José Antonio Morán Varela

La frontera que habla


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la bruja? ¡Como para no conocer esa guerra! Entonces nosotros aún vivíamos en Venezuela, pero nuestro papá nos la relató infinidad de veces porque lo dejó psicoseado. Murieron dos amigos suyos, uno en cada bando, tal vez dándose plomo entre ellos; siempre nos decía que eran personas normales que se ganaban la vida a sueldo de los paramilitares. Ni siquiera pudo compartir su tristeza por miedo a represalias. Nos comentaba también que en aquel tiempo la gente tenía que ser muda y ciega porque todos, los paramilitares y los guerrilleros, querían controlar esta frontera. Como han podido comprobar hace un rato, hoy sigue siendo muy golosa para los narcos —se lanzó a comentar el proero como para contrarrestar su anterior silencio.

      —¡Listo! Volvamos a la voladora —ordenó el mecánico cortando en seco una prometedora conversación.

      4

      El Negro Acacio y la blanca solución

      Las siguientes horas fueron de tranquila navegación a pesar de que nuestros cuerpos cortaban el aire debido a la velocidad de la lancha; eso provocaba una sensación agradable en medio del bochorno del sol que ya comenzaba a calentar. El cielo pareció entender que ya habíamos recibido nuestra dosis de agua en el raudal y no nos enviaba más por el momento. El proero, ahora sin trabajo, encontró una postura en dirección a la popa con la que se adormiló. Aunque sabíamos que más allá de las orillas había sabana, desde el interior del río daba la sensación de que nos desplazábamos por las entrañas de una tupida selva porque cada orilla era una ininterrumpida hilera de grandes árboles, eso sí, inundados en muchos tramos.

      —Me llama la atención que, con todo lo que hemos recorrido, apenas hayamos divisado un par de pueblos desde que salimos de Casuarito. ¿Te das cuenta? Parece que nadie ha tocado las orillas —reflexionó Silvia.

      —Yo creo que es un efecto colateral del medio siglo de enfrentamientos armados, la paradoja de cómo la violencia ha preservado una parte de la naturaleza. Bueno, al menos en las riberas, porque las plantaciones para la cocaína sí que modifican el paisaje —maticé.

      —Es posible. También me extraña que casi no veamos animales. Estos días atrás, leyendo sobre Humboldt, me había quedado con la idea de que encontraríamos anacondas, tigres y cocodrilos por todas partes.

      —Ni es la mejor época para avistar animales ni el ruido del motor facilita la tarea, pero es indudable que desde 1800 cuando tu amigo anduvo por aquí, el depredador humano ha hecho de las suyas. Yo también me he ido fijando y no he avistado ningún cocodrilo; solamente grupos de toninas y alguna pareja de papagayos cruzando el río.

      —Creo que tendremos mucho tiempo para comprobar nuestras hipótesis —concluyó Silvia con emoción.

      Tras un meandro del Orinoco sobre su izquierda hacia aguas remansadas, apareció un poblado con unas quince o veinte casas dispersas entre sí. En los rústicos bancos de los negocios dedicados a la venta de insumos había gente sentada y hablando con ese aire un tanto ajeno de quien se junta cada día con las mismas personas para charlar sobre asuntos intrascendentes; ni se molestaron en mirar quiénes éramos los cuatro forasteros que llegábamos, como si eso formara parte de su vida cotidiana (tanto el no mirar como el que aparecieran foráneos); algo flotaba en el ambiente que apoyaba la corazonada de un pueblo acostumbrado a la invisibilidad aunque en espera de un cambio. Estábamos en Garcitas. Al instante dedujimos que de haber aceptado la opción del lanchero Rusvel habríamos llegado desde Puerto Carreño hasta aquí a través de una larga e incómoda trocha por la sabana llamada Ruta la dignidad; pero afortunadamente nuestro instinto se había decantado por la mejor opción, la de venir navegando.

      El pueblo era el elegido por Mauricio (nuestro contacto para cuadrar el viaje) para que los hermanos venezolanos nos presentaran a las dos personas que habían salido tres días antes de Inírida con su lancha para recogernos y remontar juntos el Orinoco. Allí conocimos a Perry, nuestro balsero, un tipo dicharachero y regordete a quien los ojos le delataban la jarana de la noche anterior y a Luis, un indígena sikuani que perdió a conciencia su tradicional identidad, que sería nuestro guía en el Parque Nacional Natural del Tuparro a pesar de que para él también fuera su primera visita; con ellos llegaríamos días más tarde a Inírida si todo iba como esperábamos.

      —Bienvenidos a la zona roja —nos dijo por fin un amistoso y alegre tendero mientras nos extendía la mano.

      —¿Entonces... siguen con la revolución? —oí que le preguntó Silvia después del intercambio de saludos en el mismo tono a medio camino entre divertido y jocoso con que nos recibió.

      —¡No, no, ahora hacemos patria con la gente que como ustedes viene por aquí! —Y volvió a reírse al tiempo que nos ofreció unas sillas.

      Efectivamente, Garcitas había sido zona roja por excelencia debido especialmente al Negro Acacio, uno de los guerrilleros más buscados por la Policía y el Ejército y ahora, tras los acuerdos de paz, había optado por dedicarse a un turismo que no acababa de llegar. Nadie, sin saberlo de antemano, se imaginaría que por esta pequeña aldea pasara una parte de la mayor fuente de financiación de las FARC. Me quedé con las ganas de preguntar in situ al tendero por el famoso guerrillero, pero no me pareció prudente ni educado dada la complejidad del personaje y el poco tiempo que permanecimos en Garcitas; tendría que conformarme con esperar otra oportunidad cuando la ocasión fuera más propicia. Y acabaría llegando.

      • • •

      Asomarse a la vida del Negro Acacio, alias tomado por Tomás Medina Caracas para honrar a un héroe de la revolución cubana, es adentrarse en la trastienda de las FARC y, en ocasiones, llegar a sus cloacas. Inicialmente estuvo destinado en el Magdalena Medio pero, debido a los malos informes de sus superiores —«se dejaba llevar por la emoción», dijeron—, le trasladaron al Frente 16 ubicado en el Meta, Vichada y Guaviare donde acabó siendo comandante con varios cientos de soldados a su mando y convirtiéndose en el principal proveedor de las finanzas de las FARC a través de la cocaína, producto que en ocasiones intercambió directamente por armas. Creó y manejó a su antojo la ruta del Orinoco como vía de entrada y de salida de los negocios del grupo guerrillero.

      En 1998, a la vez que se intentaban los diálogos de paz de San Vicente del Caguán y con el visto bueno de Raúl Reyes y el Secretariado de las FARC, el Negro Acacio diseñó, con dinero proveniente de la cocaína, la compra de 10.000 fusiles rusos AK-47 por un valor de 5.000 dólares cada uno. Las armas procedían de Bielorrusia y, tras pasar por Jordania, fueron arrojadas por cinco aviones rusos junto al Guaviare en paracaídas dotados con la tecnología adecuada para que los recogieran los hombres del Negro Acacio. En la red de tráfico internacional participó el agente encubierto de la CIA y amigo del rey Hussein de Jordania, el libanés Sarkis Soghanalian; también lo hicieron el famoso traficante ruso Víctor Bout y Vladimiro Montesinos (el asesor de Fujimori que al descubrirse el escándalo tuvo que huir y esconderse en Caracas), junto a pilotos estadounidenses y a decenas de ucranianos y peruanos.

      Para el año 2000, el Negro Acacio ya había logrado un incremento del ochenta y seis por ciento en la producción y venta de la cocaína desde que se hiciera cargo de ello, el equivalente a tres cuartas partes de las necesidades financieras de la guerrilla. Focalizó en Barrancominas, en el Guaviare, su centro de actuación; ahí llegaba la base de coca de Puerto Príncipe hecha a su vez con la hoja de coca traída de los distintos lugares de producción y ahí construyó ochenta laboratorios distribuidos en diecisiete mil hectáreas que podían producir entre tres y cinco toneladas de cocaína a la semana alcanzando en el mercado un valor de 250 millones de dólares cada una. En medio del pueblo, enlazando catorce calles sin asfaltar, diseñó una pista de 1.800 metros adonde aterrizaban no menos de ochenta vuelos internacionales mensuales, entre ellos aviones DC-6 y avionetas Alcarabán, que dejaban armas y subían cocaína.

      Garcitas y en menor medida Casuarito, donde nos recogieron los hermanos venezolanos, se convirtieron en lugares estratégicos por los que dar salida a una parte de esa cocaína procedente de Barrancominas; en las rústicas pistas de estas dos poblaciones, aterrizaban avionetas con la mercancía que posteriormente se distribuía a los carteles del Norte del Valle (el más importante en