del mal?
—Así me parece.
—Pero el que desea y el que ama, ¿puede no amar el objeto de sus deseos y de su amor?
—Yo no lo creo.
—Habría por lo tanto amistades posibles, suponiendo todos los males destruidos.
—Sí.
—Si el mal diese origen a la amistad, una vez destruido el mal, la amistad no podría existir, porque cuando la causa cesa es imposible que el efecto subsista.
—Es exacto.
—¿No estamos acordes en que el que ama debe amar a causa de alguna cosa, y no hemos dado por sentado que lo que en sí no es, ni bueno, ni malo, debe amar lo bueno a causa del mal?
—Sí.
—Con lo expuesto creo haber encontrado otra razón de amar y de ser amado.
—Me parece bien.
—Pero en verdad, ¿el deseo será la causa de la amistad? El que desea, ¿ama el objeto de sus deseos por todo el tiempo que lo desea? En este caso, todo lo que hemos dicho sobre la amistad no es más que un discurso de fantasía, como si fuera un largo poema.
—Podría suceder que así fuera.
—En efecto, el que desea, dime, ¿no desea aquello de que tiene necesidad?
—Sin duda.
—El que tiene necesidad, ¿ama aquello de que tiene necesidad?
—Sí.
—Y el que tiene necesidad ¿no es porque le falta aquello que necesita?
—Sí.
—Me parece, por consiguiente, que lo conveniente debe ser el objeto del amor, de la amistad y del deseo; ¿qué decís a esto, Menéxeno y Lisis?
Ambos convinieron en ello.
—Si los dos sois amigos, el uno del otro, es porque existe entre vosotros una conveniencia natural.
—Sí, muy grande —dijeron ambos.
—Por lo tanto, mis queridos jóvenes, si alguno desea o ama a otro, jamás podría ni desearle, ni amarle, ni buscarle, si no encontrase entre él y el objeto de su amor alguna conveniencia o afinidad de alma, de carácter o de exterioridad.
—Es cierto —dijo Menéxeno. Lisis guardó silencio.
—Amar lo que nos conviene naturalmente nos parece cosa necesaria.
—Sí.
—¿Y es también una necesidad el ser amado por aquel que verdadera y sinceramente se ama?
Lisis y Menéxeno apenas hicieron signo de asentimiento; pero Hipótales, lleno de gozo, mudaba cada instante de color. Queriendo yo poner en claro esta opinión, dije entonces:
—Si lo conveniente difiere de lo semejante, me parece, Lisis y Menéxeno, que hemos encontrado la última palabra de la amistad. Pero si lo conveniente y lo semejante resultan ser una misma cosa, no nos será fácil sustraernos a la objeción propuesta ya, de que lo semejante es inútil a lo semejante, a causa de su misma identidad; y por otra parte sostener que el amigo no es útil, es un absurdo. ¿Queréis, para no alucinamos con nuestros propios discursos, que demos por concedido, que lo conveniente y lo semejante son diferentes entre sí?
—Sí, lo queremos.
—Diremos también que lo bueno conviene a todo, y que lo malo no conviene a nada. ¿O bien es preciso decir, que lo bueno conviene a lo bueno, lo malo a lo malo, y lo que no es ni bueno ni malo en sí, a lo que no es ni bueno ni malo?
Ellos estuvieron conformes en que cada uno de estos géneros conviniese con el suyo respectivo.
—He aquí, mis queridos jóvenes, que hemos vuelto a las primeras opiniones sobre la amistad, a las que ya hemos rechazado, porque lo injusto se hace amigo de lo injusto, como lo malo de lo malo, y lo bueno de lo bueno.
—En efecto.
—Pero qué, si lo bueno y lo conveniente no son más que una misma cosa, solo lo bueno puede ser amigo de lo bueno.
—Ciertamente.
—Creo que hemos refutado ya esto; ¿no os acordáis?
—Nos acordamos.
—Entonces, ¿para qué razonar más?
—¿No es claro que a nada conduce? Me limitaré, pues, como hacen los abogados hábiles en sus defensas, a resumir todo lo que hemos dicho. Si el amigo no es el que ama, ni el que es amado, ni el semejante, ni el contrario, ni lo bueno, ni lo malo, ni ninguna de las demás cosas a que hemos pasado revista, porque por su mucho número no puedo recordarlas todas, si ninguna de estas cosas, repito, es el amigo, entonces nada tengo que decir.
En este acto me vino la idea de provocar a alguno de más edad, pero en el mismo momento, dirigiéndose a nosotros como demonios los pedagogos de Lisis y Menéxeno, con los hermanos de estos, los llamaron para volver a casa, porque era ya tarde. Desde luego, todos los que estábamos allí presentes quisimos retenerlos, pero bien pronto, sin hacer aprecio de nosotros, se pusieron furiosos, y continuaron llamando los jóvenes en su lenguaje semi-bárbaro; y como parecía que habían bebido con algún exceso a causa de las fiestas, y no estaban por lo tanto en disposición de escucharnos, cedimos al fin, y cortamos la conversación.
Cuando se marchaban, dije a Lisis y Menéxeno, que nos habíamos puesto quizá en ridículo ellos y yo, viejo como ya soy, porque los que presenciaron la conversación irán diciendo, que pensábamos ser amigos, y yo lo soy vuestro, y no hemos podido descubrir lo que es el amigo.
Argumento del Fedro[1] por Patricio de Azcárate
Según una tradición, que no tenemos necesidad de discutir, el Fedro es obra de la juventud de Platón. En este diálogo hay, en efecto, todo el vigor impetuoso de un pensamiento que necesita salir fuera, y un aire de juventud que nos revela la primera expansión del genio. Platón viste con colores mágicos todas las ideas que afectan a su juvenil inteligencia, todas las teorías de sus maestros, todas las concepciones del cerebro prodigioso que producirá un día la República y las Leyes. Tradiciones orientales, ironía socrática, intuición pitagórica, especulaciones de Anaxágoras, protestas enérgicas contra la enseñanza de los sofistas y de los rectores, que negaban la verdad inmortal y despojaban al hombre de la ciencia de lo absoluto, todo esto se mezcla sin confusión en esta obra, donde el razonamiento y la fantasía aparecen reconciliados, y donde encontramos en germen todos los principios de la filosofía platónica. Esta embriaguez del joven sabio, este arrobamiento que da a conocer la verdad entrevista por primera vez, el autor del Fedro la llama justamente un delirio enviado por los dioses; pero estos dioses que invoca no son las divinidades de Atenas, buenas a lo más para inspirar al artista o al poeta; es Pan, la vieja divinidad pelásgica; son las ninfas de los arroyos y de las montañas; es el espíritu mismo de la naturaleza, revelando al alma atenta y recogida los secretos del universo.
¿Cuál es el objeto del diálogo? Nos parece imposible reducir a la unidad una obra tan compleja. Lo propio del genio de Platón es abordar a la vez las cuestiones más diversas, y a la vez resolverlas; como lo propio del genio de Aristóteles es distinguir todas las partes de la ciencia humana, que Platón había confundido. Un tratado de Aristóteles presenta un orden riguroso, porque el objeto, por vasto que sea, es siempre único. Un diálogo de Platón abraza, en su multiplicidad, la psicología y la ontología, la ciencia de lo bello y la ciencia del bien.
En el Fedro pueden distinguirse dos partes: en la primera, Sócrates inicia a su joven amigo en los misterios e la eterna belleza; le invita a contemplar con él aquellas ciencias, cuya visita llena nuestras almas de una celestial beatitud, cuando, aladas y puras de toda mancha terrestre, se lanzan castamente al cielo en pos de Zeus y de los demás