Leopold von Sacher-Masoch

La hiena de la Puszta


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levantarse y ofrecer asiento a la recién llegada. Anna se quitó el sombrero y dejó que su espesa cabellera dorada se extendiera sobre los hombros como una aureola, enmarcando su delicado rostro.

      —¿Qué desea de mí, querida Anna? —preguntó el barón en quién se aunaban la alegría por la visita con la inquietud acerca de las consecuencias que de la misma pudieran derivarse.

      —¿Acaso no es usted quién me desea a mí? Usted me lo ha asegurado más de cien veces y me ha jurado un inmenso y eterno amor. Pues bien, ha llegado el momento de llevar esas promesas a la práctica... o de comprobar que tan sólo eran palabras dichas al azar, sin ningún fundamento. Usted decide...

      El barón, sorprendido por su tono resuelto y su actitud, casi no se atrevía a responder, pero al fin afirmó convencido.

      —¡Sí, la amo! —respondió el barón acercándose a ella—. ¡La amo y sólo quiero ser su esclavo!

      —Bien, sus deseos quedarán satisfechos hoy mismo. Quiero ser su herrin, su amante.

      E inmediatamente prorrumpió en una risa extraña.

      —No la comprendo, Anna —dijo el barón inquieto—. Acaba de ofrecerme el más maravilloso de los dones y, sin embargo, su actitud es la del cordero que ofrece el cuello al cuchillo. ¿Qué le sucede?

      —Lo comprenderá enseguida. Hace tiempo que mis padres me reprochan el comer de su pan y el no hacer nada para sacar partido de mi belleza. Su intervención aún les ha vuelto más ávidos de riqueza y han concebido grandes esperanzas de la situación que pudiera derivarse de nuestra relación. Al fin, me han amenazado con echarme de casa si no cedo a sus exigencias. Sin embargo, he decidido ser vuestra tan sólo porque ese es mi deseo, de modo que he arrojado a los pies de mis padres todos los regalos que me habéis hecho y cogiendo tan sólo lo que llevo puesto he dejado la casa de mis padres para siempre. Ahora —añadió entre sollozos—, vengo a entregarme a usted voluntariamente porque le amo.

      Ante esta declaración que colmaba todos sus anhelos y despertaba las fibras más sensibles de su ser, el barón Steinfeld estrechó en sus brazos a la hermosa joven.

      —¡Dios mío! —exclamó Steinfeld—, me haces el más feliz de los mortales.

      A continuación, sus manos febriles empezaron a acariciar aquel cuerpo espléndido y a tantear los cierres del vestido que, una vez abiertos, le permitieron retirarlo como si se tratara de la piel de una fruta, descubriendo maravillado que debajo Anna estaba integralmente desnuda.

      Tras un instante de estupefacción perfectamente legítima, el barón acarició aquellos senos altivos y provocantes como dos palomas cebadas de pico ávido, el vientre liso como una playa y el jardín rubio que si no tenía la extensión de un campo de trigo, sí al menos reproducía su color y frondosidad.

      Aquella piel blanca y satinada empezó a palpitar bajo las sabias caricias hasta que totalmente transportados por la voluptuosidad se unieron en un beso húmedo y apasionado del que sólo se libraron para caer tendidos en el diván, el uno contra el otro, fuertemente enlazados, murmurando inaudibles palabras de felicidad.

      Después, el barón descendió hasta colocarse a la altura de las rodillas y tras aspirar inflamado el perfume que exhalaba la cavidad secreta de la joven hundió la lengua ávida buscando el lugar más sensible para depositar en él su caricia.

      Por más que temiera el instante de la desfloración, Anna sintió que se derretía bajo aquellos preliminares tan ardientes como hábilmente realizados y, olvidando toda prevención, se abandonó al placer que la inundaba y tomaba posesión de todo su cuerpo hasta escaparse cada vez con más intensidad en forma de gemidos y exclamaciones proferidas con voz ronca y anhelante.

      Al fin, sin poder contenerse por más tiempo, acuciada por los redoblados esfuerzos del barón, arqueó el cuerpo y descargó su felicidad con gran violencia, mojando la cara de su adorador.

      El barón, sabiamente, esperó a que Anna recobrara el aliento y entonces, sin más dilación, procedió a penetrarla con suavidad no exenta de firmeza. Por tres veces sucesivas la poseyó e hizo que Anna gozara más intensamente si cabe en cada nueva ocasión ¡Anna Klauer al fin había sido suya!

      Al día siguiente de aquel momento memorable, el barón Steinfeld escogió para su joven amante una casa amueblada con el más exquisito lujo y refinamiento en la Ringstrasse. La hermosa criatura durmió desde entonces en sábanas de damasco y edredones con encaje de Bruselas. Al levantarse, se calzaba unas zapatillas orladas de oro y envolvía su cuerpo en soberbios peinadores de seda. Sus diminutos pies pisaban alfombras persas y su palco en la ópera, alquilado para toda la temporada, parecía estar ocupado por una divinidad pagana, oriental, cuando la recibía con el cuello orlado de mil pedrerías deslumbrantes que competían con las de los dedos, las orejas y las diademas que remataban su tocado.

      El barón se había convertido en su esclavo. Todo cuanto ordenaba era ejecutado sin la menor dilación y los más mínimos deseos eran recibidos como órdenes imperiosas. Si Anna demostraba la más mínima variación en su humor, el barón se arrojaba a los pies de la odalisca, que le trataba entonces como a un esclavo o a un perro. El barón encontraba placer en humillarse así ante su amada y ésta, después de tantos años de miseria y humillaciones, gustaba de su nueva situación y sacaba todo el partido posible.

      Sus padres, al saber que había entrado en posesión de tantas riquezas, intentaron visitarla, pero tan sólo consiguieron ser expulsados de la casa y casi apaleados por los criados.

      Dos años transcurrieron de este modo, pero al comenzar el tercero de su relación, el barón se mostró cada vez más frío y reservado, empezó a descuidar a su amada y, si bien continuaba satisfaciendo todos sus gustos y pagando todas sus cuentas, visitaba cada vez menos la casa de Anna.

      Un día, tras una escena de amor muy poco efusiva, Anna procedió a atar al barón desnudo a los pies de la cama en un descuido de éste y haciendo uso del látigo obligó a que le confesara el motivo de su comportamiento. Al fin, el barón terminó por confesar que su familia no veía con buenos ojos su relación con Anna y deseaba que hiciera una boda dentro de su círculo social.

      A los pocos días, pese a que habían acordado no ir a la ópera, Anna decidió salir y acudir al teatro. Allí, pudo ver al barón acompañado de una joven rubia, enclenque y vestida con discreta elegancia a la que alguien señaló como la condesa de Thum, de la que se decía era inmensamente rica y prometida al barón Steinfeld.

      Anna abandonó inmediatamente su palco y regresó a su domicilio. Cuando el barón, como tenía por costumbre los días en que ella no acudía a la representación, fue a su domicilio encontró a su amada llena de ira y resentimiento.

      —Tienes buen gusto al venir a verme después de haber dejado a tu prometida, pero quiero que esto no vuelva a suceder. Tendrás que elegir entre ella y yo.

      —¿Quién te ha contado eso? —dijo el barón con el rubor en las mejillas.

      —No mientas. Te he visto con mis propios ojos —dijo ella con dureza.

      —Has estado espiándome y con ello me comprometes, Anna.

      —Creo que hasta hoy tú eres el único que me ha comprometido, miserable —contestó ella fogosamente.

      —Yo no te forcé a nada, viniste a mí voluntariamente y si no hubiera sido yo quien te acogió hubieras encontrado a otro, pues es lo que acostumbran a hacer las personas de tu calaña. Con una mujer como tú, todo acaba más pronto o más tarde.

      —De modo que me abandonas... ¿crees que soy mujer capaz de soportar ese trato?

      —Si tratas de comprometerme, de dar algún escándalo —advirtió el barón en tono glacial—, se te cerrarán para siempre mi bolsa y mi puerta, ¡puedes creerme!

      —Me río de tu riqueza —contestó la orgullosa Anna—. Sal inmediatamente de mi casa y no vuelvas a poner los pies en ella.

      Y