que hacían milagros extravagantes y que eran inmunes al pecado. ¡Y eso no es verdad! Los santos eran personas como tú y yo: reían y lloraban, disfrutaron de las cosas buenas de este mundo, tuvieron que luchar mucho contra sus debilidades y tuvieron que levantarse después de muchas caídas, pequeñas y grandes. Mira lo que dijo san Josemaría Escrivá sobre ellos: «Los santos no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. Y vencieron»[4].
Podía haberte contado las historias de María Magdalena, de Dimas, de Agustín de Hipona, de Pelagia, de Margarita de Cortona o de Camilo de Lellis. Todos fueron personas normales que cayeron en charcos profundos de pecado, pero que al final lograron levantarse con un corazón contrito y llegaron a la santidad con la gracia de Dios y mucha lucha.
La santidad es para todos. Nadie puede decir: ‘Dios me creó para ser mediocre’ o ‘no valgo para ser santo’. ¡Por supuesto que lo vales! ¡Tú vales toda la sangre de Jesucristo! ¡Y Dios es tu Padre! Un cristiano no tiene el derecho de rendirse en su camino hacia grandes ideales, hacia Cristo. No importa si tienes pocos o muchos talentos. Si eres inteligente o tonto. Fuerte o débil. Puedes luchar y nuestro Señor te proporciona toda la ayuda necesaria para levantarte si te caes.
En la Iglesia, hemos recibido algunos medios maravillosos del Espíritu Santo para poder recibir gracia abundante y estos medios son los sacramentos. Quiero detenerme en dos sacramentos que son muy importantes para nuestra lucha diaria. Se trata de la Eucaristía y de la Confesión.
La Confesión es el sacramento por el que podemos recomenzar después de nuestras caídas. El arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados abre nuestro corazón a la gracia del Espíritu Santo. A través del sacerdote, Cristo nos regala la gracia y el perdón del Padre celestial. Es algo maravilloso e indispensable para un cristiano que quiera ser santo. El Catecismo de la Iglesia dice: «El sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios»[5].
Además de esta joya de la misericordia de Dios, hay otro tesoro que el Espíritu Santo ha dado a su Iglesia y es la Eucaristía. Este sacramento es el centro y la raíz de la vida cristiana. Es la expresión más radical del amor. Piénsalo: el Creador y Señor del universo nos da su propia carne y sangre para que podamos recibirlo; para que podamos endiosarnos, para que podamos hacer de nuestras vidas un sacrificio de amor auténtico. Santa María Faustina Kowalska describió bellamente esta locura de amor divino:
Tú, oh Señor, partiendo de esta tierra deseaste quedarte con nosotros y Tú dejaste a Ti Mismo en el Sacramento del Altar y nos abriste de par en par tu misericordia. No hay miseria que te pueda agotar; llamaste a todos a esta fuente de amor, a este manantial de piedad divina. Aquí está el trono de Tu misericordia, aquí el remedio para nuestras enfermedades[6].
Tú y yo no tenemos motivos para desesperarnos. Puede que tengas dificultades muy grandes en tu vida, puede que te hayas caído en un pozo muy profundo, puede que tengas que empezar otra vez de cero. Dios es tu Padre y, a través del sacramento de la Confesión, siempre te esperará con los brazos abiertos. Vendrá a buscarte para sacarte del charco del pecado. Y nunca te dejará solo, porque siempre está esperándote en el santo sacrificio de la Misa, para que puedas vivir con Él y en Él para siempre.
En el capítulo anterior escribí que debemos de tener cuidado con el hombre-techo, que vive en las nubes y es incapaz de superar la más mínima dificultad en su camino hacia Cristo. Pero también hemos de tener cuidado con el hombre-suelo. Este tipo de persona está tan clavada en la tierra que no consigue elevarse hacia al cielo. Está tan apegado a sus propias fuerzas que no está abierto a las fuerzas de Dios. Quiere mantener tanto el control sobre su vida que no permite que otros le ayuden en su debilidad.
Un cristiano con carácter es una persona que pone todos los medios humanos para alcanzar sus ideales y que, a la vez, se abandona humildemente en la misericordia de Dios, porque está convencido de que por sí sólo, no puede alcanzar nada, pero con Cristo, lo puede alcanzar todo.
[1] C. S. Lewis, Carta escrita el 19 de abril de 1951.
[2] Brandon Sanderson, The Oathbringer (Nueva York, 2017), capítulo 122 [traducción del autor].
[3] Lucas 22, 33-34.
[4] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 133.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1468.
[6] Santa María Faustina Kowalska, La divina misericordia en mi alma. Diario (Stockbridge, 2001), n. 1747.
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