Plato

Obras Completas de Platón


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—Pero las cosas producidas y aquellas de que son producidas nos han suministrado tres especies de seres.

      PROTARCO. —Sí, ciertamente.

      SÓCRATES. —DIGAMOS, pues, que la causa productora de todos estos seres constituye una cuarta especie, y que está suficientemente demostrado, que difiere de las otras tres.

      PROTARCO. —DIGÁMOSLO resueltamente.

      SÓCRATES. —Para que las grabe cada cual mejor en su memoria, es conveniente contar por su orden estas cuatro especies así distinguidas.

      PROTARCO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —Por lo tanto pongo, como primera, el infinito; como segunda, lo finito; después, como tercera, la existencia, producida por la mezcla de las dos primeras; y para la cuarta, la causa de esta mezcla y de esta producción. ¿Cometo al decir esto, alguna falta?

      PROTARCO. —¿Por qué?

      SÓCRATES. —Veamos. ¿Qué es lo que nos resta por decir, y cuál es el objeto que nos ha conducido hasta aquí? ¿No es éste?: indagábamos si el segundo puesto pertenece al placer o a la sabiduría; ¿no es verdad?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Ahora, una vez hechas todas estas distinciones, ¿no nos formaremos probablemente un juicio más seguro sobre el primero y el segundo puesto, con relación a los objetos sobre que se ha promovido esta discusión?

      PROTARCO. —Probablemente.

      SÓCRATES. —Hemos concedido la victoria a la vida mezclada de placer y de sabiduría. ¿No es así?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Vemos sin duda cuál es esta vida, y en qué especie es preciso comprenderla.

      PROTARCO. —Así es.

      SÓCRATES. —Diremos, me parece, que forma parte de la tercera especie; porque ésta no resulta de la mezcla de dos cosas particulares, sino de la de todos los finitos ligados por lo infinito. Por esto tenemos razón para decir que esta vida mezclada, a la que pertenece la victoria, forma parte de esta especie.

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —En buena hora. Y tu vida de placer que no tiene mezcla, Filebo, ¿en cuál de estas especies es preciso colocarla para señalarle su verdadero puesto? Pero antes de decirlo, respóndeme a lo siguiente.

      FILEBO. —Habla.

      SÓCRATES. —¿El placer y el dolor tienen límites, o son de las cosas susceptibles del más y del menos?

      FILEBO. —Sí, son de este número, Sócrates. Porque el placer no sería el soberano bien si por su naturaleza no fuese infinito en número y en magnitud.

      SÓCRATES. —Sin esto igualmente, Filebo, el dolor no sería el soberano mal. Por esto es preciso echar una mirada a otro punto que a la naturaleza del infinito, para descubrir lo que comunica al placer una parte del bien. Sea lo que quiera, pongámoslo en el número de las cosas infinitas. Pero en qué clase, Protarco y Filebo, ¿podemos, sin impiedad, colocar la sabiduría, la ciencia y la inteligencia? Me parece que no es poco arriesgado responder bien o mal a esta cuestión.

      FILEBO. —Pones bien en alto tu diosa, Sócrates.

      SÓCRATES. —Y tú no levantas menos la tuya, mi querido amigo. Pero no por eso puedes dejar de responderme a lo que yo he propuesto.

      PROTARCO. —Sócrates, tienes razón; es preciso satisfacerte.

      FILEBO. —¿No te has comprometido, Protarco, a discutir en lugar de mí?

      PROTARCO. —Convengo en ello; pero me veo ahora en un conflicto, y te conjuro, Sócrates, para que quieras servirme de intérprete en este caso, a fin de no hacernos culpables de ninguna falta para con nuestra adversaria[5] no sea que se nos escape inadvertidamente alguna palabra inconveniente.

      SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, Protarco, tanto más cuanto que lo que exiges de mí no es difícil; pero verdaderamente he producido en ti una turbación, como ha dicho Filebo, cuando, poniendo a tanta altura la inteligencia y la ciencia, como en tono de chanza, he reclamado de ti que me digas a qué especie pertenecen.

      PROTARCO. —Eso es cierto, Sócrates.

      SÓCRATES. —Sin embargo, no era difícil responder, porque todos los sabios están conformes, y hasta de ello hacen alarde, en que la inteligencia es la reina del cielo y de la tierra, y quizá tienen razón. Examinemos, si quieres, de qué género es y hasta dónde se extiende.

      PROTARCO. —Habla como te plazca, Sócrates, sin temer extenderte, porque por nuestra parte no lo sentiremos.

      SÓCRATES. —Muy bien. Comencemos, pues, interrogándonos de esta manera.

      PROTARCO. —¿De qué manera?

      SÓCRATES. —¿Diremos, Protarco, que un poder, desprovisto de razón, temerario y que obra al azar, gobierna todas las cosas que forman lo que llamamos universo?, ¿o, por el contrario, hay, como han dicho los que nos han precedido, una inteligencia, una sabiduría admirable, que preside el gobierno del mundo?

      PROTARCO. —¡Qué diferencia entre estas dos opiniones, divino Sócrates! Me parece que no puede sostenerse lo primero sin incurrir en culpa. Pero decir que la inteligencia lo gobierna todo es un sentimiento digno del aspecto de este universo, del sol, de la luna, de los astros y de todas las revoluciones celestes. No podría yo hablar ni pensar de otra manera sobre este punto.

      SÓCRATES. —¿Quieres que, uniéndonos a los que han sentado antes que nosotros esta doctrina, sostengamos su certeza, y que, en lugar de limitarnos a exponer sin peligro las opiniones de otro, corramos el mismo riesgo, y participemos del mismo desdén, cuando un hombre hábil pretenda que el desorden reina en el universo?

      PROTARCO. —¿Por qué no he de quererlo?

      SÓCRATES. —Pues adelante, y examina la reflexión que sigue.

      PROTARCO. —No tienes más que hablar.

      SÓCRATES. —Con relación a la naturaleza de los cuerpos de todos los animales, vemos que el fuego, el agua, el aire y la tierra, como dicen los marinos de la tempestad, entran en su composición.

      PROTARCO. —Es cierto. Estamos, en efecto, como en medio de una tempestad por el conflicto en que nos pone esta disputa.

      SÓCRATES. —Además fórmate la idea siguiente, con motivo de cada uno de los elementos de que nos componemos.

      PROTARCO. —¿Qué idea?

      SÓCRATES. —Que no tenemos más que una pequeña y despreciable parte de cada uno, que no es pura en manera alguna ni en ninguno, y que la fuerza que ella despliega en nosotros no responde de ningún modo a su naturaleza. Tomemos un elemento en particular, y lo que de él digamos, apliquémoslo a todos los demás. Por ejemplo, hay fuego en nosotros, y lo hay igualmente en el universo.

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —El fuego que tenemos nosotros, ¿no es pequeño en cantidad, débil y despreciable, mientras que el del universo es admirable por la cantidad, la belleza y por toda la fuerza natural del fuego?

      PROTARCO. —Es muy cierto.

      SÓCRATES. —Pero qué, ¿el fuego del universo es formado, alimentado y dominado por el que está en nosotros, o, por el contrario, mi fuego, el tuyo, el de todos los animales proceden del fuego del universo?[6]

      PROTARCO. —Esa pregunta no tiene necesidad de respuesta.

      SÓCRATES. —Muy bien. Creo que lo mismo dirás de esta tierra que habitamos, y de la que se componen todos los animales que respecto de la que existe en el universo, así como de todas las demás cosas sobre las que hace un momento te interrogaba. ¿Responderás lo mismo?

      PROTARCO. —¿Pasaría yo por un hombre sensato si respondiera otra cosa?

      SÓCRATES.