Carlos Alberto Cardona

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual


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que aparecen en nuestros campos visuales. Esto es, tenemos, en nuestro campo visual, representaciones internas (copias bien logradas de otros objetos) y nos animamos a creer que allende nuestra vida interior existen otros objetos que sirven de modelo para las copias internas.

      Si las manchas que aparecen en mi campo visual sugieren que hay un gato sobre la alfombra, me sentiré inclinado a creer que detrás del lienzo en el que se exhibe mi campo visual (es decir, al frente mío) hay un gato sobre una alfombra. ¿Es esta condición humana algo intrínseco (innato) o un recurso que aprendimos a usar con la experiencia?

      La reconstrucción racional que ofrecemos en este texto puede dar las pistas para una naturalización genética y cultural de la visión doble. La ventana figura el aparato receptor con toda su complejidad; las cortinas figuran los párpados que cierran o permiten las afectaciones de periferia; el lienzo del pintor hace las veces del campo visual y su horizonte; el árbol y el paisaje representado simulan el contenido no interpretado, presente en nuestro campo visual.

      El árbol imaginado detrás —el árbol que no se ve— hace las veces del objeto que, aunque inaprehensible directamente, es el detonante causal de su propia representación. Si las cortinas se cierran, podemos imaginar que el lienzo, por un tiempo breve, sigue siendo visible gracias a una tenue luz interior que remeda la iluminación ambiente.

      Los trazos de continuidad entre el paisaje material y su copia no solo muestran los puntos de ruptura; ilustran, también, que la escena pictórica debe contener claves que sugieran la creencia en la duplicación visual. El espectador del cuadro hace las veces del sensorio2 que, a la distancia, evalúa e interpreta, sin hacer parte de la escena pictórica, lo que se le da en el campo visual.

      Para hacerse cargo de las preguntas formuladas inicialmente, se necesita convocar programas de investigación provenientes de muy diversos saberes o disciplinas. Las preguntas demandan la intervención de la física, toda vez que se advierte el papel protagónico de la luz (su naturaleza, su comportamiento y su forma de interactuar con los cuerpos) y de la activación eléctrica de la retina, de los nervios y del cerebro. Demanda, también, la presencia de la biología, toda vez que los aparatos receptores hacen parte de organismos vivos empeñados en anticipar condiciones favorables o desfavorables en el medio ambiente circundante; el que las condiciones sean unas u otras, determina el curso de acción que habría de esperarse de un individuo funcional. Requiere, además, de la participación de la fisiología y la anatomía, toda vez que los órganos receptores (incluyendo el cerebro) suponen una articulación muy compleja de diversas partes con esquemas de funcionamiento muy preciso y especializado. La participación de la psicología igualmente es central, si se tiene en cuenta que buena parte de las claves de la compleja percepción sensorial demanda patrones muy sofisticados de aprendizaje, mezclados con fenómenos emocionales que contribuyen, entre otras cosas, a formar un punto de vista. La geometría, asimismo, es imprescindible, si se admite que muchos modelos que pretenden anticipar los trayectos de la luz deben apoyarse en consideraciones geométricas. Finalmente, requiere la filosofía, toda vez que los programas de investigación convocados demandan compromisos ontológicos y metodológicos que resultan centrales para la toma de decisiones y la valoración de ciertas conjeturas. La filosofía también es pertinente dado que buena parte de los debates tienen que ver con la naturaleza de la conciencia y el aspecto fenomenológico de nuestra experiencia.

      Presentamos a continuación una descripción sucinta del tipo de reconstrucción racional que nos proponemos ofrecer; caracterizamos, de manera muy general, el programa de investigación que nos ocupa y, por último, definimos las fases que hemos perfilado para la reconstrucción racional y que delimitan los capítulos del libro.

      Las demandas de investigación científica, en el marco de las ciencias naturales, exigen gran habilidad para construir sofisticados edificios teóricos y el despliegue de una buena cantidad de intervenciones que permitan evaluar las expectativas teóricas contra el comportamiento de los entornos naturales que constituyen el objeto de investigación. La evaluación que pudiese resultar exitosa, con los criterios de éxito que se hayan definido en el marco de un espíritu de la época, ofrece buenas razones para creer en los constructos teóricos o para desconfiar de ellos.

      A comienzos del siglo XX, en el entorno de la investigación filosófica, se inició una profunda discusión, con el ánimo de abrir nuevos espacios de fundamentación epistemológica, que habrían de armonizar con los revolucionarios desarrollos de la nueva ciencia (relatividad, mecánica cuántica, teoría de la evolución, nuevas geometrías y lógicas, teoría de la probabilidad, psicología experimental y fisiología). Buena parte de estas discusiones dio origen a la filosofía analítica en el mundo anglosajón y al Círculo de Viena en el ambiente continental.

      Uno de los puntos centrales de la discusión tuvo que ver con la elección y la caracterización de la mínima unidad susceptible de evaluación empírica. Esta unidad debía ser neutral, en relación con cualquier compromiso teórico; objetiva, para garantizar que cualquier observador, en cualesquiera circunstancias, pudiese llegar al mismo veredicto, y pública, en el sentido de que cualquier investigador pudiese replicar las condiciones y circunstancias de la evaluación.

      En el ambiente, a pesar de las grandes diferencias, existía cierto optimismo con la expectativa de lograr un acuerdo al respecto. Si pudiésemos definir con claridad dicha unidad o base empírica, podríamos separar, por un lado, las teorías ancladas en una sólida evaluación empírica y, por otro, las especulaciones libres.

      El primer candidato serio que se propuso como unidad mínima de evaluación fue la proposición simple. Además de los términos lógicos, este tipo de proposición solo debería contener términos que pudieran referir a datos sensoriales (sense data), que carecen de compromisos teóricos y se tienen por simples e inmediatos. Las proposiciones que solo tienen nombres que refieren a dichos datos fueron mencionadas con diferentes apelativos: “oraciones protocolares”, “oraciones observacionales”, “proposiciones atómicas”, etc.

      La idea de concebir un escenario de evaluación científica neutral, apoyado simplemente en términos observacionales y oraciones protocolares, dejó ver su naturaleza efímera y fue contundentemente derrotada. Argumentos poderosos, como los de Norwood Russell Hanson (1924-1967), mostraron que no es conveniente insistir en concebir un tipo de observación absolutamente neutral; antes al contrario, toda observación está contaminada con compromisos teóricos (Hanson, 1958). Así las cosas, cuando decimos que una proposición elemental es verdadera, este enunciado está sujeto a la interpretación que demos a los términos observacionales que, a su vez, son teórico-dependientes. Los resultados citados dejaron poco espacio para seguir confiando en las proposiciones atómicas como unidades mínimas de evaluación empírica.

      Supongamos, en gracia de discusión, que contamos con criterios neutrales para decidir si una proposición atómica es verdadera. Los enunciados de la ciencia que resultan de importancia capital no son propiamente las proposiciones atómicas, sino los enunciados con cuantificadores universales de alcance no restringido; enunciados de la forma “todos los cuervos son negros”. Para evaluar empíricamente este tipo de proposiciones, necesitamos criterios lógicos que autoricen la transición desde enunciados singulares reconocidos como verdaderos, a enunciados también verdaderos, con cuantificadores sin restricción en el alcance. De contar con estos criterios, habríamos resuelto el problema de la inducción.3

      Los poderosos argumentos de Nelson Goodman (1906-1998), entre otros argumentos, llevaron a concluir que siempre es posible construir enunciados universales, que coincidan en sus instancias para una base finita de observación, aunque puedan diferir substancialmente para instancias aún no observadas (Goodman, 1983, pp. 59-83). En ese orden de ideas, ninguna base finita de observaciones puede esgrimirse como respaldo definitivo para un enunciado con cuantificadores universales proyectables, sin restricción alguna. Así las cosas, la mínima unidad de evaluación empírica no es ni la proposición elemental, ni el enunciado universal.

      Las críticas al reduccionismo formuladas por Willar