Cuando era yo muy joven y apenas acababa de cumplir la edad necesaria para empezar a trabajar, algo muy importante en mi aldea, pues suponía disponer de una mano más para ayudar en las tareas de recolección o pastoreo.
Como mi padre era pastor, tal y como lo fue su padre, y el padre de éste, a mí me tocaba serlo, y me empecé por encargar de las tareas más sencillas, sacar a pastar las pocas cabras que poseíamos.
La faena era simple, por la mañana temprano salía con los animales en busca de verdes prados en donde esperar a que comiesen para de emprender camino de regreso antes de que cayese el sol. Aunque vivíamos en un valle muy amplio, casi todo a nuestro alrededor eran montañas escarpadas, imposibles de escalar, situándose el pueblo cerca de la salida de un estrecho cañón, único paso posible de acceso desde las tierras fuera del imperio.
Habían sido muchos los ejércitos enviados a conquistar las tierras que se encontraban más allá de las montañas, pero ninguno lo había conseguido. Los pocos que regresaban hablaban de enemigos invisibles, aliados con las alimañas, que sin atacarlos conseguían repeler cualquier acometida.
En todo ese tiempo, el pueblo de las montañas, como también se les conocía, nunca habían iniciado ningún ataque, pues únicamente se habían limitado a defenderse y a repeler al ejército conquistador, es por eso, que desde la capital de los reinos del norte se decidió renunciar a sus tentativas de expandirse por aquellas tierras desconocidas, apostando un destacamento como medida de precaución por si algún día cambiaban de opinión. Aunque eran conscientes de que desconocían por completo la naturaleza de las armas de aquellos de las montañas que ni siquiera se mostraban, ni tan siquiera tenían idea sobre su número ni sus intenciones.
Pero lo único que llegaba por aquel desfiladero eran caravanas procedentes de lugares muy lejanos, que aprovechaban aquel paso natural para acercarse a los pueblos del imperio, y nunca refirieron de ningún pueblo en las montañas que les hubiese molestado.
Así que todo aquel que quisiera pasar por allí se veía obligado a descansar en nuestra aldea, ya que era el único lugar de avituallamiento de toda la zona. Extranjeros de tierras lejanas, cargados de materiales extraños que hacían las delicias de las mujeres de la aldea, con telas e indumentarias llamativas, llenos de serpenteantes brillos, portados por animales de largas patas y cuello encorvado, que nada tenían que ver con nuestras menudas cabras que al menor descuido se escapaban monte arriba y que tanto trabajo daban para devolverlas a su corral.
Es ahí, en medio del ajetreo interminable del trueque, entre abalorios y vasijas, cuando recibíamos noticias sobre el mundo exterior, a la vez que algunos intentábamos aprender más sobre sus extrañas lenguas y culturas. Los mismos que luego nos convertiríamos en los intérpretes para próximas caravanas lo que facilitaría el intercambio, pues si no, únicamente podíamos comunicarnos de forma muy rudimentaria y limitada mediante gestos, tal y como se habla con una persona que no goza de la facultad de oír.
Todo un privilegio para un joven como yo, que no tenía más futuro que el de cuidar de las cabras de la familia el resto de mi vida. Consiguiendo quedar excusado de mis tareas mientras hubiese alguna caravana en la que pudiesen requerir de mi traducción, escapando brevemente de la monotonía de sacar a pastar al ganado cada día, hiciese bueno o malo.
Un trabajo que implicaba pasar bastante tiempo alejado del pueblo, lo que me posibilitaba repetir una y otra vez aquel idioma que había oído durante el trueque. Quizás fuesen esos momentos de soledad o mi voluntad por aprender practicando continuamente, lo que me permitió ser seleccionado para las Escuelas.
La primera vez que oí hablar de ellas, fue en una reunión, como se solían hacer a la caída del sol una vez habían partido las caravanas, donde se juntaban, hombres y mujeres por separado, para comentar cómo les había ido con el trueque. Una de las mujeres dijo haber hablado con uno de los porteadores, que comentaba cómo se habían encontrado a una pareja de Maestros, que con caminar pausado recorrían las aldeas buscando pupilos para las Escuelas.
Aquello movilizó a los habitantes de aquel pequeño lugar como nunca había presenciado antes. En los días consecutivos, los niños fueron pasando uno a uno delante del principal del pueblo para ser probados, y con ello conocer quién poseía mayores cualidades para ser presentado ante los Maestros. Evaluándoles desde su rapidez en el correr hasta su puntería con la onda.
Nadie sabía con certeza en qué se fijaban los Maestros a la hora de escoger un nuevo pupilo, algunos decían que buscaban al más fuerte, otros al más rápido o al más audaz. Sea como fuere, todos querían que su hijo fuese el elegido, ya que era un gran honor para esa familia y para la aldea en general.
Cuando pregunté por aquellas Escuelas, nadie estaba seguro sobre su verdadero paradero, se creía que estaban escondidas en algún lugar remoto e inaccesible entre las montañas, pero únicamente podían acudir allí los niños y niñas previamente seleccionados, que habían destacado por alguna cualidad especial. Al parecer los encargados de buscar nuevos alumnos, eran muy estrictos con su juicio y podían pasar por varios pueblos antes de encontrar con alguien de su agrado.
A pesar de ser un pueblo fronterizo conocíamos muchas de las narraciones sobre el misterio que envolvía a aquellas Escuelas, que transformaban por completo la vida de los pocos estudiantes seleccionados, no sólo porque debían de abandonar durante varios años a su familia y hogar, sino porque de regresar lo hacían muy cambiados.
Las familias por su parte hacían con gusto el amargo sacrificio de la separación de su pequeño, sabiendo que le esperaba un futuro mejor, en donde recibirían una esmerada educación a la vez que les ayudarían a convertirse en personas de provecho.
Aunque nadie tenía demasiado claro dónde estaban las Escuelas, ni cómo se organizaba la enseñanza, ni siquiera las materias que impartían, era tal el renombre de aquel lugar que menguaba cualquier otro interés por el futuro de su hijo.
Por eso cuando venían de las Escuelas, eran agasajados lo más exquisitamente posible, teniendo claro que nada de lo que hiciesen afectaría en su decisión, a pesar de lo cual la gente intentaba atenderles lo mejor posible.
Pero el tiempo pasaba y nada parecía suceder, y así es como el pueblo volvió a su rutina, algo desilusionados por no estar en el camino de los Maestros, con la esperanza de que en un futuro puedan ser ellos los visitados para poder así ofrecer a sus pequeños para ver si eran seleccionados para las Escuelas.
Estando en esto alcé la vista para intentar adivinar en el horizonte el lugar de mi destino, pero éste estaba todavía muy lejos…, oculto tras valles y montañas. No sé si mis fuerzas me acompañarán hasta el final, pues día por día sentía flaquear mi voluntad, aquella que en otra época era ejemplo para los demás, caracterizado por mi empeño y robustez, tanto esfuerzo y sacrificio para llegar al lugar de donde partí.
¿Quién me lo iba a decir a mí?, que bajo éste tórrido sol iba a encontrar mi final, sin nada que beber, y con un poco de comida ahumada en mi hatillo, ni siquiera las baratijas con las que a veces mercadeo me sirven sino hay una caravana con la que hacer trueque.
Mis pies están hinchados y agrietados por el duro caminar, aliviado únicamente por una fina capa de cuero que a modo de sandalia separa mi piel del duro y áspero suelo. Quien fuera poseedor en otro tiempo de tantas atenciones, recibiendo olorosas fragancias y ungüentos para descansar mis descalzos pies tras un ajetreado día en palacio, ahora me conformo con poder meterlos en una fría charca con los que calmar el reclamo constante de descanso que nunca llega.
Puede que aquello me ayudase a estar más cerca de la realidad del pueblo, acostumbrado a vivir sin miramientos, sabiendo que al regresar me estaría esperando una mesa digna de reyes, rellena de los más exquisitos manjares y frutas exóticas.
Sólo con pensar en ello se me empieza a entumecer la garganta, recordando todos aquellos placeres que con tanto reparo aprendí a deleitar, y que luego se hicieron parte de mi más esmerada dieta. Una etapa de bonanza que no podía durar eternamente, en la cual me alejé de mis deberes, y que tanto trabajo me costó recuperar.
Una cura de humildad por permitirme tantos excesos y que, como purga, acepto