Plato

Obras Completas de Platón


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mientras que lo semejante nada puede aprovechar de lo semejante.[9] Y esto lo sostenía con mucha soltura y en lenguaje agradable. ¿Qué juicio formáis vosotros dos?

      —Para mí, la tesis tiene cierto aire de exactitud.

      —¿Diremos absolutamente que lo contrario es amigo de lo contrario?

      —Sí.

      —También yo lo digo, Menéxeno; ¿pero no tienes esta opinión por muy singular? ¿Y no ves levantarse contra nosotros sobre la marcha a estos adversarios ardorosos y hábiles, que van a preguntarnos si la amistad es lo más contrario posible al aborrecimiento? ¿Qué les responderemos? ¿No nos veremos forzados a confesar que tienen razón?

      —Necesariamente.

      —Nos dirán entonces: «¿Es cierto que el odio es amigo de la amistad, o la amistad amiga del odio?».

      —Ni lo uno, ni lo otro.

      —¿Y el justo es amigo del injusto, el moderado del inmoderado, el bueno del malo?

      —Yo no lo creo.

      —Me parece, sin embargo, que si la desemejanza engendrase la amistad, estas cosas contrarias deberían ser amigas.

      —Necesariamente.

      —Por consiguiente, lo semejante no es el amigo de lo semejante, ni lo contrario el amigo de lo contrario.

      —No es posible.

      —Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno de los principios que acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno, ni malo, podría ser por casualidad el amigo de lo que es bueno.

      —¿Qué quieres decir con eso?

      —¡Por Zeus!, yo ya no sé qué decir, porque experimento una especie de vértigo al ver la incertidumbre de nuestros razonamientos. Creo ver también, conforme al antiguo adagio, que la amistad reside quizá en la belleza.[10] Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados, ligeros e incoercibles, y he aquí por qué tenemos tanta dificultad en deslindarlo. En fin, digo que lo bueno es bello. ¿Y tú qué piensas?

      —Yo lo creo también.

      —Asimismo digo, por adivinación, que lo que no es ni bueno ni malo, es amigo de lo bueno y de lo bello. Escucha ahora sobre qué fundo mis conjeturas. Me parece que existen tres géneros: lo bueno, de una parte; después lo malo; y, por último, lo que no es, ni bueno, ni malo. ¿Qué te parece?

      —Estoy conforme.

      —Igualmente me parece, después de nuestras precedentes indagaciones, que lo bueno no puede ser amigo de lo bueno, ni lo malo de lo malo, ni lo bueno de lo malo. Resta, pues, para que la amistad sea posible entre dos géneros, que lo que no es ni bueno ni malo sea el amigo de lo bueno, o de una cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca excitar la amistad.

      —Eso es cierto.

      —Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de lo semejante, ¿no es así?

      —Sí.

      —Y lo que no es, ni bueno, ni malo, no amará a lo que se le parece.

      —No es posible.

      —Luego lo que no es ni bueno ni malo, no puede amar más que lo bueno.

      —Necesariamente, a mi parecer.

      —Veamos ahora, mis queridos amigos —dije yo—, si este razonamiento nos conduce al término que deseamos. Fijémonos, por ejemplo, en el cuerpo. Cuando está sano, no tiene ninguna necesidad de medicina, porque se basta a sí mismo, y el hombre sano jamás amará al médico sino en razón de su salud; ¿no es así?

      —Jamás.

      —Yo creo que es el enfermo el que ama al médico a causa de la enfermedad.

      —Sin duda.

      —Pero la enfermedad es un mal, mientras que la medicina es un bien muy útil.

      —Sí.

      —En cuanto al cuerpo como cuerpo, no es, ni malo, ni bueno.

      —No.

      —Y a causa de la enfermedad, ¿el cuerpo está obligado a buscar y amar la medicina?

      —Evidentemente.

      —Luego lo que no es, ni malo, ni bueno, es amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.

      —Así me lo parece.

      —Pero evidentemente, si es amigo de lo bueno, es antes que la presencia del mal lo haya hecho malo; porque si el cuerpo estuviese malo, jamás desearía ni amaría lo bueno, por la imposibilidad, reconocida ya por nosotros, de que lo malo pueda ser amigo de lo bueno.

      —En efecto, eso es imposible.

      —Fijad bien la atención en lo que voy a decir. Digo que ciertas cosas son las mismas que lo que se encuentra en ellas, y otras cosas no. Por ejemplo, si se quiere teñir de este o de aquel color un objeto cualquiera, digo que el color se encontrará con el objeto.

      —Ciertamente.

      —Pero en esté caso, el objeto colorado ¿será el mismo en cuanto al color que lo que es en sí mismo?

      —No te entiendo —dijo.

      —Veamos, le respondí, otra explicación. Si se tiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmente rubios, ¿serían blancos en realidad o en apariencia?

      —En apariencia.

      —Sin embargo, ¿la blancura se encontraría en los cabellos?

      —Sí.

      —Y no por esto serían blancos. De suerte que en este caso, a pesar de la blancura que se encuentra en ellos, tus cabellos no son, ni blancos, ni negros.

      —Eso es cierto.

      —Pero, amigo mío, cuando la vejez les haya hecho tomar este mismo color, ¿no serán de hecho semejantes a lo que se encontrará en ellos, es decir, verdaderamente blancos por la presencia de la blancura?

      —No puede ser de otra manera.

      —He aquí ahora la cuestión que te propongo: cuando una cosa se encuentra con otra, ¿se hace la misma que esta otra? ¿Sucede esto cuando se la une de una cierta manera, y no cuando se la une de una manera diferente?

      —Esto ya lo entiendo mejor —dijo.

      —Así pues, lo que no es ni bueno ni malo, ¿así puede no hacerse malo por la presencia del mal, como puede hacerse?

      —Sí, ciertamente.

      —Por consiguiente, cuando, a pesar de la presencia del mal, lo que no es malo, ni bueno, no se hace malo, es porque la presencia misma del mal le hace desear el bien; pero si se ha hecho malo, la presencia del mal igualmente le separa a la vez del deseo y del amor del bien, puesto que en este caso ya no es el ser que no es ni bueno ni malo, sino que es un ser malo incapaz de amar el bien.

      —En efecto.

      —Conforme a esto, podríamos decir que los que son ya sabios, sean dioses u hombres, no pueden amar la sabiduría, así como no pueden amarla los que, a fuerza de ignorar el bien, se han hecho malos, porque ni los ignorantes ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos que, no estando absolutamente exentos, ni de mal, ni de ignorancia, no están, sin embargo, pervertidos hasta el punto de no tener conciencia de su estado, y que son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Éstos, que no son ni buenos ni malos, aman la sabiduría, mientras que los que son del todo buenos o del todo malos no pueden amarla. En efecto, hemos demostrado antes que lo contrario no es amigo de su contrario, ni lo semejante de lo semejante, ¿lo recordaréis?

      —Perfectamente.

      —Creo que ahora, Lisis y Menéxeno, hemos descubierto más claro que nunca lo que es el amigo y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación