José Antonio Morán Varela

La frontera que habla


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para nosotros, (...) quince dijeron de una que se quedaban con nosotros y dos dijeron que preferían que los matáramos (...) uno estaba muy mal herido, pero lo raro era que por donde le habían entrado las balas no tenía ni una sola gota de sangre».35 Don Mario se apiadó de él y pidió un médico pero el muchacho le imploró: «Señor, déjeme morir. Créame señor, no piense que estoy loco o que soy un cobarde, pero le digo que me tengo que morir hoy. Le voy a explicar. Lo que pasa es que hace ya un tiempo yo hice un pacto con el más allá para obtener protección. A mí me rezaron en cruz y según la persona que lo hizo, para que no me entrara el plomo yo tenía que obedecer algunas cosas que las ánimas pedían que hiciera y hoy ya me dijeron que me había llegado la hora. Por favor, le pido que me mate (...) Mire estas heridas, yo ya estoy todo podrido».36 Todos los presentes se quedaron de piedra y como Don Mario no sabía qué decidir le pidió consejo a Belisario, quien afirmó que «esas cosas sí existían y que era mejor matarlo». La situación provocó miedo en los presentes hasta el punto de que tuvo que elegir «a dos de los combatientes más bravos que tenían (...). Como a la media hora volvieron y contaron que le dieron todo el plomo del mundo y que no se moría y que para que se muriera lo tuvieron que coger a machete y picarlo».37

      Los seguidores del realismo mágico colombiano deben saber que sus escritores podrían perfectamente cambiar su desbordante imaginación por la simple documentación para recrear sus historias y el resultado sería similar; si además pretendieran aderezar sus relatos con narcotráfico, muerte, traiciones, corrupción y efectos paranormales, está demostrado que la realidad aporta tanta fantasía como las mentes de los novelistas. De no ser porque hemos contado con un cronista de primera mano, no podríamos creer la intrahistoria de la historia narrada.

      ¿Y qué ocurrió con los protagonistas de tan rocambolesca batalla? La guerra entre los clanes paramilitares que se llevó a más de un millar y medio de combatientes no terminó hasta la muerte de Miguel Arroyave, a quien de nada le sirvió moverse con un cordón de seguridad de doscientos hombres porque lo mataron los más cercanos;38 los Buitrago nunca se entregaron a la ley ni participaron en desmovilizaciones pero han ido cayendo uno a uno; Martín Llanos, el cabecilla principal, fue capturado junto a su hermano Caballo en Venezuela y extraditado a Colombia en 2012; el último de la saga —alias Junior— fue atrapado por comandos especiales en la selva del Casanare con numerosa información de políticos corruptos. Don Mario, el paramilitar de aficiones literarias, se acabaría convirtiendo en el narcotraficante más buscado del país hasta su detención en un operativo en 2009. Los hermanos Castaño, fundadores de la AUC terminaron sus días rematándose entre ellos o siendo asesinados por antiguos camaradas de armas.39

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      Pero esta batalla no se puede entender sin el contexto adecuado; el problema de y con los paramilitares en Colombia viene de lejos. Sus precursores aparecen ya en los setenta cuando, ante el acoso de la guerrilla y amparados por la ley, las élites rurales se armaron y fundaron las Autodefensas para amparar sus posesiones y su estatus; una década más tarde los carteles de Medellín y Cali crearon los escuadrones de la muerte para limpiar de indeseables —prostitutas, homosexuales, ladrones, etc.— sus espacios. Con este trasfondo y ya en los noventa, Fidel Castaño —alias Rambo por su afición al personaje televisivo— formó, en nombre de una cruzada anticomunista, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para proteger a los hacendados a cambio de dinero. Más pronto que tarde, los paramilitares se olvidaron de sus principios y se ofuscaron en cómo enriquecerse con el lucrativo negocio de la cocaína aunque para ello tuvieran que extorsionar, robar o matar. Ninguna institución del Estado se salvó de sus corruptos y mafiosos tentáculos y consiguieron el triste mérito de ser los responsables de ocho de cada diez muertos en el ya de por sí complejo y sangriento rompecabezas colombiano.

      De alguna forma, los paramilitares hacían el trabajo sucio del Estado pero, a diferencia de sus colegas centroamericanos, no eran un mero apéndice suyo; necesitaban su debilidad para someterlo, a la vez que le temían porque los podía perseguir. La ambivalencia en que se instalaron con un pie en las alianzas con el Estado y otro en el narcotráfico al que ese mismo Estado combatía, los llevó a cometer todo tipo de tropelías, incluida la de aupar y derrocar políticos a su antojo, lo que se denominó la narcoparapolítica.

      Gracias a este contexto, en 2002 llegó al poder el presidente Álvaro Uribe arropado por una amplia mayoría desencantada de una retórica de paz —tanto por parte de políticos como de guerrilleros— y deseosa de seguir el viejo eslogan «Si quieres la paz financia la guerra». Amparado por una élite económica ansiosa de firmar el Tratado de Libre Comercio, por los paramilitares que buscaban enriquecerse lavando sus trapos sucios y por el apoyo económico de EE.UU., el presidente optó por el atajo militar para combatir a los guerrilleros.

      Al poco tiempo, acosado ya por la parapolítica, presionado por EE.UU. y reprochado por Naciones Unidas, ONG y ciudadanos hartos de tanta sangre, Álvaro Uribe propuso a los cabecillas paramilitares un acuerdo para su desmovilización a cambio de inmunidad en unos casos y de unas penas hiperrebajadas en otros. Los paracos se reunieron en 2003 en Santa Fe de Ralito para elaborar las líneas maestras del acuerdo que se firmaría el 5 de julio de ese mismo año.

      «Los días de Santa Fe de Ralito —recordó ante un tribunal Diego Rivera, uno de los paramilitares asistentes— se convirtieron en días de rumba, trago y drogas con la presencia de modelos enviadas desde Barranquilla (...) nada era serio, todo al son de los tragos, hablaban y hablaban (...) todas las desmovilizaciones eran un show de prensa y discurso, esa era la estrategia, mostrar al país un ejército antisubversivo que había luchado hombro con hombro para exterminar la guerrilla. Se compraron brazaletes, botas, pañoletas, banderas, en fin, el show había que montarlo (...) y todo se inundó de grandes abogados (...) mientras, mi exjefe (Pablo Sevillano) se había dedicado por completo a la rumba; un día le conté 38 niñas en su piscina de La Vaquita, Diego, ¿cuál querés? me decía».40 «Cuando (mi jefe) se enfiestaba —siguió relatando Diego Rivera— duraba hasta 15 días tomando whisky y hacía llevar hasta quince o veinte niñas, de las normales, criollitas, decía Pablo; a mí me gustan las criollitas, niñas de quince o dieciséis años, sin recursos económicos, lindas y dispuestas a todo».41 «Estar al lado de los comandantes —continuó sincerándose el paramilitar— le pone a uno paranoico, se ve el ambiente rastrero de las intrigas, las puñaladas traperas; a uno lo matan por envidia en el cargo. En ese mundo solo se ve muerte, destrucción, degradación, drogas, alcohol, mentiras, prostitución. Como dijo algún funcionario del gobierno cuando iba a Ralito, ir a ese lugar es como bajar al infierno de Dante».42

      Era obvio que los paramilitares no se tomaron en serio estos acuerdos. Tal vez un poco más los clásicos, los fundadores del movimiento, pero no los de la segunda generación, los traquetos, los que se dedicaban sin escrúpulos ni ideología a emborracharse de poder y enriquecerse con la coca. Vieron en los acuerdos de Santa Fe de Ralito una forma de blanquear plata y crímenes y presintieron tanta impunidad que, tras las imprescindibles y maquilladas desmovilizaciones, volvieron a aparecer por todas partes con otros nombres pero haciendo lo mismo. Su intuición se confirmó con la Ley de Justicia y Paz con la que el presidente Uribe trataba de parar el asunto de la narcoparapolítica que le perseguía obsesivamente y ante la que EE.UU., su máximo valedor, le pedía explicaciones; esta ley, tal como sentenció la ONU, dejaba muchos cabos sueltos porque, a cambio de la entrega y confesión voluntaria, los cabecillas, como mucho, pasarían ocho años en prisión y no serían extraditados a EE.UU. —su máximo temor— a pesar de que dicho país los reclamara por narcotráfico; tampoco contemplaba asuntos de reparaciones a víctimas ni devolución de tierras usurpadas a campesinos desarraigados o indígenas.

      No es de extrañar que, ante esta perspectiva, más de 30.000 soldados paramilitares se desmovilizaran (aunque solo temporalmente) y varios de sus jefes se dejaran apresar en unas cárceles concebidas a su medida. Tal como todos contaron, la prisión de La Ceja —donde se confinó a un grupo— se convirtió en un centro de rumba y hasta la comida les llegaba de un restaurante. Otro grupo, alojado en la cárcel de Itagüy, se encargó él mismo de diseñar sus propios estatutos que especificaban, por ejemplo, que las visitas conyugales serían todos los martes y jueves, aunque los jueves quienes en realidad llegaban eran modelos, quinceañeras y amantes; además «era común