Ingmar Bergman

La buena voluntad


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Hilda, ya sabes, aquella que nos encontramos en el concierto de la iglesia de la Trinidad, te manda saludos. Dice que le pareciste muy guapo, pero demasiado delgado. Déjame encender la lámpara para poner la mesa. Tendré que apartar un poco los libros.

      Desempeña sus tareas silenciosa y tenazmente. Henrik la mira sintiendo pesar y alivio a un tiempo. Además, tiene unas ganas de orinar terribles.

      henrik: Tengo que bajar a mear. Es que no he meado en todo el día.

      frida: ¡No se puede estar tan triste como para no mear!

      Henrik sonríe a medias, desaparece por el pasillo y se le oye bajar la escalera. Frida sirve la cerveza en el vaso de lavarse los dientes, se sienta a la mesa, enciende un cigarrillo y ­contempla la fotografía de la madre de ­Henrik. Su mirada va a través de la ventana hacia la pared medianera y el patio. Allí está Henrik, a la débil luz de la farola del portal. Se está abotonando los pantalones y debe de sentir que ella lo está mirando, porque alza la cara hacia la luz de la ventana y la ve allí, enmarcada por el cuadrilátero amarillo. Ella sonríe, pero él no contesta a su sonrisa. Entonces ella le hace señas de que suba, levanta el vaso y bebe. Luego se abre la blusa, se baja la camiseta y descubre su seno derecho.

      De madrugada Frida se levanta para irse a su casa.

      frida: No, no te levantes. No tardará en amanecer, y a mí me gusta andar por la orilla del río cuando la ciudad está en silencio y vacía.

      henrik: Tengo que irme a casa la próxima semana. ¿Puedes imaginarte lo que va a ser eso? Mi madre, gorda y expectante, en el andén. Yo me acerco y le digo que no pude aprobar el examen. Y ella se echa a llorar.

      frida: ¡Pobre Henrik! Puedo ir contigo.

      Ríen sin mucha alegría de lo impensable de semejante plan. Henrik se levanta rápidamente de la cama y se viste. Van andando a través de la fría y quieta mañana de mayo. Cuando llegan al puente Nybron se paran a mirar las oscuras aguas que fluyen con fuerza.

      henrik: Cuando era pequeño mi madre le encargó un altarcito a un carpintero. Hizo un mantel de encaje y compró una imagen de yeso del Cristo de Thorvaldsen, puso dos candelabros del comedor en el altar. Los ­domingos celebrábamos misa solemne, yo hacía de sacerdote, revestido y todo. Mi madre y una señora mayor del asilo de ancianos eran la feligresía. Mamá tocaba el órgano y cantábamos salmos. Tomábamos incluso la comunión, figúrate. Más adelante tuve que pedirle a mi madre que acabáramos con ese vergonzoso teatro. Me dio por pensar que estábamos cometiendo un pecado terrible —todo era tan ridículo y tan humillante—, yo creía que Dios iba a castigarnos. Mi madre es, en cierto modo, tan irreflexiva… Se puso muy triste, claro. Había hecho todo aquello por mí, y yo, por lo menos los últimos años, lo había hecho por ella. Fue una pena. Y entonces, un día como hoy, pienso si voy a hacerme sacerdote por darle gusto a mi madre y porque mi padre no quiso serlo pese a que toda la familia decía que debía ser cura. Y me gustaría saber lo que pensaba cuando dejó los estudios que tan prometedores habían sido. Me gustaría saber lo que pensaba. Boticario. Se hizo boticario. ¿Te imaginas al abuelo y al resto de la familia? ¡Y la vergüenza, claro!

      frida: ¿Por qué no ibas tú a ser sacerdote, Henrik? Es un buen oficio. Honrado, bueno y sólido. Puedes ganarte la vida y mantener a una familia. Y, sobre todo, a tu madre.

      Frida lo ha dicho en broma, no cabe la menor duda. O tal vez es su acento el que hace que el problema parezca insignificante. O es la propia Frida la que piensa que su teólogo se embrolla. No es fácil saberlo.

      El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está descansando. Eso significa abreviar con dignidad el aburrimiento de la tarde echando una cabezadita. El señor director tiene, además, todo el derecho a descansar. Ha cumplido setenta años y se ha retirado de los puentes de ferrocarriles, apartaderos ferroviarios y sistemas de señales construidos y levantados durante la gran expansión del tráfico sobre raíles. Siendo muy joven, y con el flamante título de ingeniero recién sacado, se colocó en los Ferrocarriles del Estado, donde pronto dio que hablar por sus ideas expeditivas y prácticas. Avanzó con rapidez y facilidad. A los veinticuatro años se casó con la hija de un acaudalado mayorista, compró el edificio que se acababa de construir en el número 12 de la calle Trädgårdsgatan y se instaló en un piso de diez habitaciones de la primera planta. Casi seguidos nacieron tres hijos: Oscar, Gustav y Carl. Después de veinte años de éxito social y de turbación matrimonial, murió su enfermiza esposa. Johan Åkerblom se quedó solo y sin saber qué hacer con tres hijos a medio criar y supereducados. El hogar estaba en manos de las sirvientas y la desintegración se acercaba a pasos agigantados.

      El señor director tocaba el violoncelo en sus ratos libres y se veía con los Calwagen, cuyo cabeza de familia había escrito una gramática alemana para uso escolar que iba a torturar a los niños suecos durante generaciones: Die Heringe der Ostsee sind magerer als die der Nordsee. Y así todo.

      Junto con el señor director, formó un cuarteto de cuerda que, si lo deseaban, podía convertirse en quinteto, ya que la hija mayor, Karin, era una aplicada pianista aficionada que suplía la falta de musicalidad con entusiasmo y determinación. Karin experimentaba una profunda simpatía por el viudo, que le llevaba casi treinta años. Veía con claridad el desmoronamiento del hogar después de la muerte de la esposa. Un día de primavera ella le propuso sin ambages que se casaran. Abrumado por tanta generosidad y energía, Johan, conmovido, no pudo hacer más que aceptar tartamudeando. Se casaron a los seis meses y, después de una, para la época, breve luna de miel en un nuevo nudo de comunicaciones en la ciudad de Halle, Karin, con veintidós años y rebosante de buena voluntad, se instaló en el piso de la calle Trädgårdsgatan.

      Los tres hijos, que tenían prácticamente su misma edad, reaccionaron con desconfiado rechazo y las estudiadas groserías de la gente educada con rigidez. No se llevaban bien entre ellos, pero, de pronto, tenían un motivo para unirse frente a quien con toda claridad amenazaba su libertad. En el curso de unos meses, sin embargo, los muchachos tuvieron que reconocer que habían dado con la horma de su zapato. Tras unos meses de dolorosos fracasos se decidieron a deponer sus armas y solicitar un armisticio. Karin era una estratega consumada ya de joven, y se dio cuenta de que no debía usar su ventaja para humillar a los adversarios. Al contrario. Los llenó de pruebas de misericordia, no solo por sensatez sino por cariño. Quería a sus buenos, desmañados y confundidos hijastros, y acogió el afecto que empezaba a nacer en ellos con una ternura áspera y regocijada.

      Karin tiene ahora cuarenta y cuatro años y dos hijos propios, Ernst y Anna, ambos de veinte. En la casa hay cuatro personas de servicio y una intensa vida social. Además, los dos hermanos mayores, Oscar y Gustav, se han casado, tienen familia y acuden con frecuencia en visitas más o menos improvisadas.

      Al casarse, Karin dejó sus estudios de magisterio, algo de lo que nunca tuvo ocasión de arrepentirse. La vida le ­proporcionó constantes quehaceres. Tenía sentido común, perspicacia, humor, era amable y enérgica. También era irascible, autoritaria, desconsiderada y tenía una lengua mordaz. No se puede afirmar que fuera guapa, pero toda su persona irradiaba encanto y vitalidad física. Es poco probable que el director de Tráfico y su joven esposa se amasen en el sentido normal del término, pero ambos representaban sus papeles sin protestar y con el tiempo se fueron haciendo amigos.

      El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está, pues, descansando. La herencia protestante le impide desnudarse y reposar la espalda y las doloridas caderas en su cómoda cama. Está sentado en el butacón de lectura, con un elegante batín corto y un tratado científico en la mano. No ha hecho más que ponerse las gafas en la frente. La pipa de la tarde, la caja de tabaco y el vasito de ajenjo están en la mesita, al lado del sillón. Bajo los pies, un escabel con cubierta bordada, y una manta sobre las rodillas. La luminosa habitación da al patio, de ahí el silencio. Un alto árbol primaveral se interpone entre el sol y la ventana creando sombras verdes que se mueven por las librerías de las paredes y los cuadros con motivos italianos. Un grave reloj que descansa sobre el suelo mide el tiempo con corteses sonidos. El piso de madera está cubierto por una alfombra oriental de colores y dibujos tenues.

      La puerta se abre ahora con mucho cuidado y la otra protagonista de esta historia entra sin hacer el menor