sin aprenderlas todas, imaginó el enlace como una unidad, y representándose todo esto, como formando un solo todo, dio a este todo el nombre de gramática, considerándolo como un solo arte.
FILEBO. —He comprendido esto, Protarco, más claramente que lo que antes se había dicho, y lo uno me ha servido para concebir lo otro. Pero ahora, como antes, encuentro siempre la misma cosa para volver al mismo tema.
SÓCRATES. —¿No es, Filebo, saber la relación que todo esto tiene con nuestro objeto?
FILEBO. —Si, eso es lo que buscamos, hace mucho tiempo, Protarco y yo.
SÓCRATES. —En verdad que estáis a medio camino de lo que buscáis después de tanto tiempo; bien podéis decirlo.
FILEBO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Nuestra conversación ¿no tiene por objeto desde el principio la sabiduría y el placer, para saber cuál de los dos es preferible al otro?
FILEBO. —Así es.
SÓCRATES. —¿No dijimos que cada uno de ellos es uno?
FILEBO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y bien, el discurso que acabáis de escuchar os demuestra cómo cada uno de ellos es uno y muchos, y cómo no son en seguida infinitos, sino que contienen el uno y la otra un cierto número antes de llegar al infinito.
PROTARCO. —Sócrates, después de mil rodeos, nos has metido en una cuestión que no es fácil resolver. Mira quién de nosotros dos ha de responderte. Quizá es ridículo que, habiendo ocupado tu lugar en esta discusión y habiéndome comprometido a sostenerla, te emplace a ti para que respondas, puesto que yo no tengo fuerzas para hacerlo. Pero pienso que sería más ridículo aún que no pudiéramos responder ni el uno ni el otro. Discurre ahora el partido que hemos de tomar. Me parece que Sócrates nos pregunta si el placer tiene especies o no, cuántas y cuáles son; y espera de nosotros la misma respuesta con relación a la sabiduría.
SÓCRATES. —Dices verdad, hijo de Calias. En efecto, si no pudiéramos satisfacer a esta cuestión sobre lo que es uno, semejante a sí y siempre lo mismo y sobre su contraria, ninguno de nosotros, como lo ha demostrado el discurso precedente, será nunca hábil en cosa alguna.
PROTARCO. —Sócrates, todas las apariencias son de que así sucederá. A la verdad, es muy bueno para un sabio conocerlo todo; pero me parece que en segundo término está el no desconocerse a sí mismo. Voy a decirte por qué hablo de esta manera. Nos has concedido esta entrevista, Sócrates, y te has entregado a nosotros, para descubrir juntos cuál es el más excelente de los bienes humanos. Habiendo dicho Filebo que es el placer, la alegría, el goce, has sostenido tú, por el contrario, que los mejores bienes no son estos, sino los otros, cuyo recuerdo se repite en nosotros, y con razón, para que se grabe mejor en nuestra memoria, en vista del examen que haremos de todos. Decías, pues, a lo que me parece, que la inteligencia, la ciencia, la prudencia, el arte, son un bien de un orden superior al placer, y que es preciso trabajar para adquirir todos los bienes de este género, y no los otros. Habiéndose empeñado la discusión por ambas partes, te hemos amenazado, en tono de confianza, con no dejarte volver a casa hasta que no quede zanjada esta cuestión. Tú has consentido en ello, y en este concepto te has consagrado a nosotros. Ahora decimos como los niños, que no se puede quitar lo que ha sido bien dado. Por lo tanto, cesa de oponerte, en la forma que lo estás haciendo, a lo que se ha convenido.
SÓCRATES. —Pues ¿qué es lo que hago?
PROTARCO. —Nos pones obstáculos y nos suscitas cuestiones, a las que no podemos dar en el acto una respuesta satisfactoria. Porque no imaginamos que el objeto de esta conversación sea el reducirnos a no saber qué decir. Pero si llegamos a vernos en tal estado, tendrás tú que hacerlo, porque así nos lo has prometido. En este punto, delibera sobre si nos has de dar la división del placer y de la sabiduría en sus especies, o si lo dejas en tal estado, a calidad de que quieras y puedas explicarnos de otra manera el objeto de nuestra discusión.
SÓCRATES. —Después de lo que acabo de oír, no puedo temer nada malo de vuestra parte. Esta frase: si tú quieres, me pone a salvo de todo temor en este punto. Además, me parece, que un dios me ha traído ciertas cosas a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo y cuáles son?
SÓCRATES. —Me acuerdo ahora de haber oído en otro tiempo, no sé si en sueños o despierto, con motivo del placer y de la sabiduría, que ni el uno ni la otra son el bien, sino que este nombre pertenece a una tercera cosa, diferente de ellas y mejor que ambas. Si descubrimos con evidencia que es así, no queda al placer esperanza de victoria, porque el bien no será ya el placer: ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Ya en este caso no tenemos necesidad de dividir el placer en sus especies a mi parecer; el resultado de esta discusión lo probará más claramente.
PROTARCO. —Has comenzado muy bien; acaba igual.
SÓCRATES. —Convengamos antes en algunos puntos poco importantes.
PROTARCO. —¿Qué puntos?
SÓCRATES. —¿Es o no una necesidad que la condición del bien sea perfecta?
PROTARCO. —La más perfecta de todas, Sócrates.
SÓCRATES. —¡Pero cómo!, ¿es el bien suficiente por sí mismo?
PROTARCO. —Así es, y en eso estriba su diferencia respecto de todo lo demás.
SÓCRATES. —Lo que me parece más indispensable es afirmar del bien que todo el que lo conoce lo busca, lo desea, se esfuerza por conseguirlo y poseerlo, y le importan poco todas las demás cosas, menos aquellas que se adquieren con el bien mismo.
PROTARCO. —No puede menos de convenirse en todo eso.
SÓCRATES. —Examinemos ahora y juzguemos la vida del placer y la vida de la sabiduría, considerando cada una aparte.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Que la sabiduría no entre para nada en la vida del placer, ni el placer en la vida de la sabiduría. Porque si uno de los dos es el bien, es preciso que no haya absolutamente necesidad de nada más, y si el uno o el otro nos parece que necesita otra cosa, no es ya el verdadero bien que buscamos.
PROTARCO. —¿Cómo puede verificarse?
SÓCRATES. —¿Quieres que hagamos en ti mismo la prueba de ello?
PROTARCO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —¿Consentirías, Protarco, en pasar toda tu vida en el goce de los mayores placeres?
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Si no te faltase nada por este rumbo, ¿creerías que tienes aún necesidad de alguna otra cosa?
PROTARCO. —De ninguna.
SÓCRATES. —Examina bien si no tendrías necesidad de pensar, ni de concebir, ni de razonar cuando fuera necesario, ni de nada semejante, ¿qué digo, ni aun de ver?
PROTARCO. —¿Para qué?, teniendo el sentimiento del placer, lo tendría todo.
SÓCRATES. —¿No es cierto que viviendo de esta suerte, pasarías los días en medio de los mayores placeres?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero como no tendrías inteligencia, ni memoria, ni ciencia, ni opinión, estarías privado de toda reflexión, y necesariamente ignorarías si tenías placer o no.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —En igual forma, desprovisto de memoria, es también una consecuencia necesaria que no te acuerdes si has tenido placer en otro tiempo, y que no te quede el menor recuerdo del placer que sientes en el momento presente. Además, al no tener ninguna opinión verdadera, no crees sentir goce en el