Dr. Juan Moisés De La Serna

Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral


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lo que antes era una tersa y delicada piel, cuidada con ricas fragancias.

      Todavía quedan en mi cuerpo imborrables marcas de mi pasado, que se realizaron para que los demás supiesen de mi posición y se inclinasen al pasar, portándolas ahora tapadas con vendas para evitar que sean vistas, y debo de ser yo quien ahora baje la cabeza, ocultando así cualquier vestigio de un remoto esplendor al que nunca volveré.

      Igualmente, mis pulidas y refinadas maneras, que tanto me costaron aprender y que se han hecho parte esencial de mí, cual costumbres grabadas a fuego en mi alma, pueden despertar sospechas y ser motivo para delatarme, por lo que tengo que prestar especial atención a no decir ni hacer nada distinto del resto, pero esta esmerada formación no se puede eliminar de un día para otro.

      Ni siquiera, aquella profesión para lo que me entrenaron y que tan buen servicio traté de dar siempre, un regalo del cual nunca me consideré lo suficientemente digno, que cambió mi vida por completo, incluso eso tengo que mantenerlo oculto, como si me avergonzase de lo que soy, sin poderlo usar en beneficio de los demás, ni siquiera ante el padecimiento ajeno.

      Son muchas las ciudades, pueblos y aldeas que he tenido que dejar tras de mí, en este penoso y solitario discurrir hacia el exilio, faltando, muy a mi pesar, a una de las más importantes premisas, que algunos consideraban hasta sagrada, por la que no hace tanto nos regíamos, y que guiaba y daba sentido a nuestra vida de servicio.

      En circunstancias normales se solía festejar mi llegada, siendo motivo de júbilo entre los habitantes, en cambio ahora, darme cobijo o ayuda de algún tipo es motivo suficiente para sufrir mi misma pena de muerte.

      Antes eran ellos los que me buscaban y solicitaban, formando colas para agasajarme, trayéndome y ofreciéndome el mejor ganado o parte de su cosecha. Un hospitalario tributo, que ni necesitaba ni requería, pero que en muchos casos debía de aceptar para no insultar las buenas intenciones de aquellos habitantes. Una generosidad que se veía recompensada con creces con mi presencia en aquel lugar, y de lo cual no podíamos quedarnos con nada, tal y como nos habían enseñado, repartiéndolo junto con el principal, con los más desfavorecidos.

      Antes tenía un nombre, una vida… en cambio ahora desconozco lo que me depara cada nuevo amanecer, un futuro demasiado incierto que se abre delante de mí, proscrito de por vida, condenado a pena de muerte, huyendo de mi pasado, aquel que me buscó con tanto ahínco.

      Si tan siquiera existiese la posibilidad de recuperar algo del esplendor perdido, y poder volver a disfrutar, aunque sea por un instante un poco más de aquellas mieles del pasado, ajeno por completo a tan desdichado futuro.

      Pero ahora de todo aquello únicamente queda un esquivo recuerdo, que a veces se confunde con el mundo de los sueños. En ocasiones, en la buscada soledad de mi largo caminar, me cuesta trabajo distinguir entre aquella maravillosa vida pasada y lo soñado,

      Gracias al ímpetu de algunos, que creímos firmemente en nuestro deber y nos entregamos por completo a nuestra labor, conseguimos tener nuestro momento de esplendor, pero éste duró relativamente poco y quedó completamente eclipsado por la demencia de unos pocos, que consiguieron movilizar en nuestra contra al pueblo, cual rebaño enfrentado a su pastor.

      De la noche a la mañana, cual mancha de aceite, se extendió inexorablemente una gran marea de protesta y descontento, que iba acaparando cada vez a más poblaciones y aldeas. Los pacíficos ciudadanos que hasta ahora habían vivido contentos, salían ahora a la calle vociferando y exigiendo cambios. Arengados y movilizados por aquellos que desde la envidia deseaban usurpar el poder que no les correspondía, y que, usando al pueblo como punta de lanza en contra nuestra, trataban de conseguir arrebatarnos lo que nos había sido concedido por derecho.

      Una situación explosiva difícil de contener, donde las buenas palabras pronunciadas para tranquilizarlos, no hacía sino alimentar la ira de aquellos que aprovechaban el descontento generado para criticarnos y poner en tela de juicio nuestra importante labor y que a tantos había beneficiado, muchos de los cuales ahora nos reclamaban cambios.

      Una fugaz, pero intensa, historia de magnificencia sin final feliz, que tal y como les ocurriese a anteriores faraones, dejó tras de sí a muchos de sus servidores, regando con sus vidas el terreno que con tanto amor y mimo habían cuidado y respetado. Un trabajo arduo de preparación, en el que se invertían varios años antes de estar suficientemente listos para poder realizar nuestra función sobre el pueblo, y todo eso fue arrebatado de la noche a la mañana, cual zorro que espera en la oscuridad de su guarida para usurpar lo que no le corresponde.

      Despojados de cualquier cargo o título, sin mayor destino que el de las bestias salvajes, obligados a vagar, evitando entrar en los poblados y aldeas por miedo a las represalias.

      Tras terminar mis oraciones, recogí las pocas pertenencias que aún mantenía, y que a veces utilizaba para negociar a cambio de comida o de información, y atándolo en un pequeño hatillo, me lo eché sobre el hombro mientras con la otra mano recogía mi rígido, robusto y fiel compañero de viaje, único testigo mudo de mis carencias y privaciones.

      Por un instante, antes de iniciar camino, tuve la tentación de mirar atrás, pero con tesón conseguí retener mi deseo, que no era otro que el de añorar mejores momentos y resignándome, empecé a andar siguiendo el sendero empedrado de un curso extinto, del que únicamente quedaban los restos de sus actos, aquellos cantos rodados que tan difícil hacían el camino.

      Ni me avergüenzo de lo que fui, ni puedo renunciar a lo que soy, a pesar de que eso, en un tiempo no tan lejano supusiese algo, de lo que ahora parece nadie acordarse ni importarle.

      Mis maneras, mi forma de actuar e incluso mis marcas, ahora vendadas rudimentariamente, me pueden delatar enseguida, por lo que tengo que limitar mis contactos a las caravanas, a las que me debo de acercar como pordiosero, implorando misericordia, ocultando el rostro, portando una túnica sucia, cual ropaje haraposo, que nunca hubiese ni imaginado llevar antes, acostumbrado a las mejores telas, al lino más puro y de extrema blancura. Agasajado a veces con finas telas de sobrada suavidad procedentes de países más allá de las fronteras del imperio, con nombres impronunciables.

      Mi piel ahora quebrada y cuarteada, estaba en su momento pulcra y limpia, ricamente adornaba con abalorios que recorrían mis antebrazos, y que guardaba tanto simbolismo ahora dejado en el olvido.

      Quizás esos fueron mis mejores momentos, aquellos en los que seguía una rutina diaria de actos y ritos, acompañado de cánticos y música, que, en estos momentos, en mitad de éste inhóspito paraje, me pueden parecer algo opulentos e incluso superfluos, pero que entonces eran de estricto cumplimiento. Unas vistosas y elaboradas ceremonias recreadas para mantener la tradición a la vez que para perpetuar el estatus en el que vivíamos.

      De repente encontré delante de mí una pequeña piedra que me llamó la atención porque resaltaba entre las demás por su forma puntiaguda. Recogiéndola comprobé que era suave y fría, parecida al cuarzo, pero de gran brillo que contrastaba con su intenso color negro. Aquello me devolvió a un tiempo anterior, en que era aún muy joven y tenía grandes aspiraciones en la vida, hasta que llegué a las Escuelas, aquellas que suponían el principio de todos mis sueños y que tanto significó en mi vida. Si alguien me hubiese prevenido sobre todo lo que iba a vivir, no le hubiese dado crédito alguno.

      Ha sido una sorprendente vida, llena de altibajos, pues surgiendo de una modesta posición, como era la de ser hijo de cabrero, he llegado hasta lo más alto de la escala social, siendo requerido a su servicio por reyes e incluso el propio faraón, quien depositó en mí su confianza, hasta llegar de nuevo a las humildes condiciones en que me encuentro ahora.

      Nada ni nadie hacía augurar que tuviese tanto éxito en mi empresa, ni tampoco que una vez alcanzado, aquello que era la cúspide de la sociedad moderna, se convertiría en tan poco tiempo en un banal recuerdo, del que ni siquiera quedaría constancia escrita, pues así lo disponía el edicto faraónico, el mismo por el que se nos despojaba de toda posesión presente o futura y se nos condenaba a persecución y muerte. Una vida llena de logros y éxitos que ahora ya no importaban a nadie y que únicamente permanecían en mi memoria.

      Una feliz época dorada que muchos querríamos volver