismo amazónico o del analogismo andino, interviene la toma de conciencia de las especificidades ontológicas de estas formas de coexistencia. Dada la incapacidad de oponer a las fuerzas económicas un movimiento de resistencia eficaz —porque estas fuerzas son extranjeras, en su mayor parte, y violentas cuando resulta necesario—, y por lo tanto la incapacidad de establecer una protección eficaz de esta forma de sociabilidad y de los entornos que la sostienen, no hay más remedio que recurrir a instrumentos asimismo exógenos a su dinámica social propia. Instrumentos que puede ofrecer, por ejemplo, la economía ecológica, que emerge desde el punto de vista de este análisis como la forma de saber moderno mejor armada para extender la aspiración indígena y campesina hacia un socialismo ecológico. Por desgracia, mientras se formula en términos estrictamente indígenas o vernáculos, esta aspiración difícilmente pueda dirigirse de manera eficaz a interlocutores que solo reconocen el lenguaje económico, y allí es donde los trabajos de Martínez Alier y sus colegas cobran sentido. No como una doctrina científica que le brinda a la crítica local un lenguaje conceptual apropiado, sino como una herramienta útil dentro de un juego diplomático, donde se debe formar un espacio intermedio político y ecológico.31 El problema de la pluralidad de los valores es, por lo tanto, una formulación demasiado débil para pensar la posición de los saberes producidos por la economía ecológica en el contexto de la construcción de una ecología política.
El segundo problema diplomático que enfrentamos como resultado de los análisis de Martínez Alier es de mayor escala, puesto que se encuentra con la cuestión climática, es decir, con la globalización conjunta de la economía de los recursos energéticos y de los mayores riesgos ecológicos. El ecologismo de los pobres fue escrito antes de que la cuestión climática subordine todas las demás cuestiones ambientales, y el clima es discutido como una amenaza entre otras; subvalorado, de hecho. Sin embargo, los fenómenos de movilización ecológica que describe, las asimetrías geopolíticas, la tensión en torno a los recursos y la tela de fondo de las contradicciones materiales de la modernidad, fueron confirmados y aumentados por la cuestión climática. Así, Martínez Alier vio emerger, antes de que estalle con la cuestión climática, una nueva configuración geopolítica, un cruce de las cuestiones sociales, geográficas y económicas, que se ha convertido desde entonces en la base empírica y teórica del pensamiento ambiental.32
La cuestión de los combustibles fósiles, desde su lugar tanto en la cadena metabólica global del sistema terrestre como en las economías locales del «hábitat», puede, por lo tanto, tratarse en el marco aquí definido. A principios de los años 2000, la llegada al poder en algunos países de América Latina de candidatos socialistas abrió la posibilidad de una nueva actitud frente a la situación económica y política de estos grandes exportadores de materias primas. En Ecuador, Rafael Correa ganó las elecciones con un programa que se destacó por el ecologismo y la defensa de los derechos indígenas. La articulación entre estas dos promesas se ha vuelto concreta con la intervención de expertos del mundo de la economía ecológica —como Herman Daly. Estos se adueñaron de la controversia central que animó la vida política del país, es decir, la decisión de explotar o no yacimientos de petróleo en el Parque Nacional Yasuní, a la vez reserva natural de bosque primario y reserva indígena poblada por comunidades amazónicas. Para Ecuador, dichas reservas fósiles representarían una importante oportunidad económica, pero cuyo valor entra en contradicción con los principios de conservación del Parque Nacional, así como un principio más general de preservación del clima. Desde 2007, se lanzó la iniciativa Yasuní-ITT: en lugar de convertir esta reserva de combustible fósil en petrodólares, arrasando el bosque y contribuyendo al cambio climático, se trataría de extraer el valor contenido en el no consumo de aquella. Lo que los economistas llamaron las emisiones netas evitadas expresa la idea de que al conservar estas reservas sin explotar, Ecuador se volvería exportador, no de un combustible fósil, sino de una capacidad de absorción del carbono atmosférico, de un capital natural bajo la forma de biodiversidad y sobre todo del valor estimado de las emisiones negativas que este petróleo no quemado representa. Este razonamiento se basa en la idea de que los daños causados por el cambio climático tendrán