internamente, con una entrega total, abandonándose por completo al transporte amoroso.
—¡Oh! ¡qué maravilla! —exclamó ella.
Y desde luego lo parecía. Sarolta llegó al límite de su aguante y le pareció que el pecho se le desgarraba. Maquinalmente, sin casi saber lo que estaba haciendo (pese a que, evidentemente, esa era la intención con que había llegado hasta allí), sacó del bolso las pistolas y pasó sus yemas ardientes por el frio metal del arma. Rápidamente, con sólo una ojeada a su objetivo, los dedos oprimieron el gatillo y salieron dos disparos consecutivos. Aún alcanzó a ver como Steinfeld se desplomaba sobre su compañera a la vez que lanzaba una sorda exclamación.
La asesina huyó veloz sin saber si la segunda bala, que había destinado a la mujer que más odiaba en el mundo, había alcanzado su objetivo.
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