Ella May Robinson

Historias de mi abuela


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trabajos esporádicos. Ni bien la abuela se enteró de que la comida escaseaba para esta familia, compró mercadería por cincuenta dólares y se las llevó a su casa.

      Mientras conversaba y oraba con los padres, animándolos a permanecer firmes a pesar de las dificultades, Willie entró en la sala.

      –¿Te gustaría ser mi jardinero? –preguntó la abuela–. Puedes encargarte del caballo, la vaca y las gallinas, desmalezar el jardín y hacer quehaceres domésticos.

      Willie estaba encantado. La abuela le pagaba lo suficiente para evitar que la familia pasara miseria, hasta que el señor MacCann encontró un empleo estable.

      En ausencia de mi papá, había un hombre de unos 35 años que tomaba el papel de anfitrión. Había estado detenido lejos de su hogar, sin dinero. Era inteligente y concienzudo, así que la abuela lo tomó y le ofreció el trabajo de llevar la contabilidad de la oficina, copiar y llenar documentos, y actuaba como agente de negocios de la casa. Emily Campbell, una de las asistentes de oficina de la abuela, hacía las veces de anfitriona.

      Mientras comíamos, Annie Ulrick entró a esperar en la mesa. Siempre se negaba a comer con la familia, porque las criadas nunca hacían esto en Alemania, de donde provenía. Mientras levantábamos la mesa y lavábamos los platos, la señora Hamilton nos habló de Annie.

      –Ella asistió a la misma serie de conferencias bíblicas que Nettie y yo –explicó la señora Hamilton–. Y decidió, al igual que el resto de nosotros, que lo más importante era obedecer a Dios. Sus padres se enojaron tanto cuando dejó su iglesia y se unió a los adventistas del séptimo día, que la echaron. Tu abuela nos dijo: “Annie está sola en el mundo; debemos hacer lugar para ella en nuestro hogar”. Así que, invitó a Annie para que fuese su cocinera. Annie había sido camarera en Alemania; antes no sabía nada de cocina, pero estaba aprendiendo rápido ahora.

      A media tarde, Marian Davis, la asistente literaria de la abuela, nos llevó a su habitación, que quedaba arriba.

      –Su abuela está escribiendo un libro sobre la vida de Cristo –nos dijo–. Estas páginas escritas a máquina, esparcidas en el piso, deben ir en uno de los capítulos. Dediqué meses a leer los sermones de su abuela, que fueron taquigrafiados mientras ella hablaba. También, clasifiqué cientos de páginas de artículos, diarios y cartas; y copié las cosas más hermosas escritas allí sobre Jesús. Ahora estoy compaginando estas selecciones para completar los capítulos que ella estuvo escribiendo. Esto le ahorra mucho tiempo. Cuando vuelva de su viaje, revisará estos capítulos y hará cambios y agregados.

      Cuando la señorita Davis terminó de recopilar las mejores cosas que la abuela había escrito sobre la vida de Cristo, tenía más material que podían ponerse en un libro. Con los capítulos que la abuela había escrito especialmente para el libro, había suficiente para tres libros: El Deseado de todas las gentes, Palabras de vida del gran Maestro y El discurso maestro de Jesucristo; además de mucho material que quedó para El ministerio de curación. La abuela, en algún momento, escribió o dijo todo lo que incluyen estos libros. La señorita Davis la ayudaba a compaginarlo en capítulos y a cerciorarse de que todo estuviese copiado correctamente.

      Cuando los viajeros regresaron del exterior, la mesa ocupaba casi todo el largo del comedor. La abuela siempre tenía una gran familia. Estaban sus asistentes regulares que informaban sus entrevistas y sermones, y copiaban y duplicaban sus cartas y artículos. Además de ellos, generalmente tenía entre uno y seis muchachos y chicas en su casa, a quienes cuidaba como a sus hijos. Cuando se enteraba de alguna persona enferma, desanimada o desafortunada, la única duda era si podría haber lugar en la mesa para otro plato, o un rincón en algún lugar de la casa para otra cama.

      Casi un año después de que Mabel y yo llegamos a Australia, la Asociación compró una extensión de terreno maderero de 607 hectáreas, para establecer la escuela de capacitación Australasiana. La abuela compró un pequeño terreno contiguo y fue a Cooranbong a supervisar la limpieza, la plantación del huerto y el jardín, y la construcción de su casa. Yo tuve el honor de acompañarla.

      La abuela tenía 68 años en ese entonces. Ella y yo vivíamos juntas, en una carpa grande. Cerca de allí había otra carpa para los obreros y una tercera, que se usaba como comedor, con una casucha detrás para la cocina. A menudo, temprano por la mañana, yo corría la cortina que separaba mi rincón de la carpa del de la abuela y me asomaba para verla recostada en la cama con almohadas, o sentada en su sillón con una tabla en su falda, escribiendo a la luz del farol de kerosén.

      Para ahorrar tiempo a los obreros mientras construían su casa en Avondale, la abuela misma iba a los aserraderos para comprar los materiales necesarios, y por supuesto yo iba con ella.

      Su primera preocupación, después de construir su casa, fue hacer quitar los árboles grandes de un pedazo de terreno, para usarlo como huerta. Me encantaba observar a seis yuntas de bueyes arando. Se requerían muchos restallidos del látigo y gritos para estimular a Bola de Nieve, Frutilla y Novato, los vagos, a que hicieran su parte.

      Cuando la abuela salía con su yunta de caballos a dar una vuelta por el campo, a veces yo la acompañaba. En el vivero, ella eligió sus propios árboles para el huerto. El dueño del vivero le preguntó:

      –Señora de White, ¿quisiera que le muestre cómo deben plantarse?

      –Primero, permítame decirle cómo pienso hacer que hagan el trabajo –respondió ella con una sonrisa–. Le pediré al jornalero que cave un pozo profundo en la tierra y que le ponga tierra fértil, luego algunas piedras grandes, luego más tierra fértil. Después de esto, alternará capas de tierra y fertilizante hasta llenar el hoyo, y luego pondrá los árboles.

      –Está claro que usted no necesita ninguna clase sobre cómo plantar árboles –dijo él.

      Un año después de que los durazneros de tres años fueran plantados, dieron la fruta más deliciosa que haya probado alguna vez. La abuela también plantó uvas, damascos, nectarinos y ciruelos.

      Pronto, papá hizo construir nuestra casita cruzando la calle, frente a Solana, la casa de la abuela. Durante la época de frutas, con frecuencia escuchábamos que alguien golpeaba la puerta antes del desayuno. La abuela entraba con una canasta de duraznos, cosechados de su huerto mientras el rocío todavía caía sobre ellos. Elegía un durazno rosado y lo ponía en el plato de mamá, luego se paseaba alrededor de la mesa dejando un durazno en cada plato. “Trae un plato, May”, decía. Mamá traía una fuente, y la abuela vaciaba la canasta de duraznos en ella. Luego, nos deseaba buen provecho y regresaba a cosechar otra canasta llena para su familia.

      Una vez, la abuela y yo fuimos en busca de una vaca. Era hora del ordeñe cuando llegamos a la granja. Como amaba a los animales, a ella no le gustaba cómo ordeñaban en las granjas de esa parte del país. Entonces, dijo al granjero:

      –Si le dieran a la vaca un poco de grano para comer mientras la ordeñan y luego la tratan con cuidado y le hablan con calma, no necesitarían atarle las patas. Ella aprenderá a quedarse quieta, y estará mucho más contenta y cómoda.

      Nos llevamos una vaca llamada Molly, y la largamos en el pastizal de la abuela. Cada tarde, íbamos juntas para traerla a casa, a fin de ordeñarla. Caminábamos por el sendero que llevaba al bosque de eucaliptus, escuchando el cencerro atado al cuello de Molly. Cuando lo oíamos, yo saltaba troncos y arbustos agitando un palo, mientras la abuela se quedaba en el sendero llamando: “¡Vamos, patrona! ¡Vamos, patrona!” Luego regresábamos a casa juntas, llevando a la vaca delante de nosotras.

      Un día, cuando Molly estaba mugiendo por su ternero, vi que la abuela la abrazaba por el cuello y decía a la compungida madre cuánto lamentaba que le hubiesen quitado el ternero.

      Sin importar dónde viviéramos, si había animales domésticos alrededor, la abuela se hacía amiga de ellos. Ni bien pisaba el granero, el pony relinchaba una bienvenida y estiraba el cuello para las caricias que sabía que recibiría. La abuela no soportaba ver animales abusados porque, como decía, “ellos nos pueden hablar de sus sufrimientos”.

      Una vez, mientras iba en el carruaje con ella, vimos a un hombre