Ingmar Bergman

La buena voluntad


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Bernabé.

      p. sundelius: Exacto. Pero hay algunas otras figuras muy importantes.

      henrik: Clemente de Roma. (Pausa). Policarpo.

      p. sundelius: Otros tres, señor Bergman.

      henrik: Pues… no.

      p. sundelius: ¿Qué significa una «congregación apostólica»?

      henrik: Son las congregaciones que los propios apóstoles fundaron en Roma, Éfeso y Corinto.

      p. sundelius: ¿Otras?

      henrik: Éfeso.

      p. sundelius: Éfeso ya lo ha dicho.

      henrik: Alejandría.

      p. sundelius: Alejandría, no; Antioquía, ­Jerusalén.

      henrik: ¡Ah, sí!

      p. sundelius: ¿Qué quiere decir «símbolo de los apóstoles»?

      henrik: Es algo que tiene que ver con la fe, pero no sé más.

      Henrik se mira las uñas. La catástrofe es un hecho. Baltsar y Justus ni respiran. El profesor Sundelius guarda silencio. Una soñolienta mosca primaveral zumba en el delgado rayo de sol que dejan pasar los pesados cortinajes de la ventana.

      Casi un minuto completo se pierde en la eternidad. El catedrático mira con atención al aspirante Bergman. Se vuelve hacia el escritorio y hojea el boletín de notas, que le entrega a continuación a Henrik.

      profesor sundelius: Vaya usted a darse un buen paseo por el Jardín Botánico. Hay mucho de lo que maravillarse en esta época primaveral. O se cree en el Dios sapientísimo o no se cree. Adiós, señor Bergman, y sea usted bienvenido a finales de noviembre. Tal vez debo añadir que mi alocución preliminar no se refiere a usted. Yo creo que usted va a ser un buen sacerdote, independientemente del símbolo de la fe o de los santos apóstoles.

      El profesor inclina la cabeza, indicando así que Henrik debe retirarse. No puede afirmarse que el Temible sonría, pero contempla a Henrik con algo parecido a la curiosidad. Es el final. Salir por la puerta, atravesar el comedor cuyo suelo de parqué están encerando de rodillas, el vestíbulo para agarrar la gorra de bachiller. Bajar las escaleras de mármol, que resuenan. La enorme puerta retumba. En medio de la calle desfila una banda de música que toca como puede, sol deslumbrante, la gente se para a mirar o anda al compás. Un joven larguirucho, sin sombrero, con pelo oscuro y ralo, ojos oscuros y cuidado bigote, se detiene frente a Henrik y le toca el brazo con su elegante bastón.

      ernst: ¡Hola, Bergman! No te olvidarás del ensayo del coro esta noche, ¿eh? Va a venir Hugo Alfvén. Después iremos de juerga.

      Hace una inclinación de cabeza y desaparece.

      Vamos a hablar ahora de Frida Strandberg, novia de Henrik desde hace dos años. Verdad es que se trata de un noviazgo extraordinariamente secreto, solo los más íntimos lo saben, ni la madre de Henrik ni las tías de Elfvik están ­informadas. La familia de la muchacha, allá en la provincia de ­Ångermanland, tampoco sabe nada. Y sin embargo es un noviazgo en toda regla, con anillos de compromiso, promesas sagradas, velas y tiernos besos.

      Frida es tres años mayor que su novio y trabaja como camarera en el hotel Gillet, uno de los más elegantes de la ciudad. Como muchos de los otros empleados, vive en uno de los míseros cuchitriles expuestos a las corrientes de aire, en lo más alto de la buhardilla superior de la mole del edificio. Las consecuencias morales de esta promiscua forma de vivir no le preocupan a la dirección del hotel, pero las correrías nocturnas están prohibidas. La única entrada de personal que existe está bajo la vigilancia de un cancerbero y su esposa, a quienes se considera carentes de la necesidad de sueño normal.

      Frida es una mujer guapa, alta, algo huesuda, con los pechos altos y las caderas redondas bajo la larga y estrecha falda. Lleva el pelo rubio ceniza peinado en un tupé sobre la frente y recogido en un moño sencillo en lo alto de la cabeza. Sus ojos son grandes, casi redondos, observadores, apreciativos, curiosos. Tiene la risa fácil, sorprendentemente grande, los labios bien dibujados pero delgados, la barbilla redonda y firme. Da la impresión de ser decidida, con esa barbilla. La nariz es larga y bien formada. Habla deprisa y con mucho acento, se mueve con vivacidad, tiene un andar airoso lo mismo cuando lleva pesadas bandejas en el comedor del hotel que cuando sale a pasear los domingos por el parque Fyris con su novio.

      Se conocieron por casualidad. A uno de los compañeros de Henrik, de los que iban a los comedores de Kalla Märta, le había tocado una herencia de una tía muerta y quiso ­celebrarlo. Fueron al restaurante Flustret, junto al estanque de los Cisnes. Frida hacía una suplencia durante el verano en el piso superior, donde estaban los reservados. Era una noche cálida, las ventanas abiertas dejaban entrar pesados aromas balsámicos y música militar del templete.

      Todos acabaron borrachos, Henrik el que más. Cuando el grupo decidió irse al burdel de Svartbäcken no hubo manera de reanimar al teólogo, así que lo dejaron en manos de su destino o de Frida, quien más tarde (una vez terminado su trabajo, a las dos de la madrugada) buscó un coche. Consiguió a fuerza de melindres la dirección y, con ayuda del cochero, subió a rastras al estudiante, que seguía borracho como una cuba, por las escaleras hasta su habitación. Lo único que ocurrió esa noche fue que Henrik vomitó en la falda de Frida, se dio con la cabeza en el borde de la mesa y sangró bastante.

      Dos días después Henrik se encaminó hacia el restaurante Flustret con un costoso ramo de flores. La encontró en la destartalada parte de atrás, donde descansaba un momento con una taza de café y un cigarrillo. Ambos se sintieron sumamente turbados. Henrik se disculpó por su vituperable comportamiento y exigió sufragar los costos de Frida por la limpieza de la falda. Ella no supo qué contestar, porque la falda no se podía lavar, se había estropeado. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Henrik apenas tenía dinero para comprar otra.

      Frida terminó el café, apagó el cigarrillo y guardó la colilla en una cajita de estaño. Luego se levantó y dijo que se le había acabado el descanso, pero que si quería que se vieran, ella terminaba a las dos. Él se sentó en un velador de mármol, fuera, en uno de los grandes cenadores de lilas, pidió un agua mineral y se quedó mirando a la gente y oyendo la música del regimiento, los graznidos de los gansos y la corriente bajo el puente Island.

      Cuando llegó la hora acompañó a Frida hasta el hotel Gillet y allí le besó la mano, cosa que había aprendido de su madre. Le explicó además que estaba solo en ­Upsala, en Suecia, en el mundo y en el universo. Frida se reía asombrada y un tanto desconcertada, y le propuso hacer una excursión a Graneberg. El próximo domingo estaba libre.

      Así empezó una relación que no tardó en convertirse en convivencia. A Henrik le atormentaban el remordimiento de los pecados, la lujuria y unos celos salvajes. Frida se valía de astucias, sentido común, mentiras blancas y estrategia para calmar a esta criatura excitada y confusa. Le enseñó también qué tenían que hacer para evitar consecuencias, lo que a su vez desencadenó un ataque de celos retrospectivos. Frida era dulce y suave, y Henrik armaba escándalos. Pronto fueron inseparables.

      Poco después se prometieron, en secreto. Henrik no se atrevió a hablar con su madre de Frida, pero Frida no se enfadó. Ella esperaba su momento. Convertirse en la acomodada esposa de un sacerdote podía ser un buen porvenir. Soñaba con frecuencia y de buena gana con una vida así, pero esos sueños los guardaba para sí misma. Frida sabía mucho de la vida y era lo bastante sensata para sacar conclusiones y hacer planes. Henrik en cambio no sabía nada, porque una montaña de exigencias le ocultaba el panorama. Vivía hundido en sus propias coerciones y en expectativas ajenas. Al lado de Frida podía sentir súbitas punzadas de felicidad o como se llamara ese sentimiento desconocido que le sorprendía y le hacía brotar cálidas lágrimas bajo los párpados.

      Cuando Frida llegó a casa de Henrik la noche del examen, ya era bastante tarde. Había conseguido cambiar un turno con el indulgente permiso del jefe de comedor. Dieron las diez en la catedral y se encontró la puerta abierta y el cuarto casi a oscuras. Henrik estaba en la cama con un brazo sobre el rostro. Al acercarse ella despacio, él se sentó.

      frida: