Carlos Alberto Cardona

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual


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       Figura A1.3. Proyectividad de D: P(D)

       Figura A1.4. Perspectividad de centro M

       Figura A1.5. Perspectividad de Alberti (etapa 1)

       Figura A1.6. Perspectividad de Alberti (etapa 2)

       Figura A2.1. Paso por la primera interfase de una lente biconvexa

       Figura A2.2. Paso por la segunda interfase de una lente biconvexa

       Figura A3.1. Imagen de un punto frente a una superficie esférica

       Figura A3.2. Imagen del objeto PM

       Figura A3.3. Relación entre amplificación lineal y angular

       Figura A3.4. Cambio de coordenadas

       Figura A3.5. Sistema óptico centrado con m + 1 esferas

       Figura A3.6. Unicidad de los puntos principales

       Figura A3.7. Unicidad de los puntos focales

       Figura A3.8. Unicidad de los puntos nodales

      No basta abrir la ventana para ver los campos y el río. No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores. También es necesario no tener ninguna filosofía. Con filosofía no hay árboles: sólo hay ideas. Hay sólo cada uno de nosotros, como un sótano. Hay sólo una ventana cerrada, y todo el mundo afuera; y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriese, que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana

      F. Pessoa (1914-1925/1997, p. 197)

      ¿Cómo es posible que, al abrir los ojos, se me imponga un escenario poblado de objetos, algunos fijos, otros en movimiento? ¿Cómo es posible que pueda valerme de esa puesta en escena para adquirir (o inferir) información acerca de otros objetos que tengo por externos y que habrían de detonar causalmente la presencia de los primeros? ¿Cómo es posible que pueda valerme de esa información para dirigir mi acción inmediata en un ambiente que puede resultarme agresivo unas veces y atractivo otras? Estas son preguntas que han inquietado profundamente a filósofos y hombres de ciencia, quienes durante siglos han tratado de explicar los orígenes y la constitución de nuestra experiencia.

      Asimismo, contamos con instrumentos de recepción que continuamente son afectados por acontecimientos físicos que tienen lugar en nuestras vecindades. Pero no nos limitamos a padecer pacientemente dichas afecciones; podemos también, gracias a ellas, reaccionar para orientar nuestro curso de acción y así sacar provecho de las circunstancias. De igual modo, podemos informar a otros acerca de la manera como esas afecciones se nos presentan. En forma permanente reaccionamos ante un ambiente que de continuo nos asalta. ¿Cómo es posible toda esa empresa asombrosa? En términos muy generales, esa empresa congenia: afección, recepción, anticipación, coordinación de la acción inmediata y, en algunas ocasiones, evaluación.

      No es tarea fácil responder aquellas preguntas. De hecho, tampoco resulta fácil dar con el lenguaje adecuado para formular las preguntas precisas. No sorprende, entonces, que los grandes sistemas de filosofía que antaño atraían a las mentes más preclaras, solieran empezar respondiendo la pregunta general: ¿cómo es posible la mera receptividad sensorial? Tampoco causa sorpresa que, cuando estos sistemas querían ofrecer una respuesta general, se sintieran atraídos por la visión como un caso paradigmático.

      El presente trabajo ofrece una reconstrucción racional de un programa de investigación que ha procurado ocuparse de los enigmas propios de la visión, anteponiendo como instrumento conceptual una pirámide, que presupone que una de las caras del objeto a observar ocupa la base, mientras el receptor se instala en el vértice.

      Consideremos la siguiente descripción, para la cual la redacción en primera persona es fundamental. Me siento sobre un prado, dispongo algunos de los objetos que traigo conmigo para que estén a la mano; entre ellos, algunos libros. Al fondo, advierto un conjunto de árboles que sirve de antesala a un bosque sembrado sobre la montaña que delimita el paisaje. Me dejo sorprender por la escena, dominada en el fondo por un tapete verde, interrumpido por sombras que le dan cierto realce. Si elevo mi cabeza, en el escenario se impone, por la parte superior, el azul que atribuyo al cielo; si bajo mi cabeza, todo el escenario es ocupado por el verde que atribuyo al prado. Cuando giro mi cabeza a la derecha, toda la escena se desplaza a la izquierda: las manchas del borde izquierdo desaparecen, en tanto que el borde derecho es ahora ocupado por nuevas imágenes. Es como si estuviese sentado en un teatro y, mientras mantengo firme mi cabeza, un grupo de operarios empujase los carteles que sirven de utilería y que simulan un paisaje. Pero no hay nadie que empuje la montaña del fondo (al menos eso creo).

      La escena se interrumpe con la repentina interposición de un apéndice, una prótesis que parece responder a mis demandas; ella se mueve hacia uno de los libros que había dispuesto a la mano. Cuando mi mano no puede avanzar más por la resistencia que ofrece el libro, descubro la correlación entre las cinestesias musculares y ciertas manchas presentes en mi campo visual. Me siento inclinado a creer que hay objetos fuera de mí, objetos que se resisten cuando mi mano intenta moverlos y que se dejan anticipar por registros que dejan en mi campo visual. Cuando mi mano parece empujar y alejar al objeto que parece encontrarse al frente de mí, descubro que la mancha que lo anticipa ocupa ahora una región más pequeña en el campo visual. Si acerco el objeto demasiado, la mancha en el campo visual crece con tal celeridad, que oculta buena parte de la escena del fondo.

      Esta descripción presenta una experiencia prodigiosa y, al mismo tiempo, misteriosa: los objetos allende mi presencia se dejan ver, ellos dejan huellas en mi campo visual, huellas con las que yo anticipo qué tanto debo extender mi brazo para asirlos. La situación misteriosa se puede plantear así: las manchas que anidan en mi campo visual me invitan a creer que hay objetos fuera de mí que ofrecen resistencia táctil, objetos que covarían de algún modo con dichas manchas.

      El misterio se puede recrear y presentar de una manera profunda, y hermosa a la vez, si nos valemos de una obra pictórica de René Magritte (1898-1967) y del comentario que el pintor belga preparó para explicar el sentido de su obra (véase figura 1). Me refiero a La condición humana I.

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       Figura 1. La condición humana I, René Magritte, 1933, Washington: National Gallery of Art

      Fuente: Hand (2004, # 355, p. 425).

      El cuadro presenta parte del estudio de un pintor —la parte que contiene el lienzo sobre el que trabaja—, una ventana que deja ver el paisaje de fondo y la composición que sobre el lienzo representado ha logrado plasmar el incógnito pintor. El comentario explica el curioso título:

      Frente a una ventana, vista desde el interior de una habitación, ubiqué una pintura que representaba exactamente la parte del paisaje que quedaba oculta por la propia pintura. En consecuencia, el árbol representado impide la visualización del árbol situado detrás, fuera de la habitación. Para el espectador, el árbol estaba simultáneamente en el salón, en la pintura, y por fuera del salón, en el paisaje real. Existe de dos formas simultáneas en la mente del espectador: dentro del cuarto, en la pintura, y fuera del cuarto, en el paisaje real. Esta existencia en dos espacios diferentes a la vez es semejante a la presencia del pasado y del presente, como en un déjà vu (Magritte, 2016, pp. 65-66).1

      El cuadro ilustra la manera como nos hemos acostumbrado a presentar nuestras experiencias visuales. Cuando vemos el mundo, creemos estar experimentando una visión doble: lo consideramos exterior a nosotros, aun cuando lo vivimos como si fuera una representación mental de nuestras experiencias internas. Así se resume