y el placer frente a frente del dolor, de suerte que estos dos sentimientos se mezclan y se confunden, ya hemos manifestado más arriba que el alma, sintiéndose vacía, desea verse llena, y que siente al mismo tiempo alegría por la esperanza de que será satisfecha, mientras que sufre por no haber llegado aún esta satisfacción; pero ninguna prueba hemos dado para justificar este hecho. Por ahora nos limitamos a decir, que al no convenir el alma con el cuerpo en todas sus afecciones, cuyo número es infinito, resulta de todo esto una mezcla de dolor y de placer.
PROTARCO. —Me parece que tienes razón.
SÓCRATES. —Aún nos queda por examinar otra de estas mezclas de dolor y de placer.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Aquella que el alma produce en sí misma, como hemos dicho más de una vez.
PROTARCO. —¿Cómo entiendes eso?
SÓCRATES. —¿No convienes en que la cólera, el temor, el deseo, la tristeza, el amor, los celos, la envidia y otras pasiones semejantes, son especies de dolores del alma?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No proporcionan placeres inexplicables? Con respecto al resentimiento y a la cólera, ¿tendremos que recordar las palabras de Homero, que dice: la cólera más dulce que la miel, que corre del panal,[9] enardece algunas veces al sabio mismo; y recordar también los placeres mezclados con el dolor en nuestras quejas y pesares?
PROTARCO. —No es necesario recordarlo; confieso que las cosas suceden así y no de otra manera.
SÓCRATES. —También debes recordar lo que acontece en las representaciones trágicas, donde se llora al mismo tiempo que se ríe.
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —¿No sabes que en la comedia misma nuestra alma se ve afectada por una mezcla de placer y de dolor?
PROTARCO. —Yo no lo veo claramente.
SÓCRATES. —En verdad, Protarco, que el sentimiento, que se experimenta entonces, no es fácil de distinguir.
PROTARCO. —Por lo menos no lo es para mí.
SÓCRATES. —Tratemos, pues, de aclararlo, por lo mismo que es más confuso. Esto nos servirá para descubrir más fácilmente cómo el placer y el dolor se encuentran mezclados con otros sentimientos.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —¿Miras como un dolor del alma lo que se llama envidia?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Sin embargo, vemos que el envidioso se regocija con el mal de su prójimo.
PROTARCO. —Y mucho.
SÓCRATES. —La ignorancia, y lo que se llama necedad, ¿no son un mal?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Sentado esto, ¿concibes bien cuál es la naturaleza del ridículo?
PROTARCO. —Tienes que decírmelo.
SÓCRATES. —Tomándolo en general, es una especie de vicio, un cierto hábito; y lo propio de este vicio es el producir en nosotros un efecto contrario a lo que prescribe la inscripción de Delfos.
PROTARCO. —¿Hablas, Sócrates, del precepto conócete a ti mismo?
SÓCRATES. —Sí; y es evidente, que la inscripción diría lo contrario si dijera: no te conozcas en manera alguna.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Procura, Protarco, dividir esto en tres.
PROTARCO. —¿Cómo? Temo no poder hacerlo.
SÓCRATES. —Es decir, que quieres que yo haga esta división.
PROTARCO. —No solo lo quiero, sino que te lo suplico.
SÓCRATES. —¿No es indispensable, que los que no se conocen a sí mismos, estén en tal ignorancia con relación a una de estas tres cosas?
PROTARCO. —¿Qué cosas?
SÓCRATES. —En primer lugar, con relación a las riquezas, imaginándose ser más ricos que lo que son en realidad.
PROTARCO. —Muchos son los atacados de esta enfermedad.
SÓCRATES. —Hay también otros, que se creen más grandes y más bellos que lo que son realmente, y que se consideran dotados de todas las cualidades del cuerpo en un grado superior a la verdad.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero el mayor número, a mi parecer, es el de los que se engañan respecto a las cualidades del alma, imaginándose que son mejores que lo que son. Ésta es la tercera especie de ignorancia.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Hablando de las virtudes, con respecto a la sabiduría, por ejemplo, ¿no es cierto, que la mayor parte, con pretensiones exageradas, no saben más que disputar, y que tienen de ella una falsa y mentirosa opinión?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Puede asegurarse con motivo que semejante disposición de espíritu es un mal.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Protarco, necesitamos dividir aún esto en dos, si queremos conocer la envidia pueril y la mezcla singular que en ella tiene lugar de placer y de dolor.
PROTARCO. —¿Cómo lo dividiremos en dos? Dímelo.
SÓCRATES. —Sí. ¿No es una necesidad, que todos los que conciben locamente está falsa opinión de sí mismos, sean partícipes, como el resto de los hombres, los unos de la fuerza y del poder, y los otros de las cualidades contrarias?
PROTARCO. —Es una necesidad.
SÓCRATES. —Distínguelos, pues, así, y si llamas ridículos a los que, teniendo tal opinión de sí mismos, son débiles e incapaces de vengarse cuando se burlan de ellos, no dirás más que la verdad; así como tampoco te engañarás diciendo que los que tienen a mano la fuerza para vengarse son temibles, violentos y odiosos. La ignorancia, en efecto, en las personas poderosas es vergonzosa y aborrecible, porque es perjudicial al prójimo, ella y cuanto a ella se parece; mientras que la ignorancia acompañada de la debilidad es el lote de los personajes ridículos.
PROTARCO. —Muy bien dicho. Pero no descubro en esto la mezcla del placer y del dolor.
SÓCRATES. —Empieza antes por penetrar la naturaleza de la envidia.
PROTARCO. —Explícamela.
SÓCRATES. —¿No hay dolores y placeres injustos?
PROTARCO. —No puede negarse.
SÓCRATES. —No hay injusticia, ni envidia, en regocijarse con el mal de sus enemigos. ¿No es así?
PROTARCO. —No la hay.
SÓCRATES. —Pero cuando uno es testigo a veces de los males de sus amigos, ¿no es uno injusto al no afligirse, y más aún al regocijarse?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la ignorancia es un mal, dondequiera que se encuentre?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y que con relación a la falsa opinión que nuestros amigos se formen de su sabiduría, de su belleza y demás cualidades de que hemos hablado, distinguiéndolas en tres especies, y añadiendo que en tales situaciones el ridículo se halla donde se encuentra la debilidad, y lo odioso donde se encuentra la fuerza, ¿no confesaremos, como dije antes, que esta disposición de nuestros amigos, cuando no daña a nadie, es ridícula?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No convinimos igualmente, en que, en tanto que ignorancia,